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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (29 page)

BOOK: Último intento
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—¿Sabe lo que es el ADN, no?

—Esperaba que saliera a relucir lo de mi ADN.

—Porque usted la mordió.

—Yo nunca la mordí. Pero soy muy oral. Yo… —Calla.

—¿Usted qué? ¿Qué hizo que pueda explicar el hecho de que su saliva esté en las marcas de mordeduras que usted dice que no le infligió a Susan?

—Soy muy oral —repite—. Chupo y lamo. Todo el cuerpo.

—¿Específicamente dónde? ¿Realmente se refiere a cada centímetro del cuerpo?

—Sí, todo el cuerpo. Yo amo el cuerpo de una mujer. Cada centímetro. Quizá porque yo no tengo… Quizá porque es tan hermoso y la hermosura es algo que yo jamás podré tener para mí. Así que las adoro. A mis mujeres y a su carne.

—Por ejemplo, ¿usted les besa y les lame los pies?

—Sí.

—¿Las plantas de los pies?

—Todo.

—¿Alguna vez mordió los pechos de una mujer?

—No. Susan tenía pechos muy hermosos.

—Pero usted se los chupó, se los lamió.

—Sí, obsesivamente.

—¿Los pechos son importantes para usted?

—Sí, claro. Muy importantes… y lo digo con sinceridad.

—¿Usted busca mujeres con pechos grandes?

—Hay un tipo que me gusta.

—¿Cuál es exactamente su tipo?

—Los pechos plenos. —Se pone las manos en forma de copa sobre el pecho y la tensión sexual brilla en su cara al describir el tipo de mujer que lo excita. Tal vez es mi imaginación, pero sus ojos brillan detrás de los anteojos oscuros. —Pero no gorda. No me gustan las mujeres gordas, no, de ninguna manera. Esbeltas en la cintura y las caderas, pero plenas. —Vuelve a poner las manos en forma de copa, como si estuviera apretando pelotas de voley, y las venas se le hinchan en los brazos y sus músculos se flexionan.

—¿Y Susan era su tipo? —Berger sigue imperturbable.

—En el instante en que la vi en el restaurante, me sentí atraído hacia ella —contesta.

—¿En el Lumi?

—Sí.

—En su cuerpo también se encontraron pelos —dice entonces Berger—. ¿Sabe usted que en el cuerpo de ella había pelos largos y delgados, como los de un bebé, que concuerdan con sus propios pelos insólitamente finos? ¿Cómo puede ser eso si usted se había afeitado? ¿No acaba de decirme que se afeitó todo el cuerpo?

—Ellos plantan cosas para incriminarme. De eso estoy seguro.

—¿Las mismas personas que lo persiguen? —Sí.

—¿Y dónde conseguirían su pelo?

—Hubo una época, en París, hace unos cinco años, en que comencé a tener la sensación de que alguien me seguía —dice—. Sentí que me vigilaban, que me seguían. No tenía idea de por qué. Pero cuando era más joven yo no siempre me afeitaba el cuerpo. Como puede imaginar, me cuesta mucho afeitarme la espalda, en realidad es casi imposible, de modo que a veces pasaban muchos meses y, verá, cuando era más joven era también vergonzoso con las mujeres y rara vez me acercaba a ellas. Así que no pensaba tanto en afeitarme; me escondía debajo de pantalones largos y mangas largas y sólo me afeitaba las manos, el cuello y la cara. —Se toca la mejilla. —Un día volví al departamento donde vivían mis padres adoptivos…

—¿Sus padres adoptivos todavía viven a esta altura? ¿La pareja que usted mencionó? ¿Que vivía cerca de la prisión? —Agrega con un dejo de ironía.

—No. Pero todavía pude seguir viviendo allí un tiempo. No era caro y yo tenía trabajo, trabajos sueltos. Vuelvo a casa y me doy cuenta de que alguien había entrado. Fue raro. No faltaba nada salvo la colcha de mi cama. Pienso, bueno, no está tan mal. Quienquiera haya estado se llevó sólo eso. Después volvió a pasar varias veces más. Ahora me doy cuenta de que eran ellos. Querían mi pelo. Por eso se llevaron los cubrecamas. Porque yo pierdo mucho pelo, ¿sabe? —Se toca la maraña de pelos que tiene sobre la cabeza. —Si no me afeito siempre se me cae. Y cuanto está muy largo se enreda en todas partes.—Extiende un brazo para mostrarle a Berger y sus pelos largos flotan por el aire.

—Lo sea que usted me está diciendo que no tenía el pelo largo cuando conoció a Susan? ¿Ni siquiera en la espalda?

—De ninguna manera. Si ustedes encontraron pelos largos sobre su cuerpo, entonces fueron puestos allí. ¿Ve lo que quiero decir? De todos modos, acepto que su muerte es culpa mía.

Capítulo 15

—¿Por qué es culpa suya? —le pregunta Berger a Chandonne—. ¿Por qué dice que la muerte de Susan es culpa suya?

—Porque ellos me siguieron —contesta él—. Tienen que haber llegado justo después de que yo me fui, y entonces le hicieron eso a ella.

—¿Y también lo siguieron a Richmond? ¿Por qué vino aquí?

—Vine por mi hermano.

—Explíqueme eso —responde Berger.

—Me enteré de lo del cadáver en el puerto y estaba convencido de que se trataba de mi hermano Thomas.

—¿Cómo se ganaba la vida su hermano?

—Estaba en el negocio de los embarques marítimos como mi padre. Era unos años mayor que yo. Thomas era bueno conmigo. Yo no lo veía mucho, pero él solía darme su ropa cuando ya no la quería, y también otras cosas, como ya le dije. Y dinero. Sé que la última vez que lo vi, hace alrededor de dos meses en París, estaba asustado porque pensaba que algo malo le iba a pasar.

—¿En qué lugar de París fue ese encuentro con Thomas?

—En Faubourg Saint Antoine. A él le encantaba ir a los lugares donde estaban los artistas jóvenes y los clubes nocturnos, y nos encontramos en un callejón de piedra. Cour des Trois Fréres, donde están los artesanos, ya sabe, no muy lejos de Sans Sanz y el Balanjo y, por supuesto, el Bar Américain, donde se puede pagar a las chicas para que le hagan compañía a uno. Me dio dinero y dijo que se iba a Bélgica, a Antwerp, y después a este país. No volví a tener noticias suyas y lo siguiente que supe fue lo del cadáver.

—¿Y dónde se enteró de la noticia?

—Ya le dije que a mis manos llegan muchos periódicos. Yo recojo lo que la gente tira. Y muchos turistas que no hablan francés leen la versión internacional de USA
Today
. Allí había un pequeño artículo sobre el cadáver encontrado aquí, y enseguida supe que era mi hermano. Estaba seguro. Por esa razón vine a Richmond. Tenía que saber.

—¿Cómo llegó aquí?

Chandonne suspira. De nuevo parece fatigado. Se toca la piel inflamada y en carne viva que le rodea la nariz.

—No quiero decirlo —contesta. —¿Por qué no quiere decirlo? —Tengo miedo de que lo use en mi contra. —Mire, necesito que sea veraz conmigo.

—Yo soy carterista. Le robé la billetera a un hombre que tenía el abrigo colgado de un monumento en Pére-Lachaise, el cementerio más famoso de París, donde están enterrados algunos miembros de mi familia. Una
concession á perpé
-tuité —dice con orgullo—. Era un hombre estúpido. Un norteamericano. Era una billetera grande, como ésas donde la gente guarda el pasaporte y los pasajes de avión. Lamento decirle que he hecho esto muchas veces. Forma parte de vivir en la calle, y yo he vivido cada vez más tiempo en la calle desde que ellos comenzaron a seguirme.

—La misma gente de nuevo. Agentes federales.

—Sí, sí. Agentes, magistrados, todos. Enseguida tomé el avión porque no quería darle al hombre tiempo de hacer la denuncia de que le faltaba la billetera y que después alguien me arrestara en la puerta de embarque del aeropuerto. Era un pasaje de ida y vuelta, en segunda clase, a Nueva York. —¿Usted salió de cuál aeropuerto y cuándo? —Del De Gaulle. Debe de haber sido el jueves último. —¿El 16 de diciembre?

—Si. Llegué temprano por la mañana y tomé un tren a Richmond. Tenía setecientos dólares que le había robado a aquel hombre. —¿Todavía tiene la billetera y el pasaporte? —No, de ningún modo. Eso sería una estupidez. Los arrojé a la basura.

—¿En la basura de dónde?

—De la estación de ferrocarril en Nueva York. No puedo decirle exactamente dónde. Me subí al tren…

—¿Y durante sus viajes nadie lo miró? ¿Usted no estaba afeitado y nadie lo miró ni reaccionó de ninguna manera?

—Tenía el pelo dentro de una redecilla debajo de un sombrero. Usaba mangas largas y cuello alto. —Vacila un instante. —Hay otra cosa que hago cuando tengo este aspecto, cuando no me he quitado el pelo: uso una máscara. La clase de máscara que la gente se pone sobre la nariz y la boca cuando tiene una alergia severa. Y uso guantes de algodón negro y anteojos oscuros.

—¿Eso es lo que usó en el avión y el tren?

—Sí. Funciona muy bien. La gente se aparta de mí y yo, por ejemplo, tenía toda una fila de asientos para mí. Así que dormí.

—¿Todavía tiene la máscara, el sombrero, los guantes y los anteojos?

Él calla un momento para pensar antes de contestar. Berger le ha arrojado una pelota curva y él vacila.

—Creo que puedo encontrarlos —Él la esquiva.

—¿Qué hizo cuando llegó a Richmond? —Le pregunta Berger.

—Me bajé del tren.

Ella lo interroga en este punto durante varios minutos. ¿Dónde queda la estación de ferrocarril? ¿Después tomó un taxi? ¿Cómo se movió en la ciudad? ¿Qué creyó que podía hacer con respecto a su hermano? Las respuestas de Chandonne son lúcidas. Todo lo que describe hace que
parezca
plausible que él haya estado donde asegura haber estado, como por ejemplo la estación Amtrak en Staples Mili Road y en un taxi azul que lo dejó en un hotel de mala muerte sobre la avenida Chamberlayne, donde pagó veinte dólares por una habitación, usando un nombre falso una vez más y pagando en efectivo. Desde allí, alega haber llamado a mi oficina para obtener información acerca del cuerpo no identificado que dice pertenece a su hermano.

—Pedí hablar con el médico, pero nadie quiso ayudarme —Le dice a Berger.

—¿Con quién habló? —Le pregunta ella.

—Era una mujer. Tal vez una empleada.

—¿Esa empleada le dijo quién era el médico?

—Sí, un doctor Scarpetta. Entonces pedí hablar con él, y la empleada me dice que Scarpetta es una mujer. Así que digo, muy bien, ¿puedo hablar con ella? Y ella está ocupada. No dejo mi nombre ni mi número, por supuesto, porque debo seguir teniendo cuidado. A lo mejor me están siguiendo de nuevo. ¿Cómo saberlo? Y entonces consigo un periódico y leo todo lo referente a un crimen aquí, una señora a la que mataron en una tienda una semana antes, y estoy impresionado… y asustado. Ellos están aquí.

—¿Las mismas personas? ¿Las que usted dice que lo persiguen?

—Ellos están aquí, ¿no lo entiende? Ellos mataron a mi hermano y sabían que yo vendría a buscarlo.

—Ellos sí que son una maravilla, ¿no es así? Tienen que ser maravillosos para saber que usted vendría a Richmond, Virginia, porque por casualidad leyó un ejemplar descartado de
USA Today
y se enteró de que un cadáver había terminado aquí, y que usted supondría que se trataba del de Thomas, y de que usted robaría un pasaporte y una billetera y tomaría un vuelo hacia aquí.

—Ellos sabrían que yo vendría. Yo amo a mi hermano. Mi hermano es todo lo que tengo en la vida. Es el único que siempre fue bueno conmigo. Y necesito averiguarlo por papá. Pobre papá.

—¿Qué me dice de su madre? ¿A ella no la pondría mal saber que Thomas está muerto?

—Ella siempre está borracha.

—¿Su madre es alcohólica?

—Bebe todo el tiempo.

—¿Todos los días?

—Todos los días, todo el día. Y después se enoja o llora mucho.

—¿Usted no vive con ella y, sin embargo, sabe que ella bebe todos los días y todo el día?

—Thomas me lo contaba. Así ha sido la vida de ella desde que puedo recordar. Siempre me dijeron que era borracha. Las pocas veces que yo iba a la casa, ella estaba borracha. En una oportunidad me dijeron que era posible que yo hubiera contraído mi enfermedad porque ella se emborrachaba mientras estaba embarazada de mí.

Berger me mira.

—¿Es eso posible?

—¿Síndrome alcohólico fetal? —Lo pienso—. No es muy probable. Por lo general puede haber un retardo mental y físico si la madre es una alcohólica crónica, y los cambios cutáneos como la hipertricosis serían el menor de los problemas de la criatura.

—Eso no quiere decir que él no crea que su madre le provocó su enfermedad.

—Sí, sin duda puede creerlo —estoy de acuerdo con ella.—Esto ayuda a entender su odio extremo hacia las mujeres.—Eso, como cualquier otra cosa —contesto.

En el video, Berger hace que Chandonne vuelva al tema de su supuesto llamado a la morgue aquí, en Richmond.

—¿De modo que trató de ponerse en contacto por teléfono con la doctora Scarpetta, pero no pudo? ¿Después, qué?

—Entonces al día siguiente, viernes, por el televisor de mi cuarto del motel oigo que otra mujer ha sido asesinada. Esta vez, una mujer policía. Es una noticia de gran interés periodístico, ya sabe, y yo veo lo que está pasando y, de pronto, las cámaras enfocan un enorme auto negro que se acerca a la escena y dicen que se trata de la médica forense. Es ella, la doctora Scarpetta, así que se me ocurre ir allá enseguida, esperar hasta que esté por irse de la escena y acercarme a ella después. Le diré que necesito hablarle. De modo que tomo un taxi.

Aquí, su notable memoria falla. No recuerda cuál compañía de taxis era, ni siquiera el color del auto, sólo que el conductor era negro. Probablemente el ochenta por ciento de los choferes de taxi de Richmond son negros. Chandonne alega que, mientras lo conducían a la escena —Y él conoce la dirección porque salió en las noticias— oye otro informativo. Esta vez, se advierte al público que el asesino puede padecer una extraña enfermedad médica que hace que su aspecto sea muy peculiar. Esa descripción de un hipertricótico le cabe a Chandonne. —Ahora lo sé con toda seguridad —Continúa—. Ellos prepararon la trampa y el mundo cree que yo maté a esas mujeres en Richmond. Así que entro en pánico en el asiento posterior del taxi y trato de pensar qué hacer. Le digo al chofer: «¿Usted conoce a esa mujer de la que hablan? ¿Scarpetta?» Él me contesta que en la ciudad todos la conocen. Le pregunto dónde vive y le digo que soy un turista. Él me lleva a su vecindario pero no entramos porque hay guardias y un portón de entrada. Pero ya sé lo suficiente para encontrarla. Me bajo del taxi a varias cuadras de allí. Estoy decidido a encontrarla antes de que sea demasiado tarde. —¿Demasiado tarde para qué? —Le pregunta Berger.

—Antes de que maten a alguien más. Tengo que volver más tarde esa misma noche y, de alguna manera, hacer que ella me abra la puerta para poder hablarle.

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