Tumbuctú (19 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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No era que la residencia canina fuese tan mal sitio. Hasta él podía reconocerlo, y cuando Alice y su padre lo dejaron allí el diecisiete de diciembre por la tarde, Míster Bones tuvo que admitir que Polly se había informado bien. El Refugio Canino no era Sing Sing ni la Isla del Diablo ni un campo de internamiento para perros maltratados o abandonados. Situado en una finca de unas nueve hectáreas que antiguamente formaba parte de una plantación de tabaco, era un albergue campestre de cuatro estrellas, un hotel para perros concebido para satisfacer las necesidades y caprichos de los animales domésticos más mimados y exigentes. Las jaulas de dormir corrían a lo largo de las paredes oriental y occidental de un cobertizo rojo grande y sombrío. Había sesenta, con amplio espacio disponible para cada uno de los huéspedes (más amplio, en realidad, que la propia caseta de Míster Bones), y no sólo las limpiaban diariamente, sino que en todas había una manta recién lavada y un juguete de cuero crudo para roer, en forma de hueso, gato o ratón, según las preferencias del dueño. Más allá de la puerta trasera del cobertizo, había un cercado de una hectárea que servía de campo de ejercicios. Se podían pedir regímenes alimenticios especiales y daban baños semanales sin coste adicional.

Pero nada de eso tenía importancia, al menos para Míster Bones. Aquel nuevo entorno no le impresionaba, no le suscitó ni la menor muestra de interés, e incluso después de haberle presentado al dueño, a su mujer y a los diversos miembros del personal (todos ellos simpáticos y firmes partidarios de la causa perruna), seguía sin tener el menor deseo de quedarse. Lo cual no impidió que Alice y Dick se marcharan, naturalmente, y aunque Míster Bones se quedó con ganas de lanzar aullidos de protesta por la faena que le habían hecho, desde luego no pudo quejarse de la tierna y llorosa despedida de Alice. Pese a su seca manera de ser, a Dick pareció darle un poco de lástima tener que decirle adiós. Luego subieron a la furgoneta y se marcharon, y mientras Míster Bones los veía bajar traqueteando por el camino de tierra y desaparecer tras el edificio principal, tuvo el primer presentimiento de la clase de problemas que le esperaban. No se trataba sólo de la depre, pensó, ni tampoco de que estuviera asustado. Algo grave le pasaba, y fuera lo que fuese, el trastorno que se presagiaba en su interior estaba a punto de declararse. Le dolía la cabeza y le ardía el vientre, y con la súbita debilidad que se había apoderado de sus rodillas se le hacía difícil permanecer en pie. Le pusieron comida, pero le daban náuseas sólo de pensar en comer. Le ofrecieron un hueso para que lo royera, pero volvió la cabeza para otro lado. Sólo podía tolerar el agua, pero cuando se la pusieron delante, dejó de beber después de dar dos tragos.

Lo colocaron en una jaula entre un jadeante bulldog de diez años y una atractiva labrador de color dorado. Normalmente, una hembra de ese calibre le habría producido súbitos espasmos de lujuriosos olfateos, pero aquella noche apenas tuvo fuerzas para reparar en su presencia antes de derrumbarse en su manta y perder el conocimiento. Al cabo de unos momentos, empezó a soñar con Willy otra vez, pero aquel sueño no se parecía en nada a los que había tenido antes, y, en vez de amables palabras de aliento y discursos tranquilizadores, recibió todo el peso de la ira de su amo. Quizá fuese la fiebre que consumía su organismo, o algo que le hubiera ocurrido a Willy en Tombuctú, pero el hombre que se le apareció aquella noche no era el Willy que Míster Bones había conocido en vida y muerte durante los últimos siete años y nueve meses. Era un Willy vengativo y sarcástico, un Willy diabólico, un Willy desprovisto de toda compasión y piedad, y aquella persona aterrorizó tanto al pobre Míster Bones que se hizo pis encima por primera vez desde que era cachorro.

Para confundir aún más las cosas, el falso Willy tenía un aspecto idéntico al del verdadero Willy, y cuando irrumpió aquella noche en el sueño llevaba el mismo andrajoso uniforme de Santa Claus que el perro le había visto durante las siete navidades últimas. Peor aún, el sueño no se desarrollaba en algún lugar conocido del pasado —como el del vagón de metro, por ejemplo—, sino en el presente, en la misma jaula donde Míster Jones estaba pasando la noche. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos en el sueño, allí estaba Willy, sentado en el rincón a medio metro de él, con la cabeza apoyada contra los barrotes. «Sólo voy a decirlo una vez», empezó a decir, «así que escúchame bien y no abras el pico. Te has convertido en un espantajo, en un ridículo y vergonzoso mamarracho, y te prohibo que vuelvas a pensar jamás en mí. Que no se te olvide, chucho. Grábalo en las puertas de tu palacio y nunca vuelvas a pronunciar mi nombre, ni en vano, ni con cariño ni de ninguna manera. Estoy muerto y quiero que me dejen en paz. Todas esas quejas, todo ese refunfuñar sobre lo que te ha pasado..., ¿acaso crees que no lo oigo? Estoy harto de escucharte, perro, y ésta es la última vez que me verás en sueños. ¿Has comprendido? Olvídame, cabeza de chorlito. Déjame respirar. Ahora tengo amigos y ya no te necesito. ¿Te enteras? Olvídame y no te metas en mis asuntos. He terminado contigo.»

Por la mañana, la fiebre le había subido tanto que veía doble. El estómago se le había convertido en un campo de batalla donde guerreaban los microbios, y cada vez que se movía, que se desplazaba siquiera cinco centímetros de donde estaba tumbado, le daba otro ataque. Era como si le estallaran cargas de profundidad en las tripas, como si gases envenenados le corroyeran por dentro. Por la noche se había despertado varias veces, vomitando de forma incontrolada hasta que se le pasaba el dolor, pero esos períodos de calma no duraban mucho, y cuando por fin amaneció y la luz entró a raudales entre las vigas del cobertizo, vio que estaba rodeado de media docena de charcos de vómito: cuajarones de babas secas, fragmentos de carne a medio digerir, pequeños coágulos de sangre, espumarajos amarillentos que no tenían nombre.

Para entonces ya se había organizado un buen jaleo en torno a él, pero Míster Bones estaba demasiado enfermo para darse cuenta. Los demás perros ya se habían despertado y ladraban dispuestos a empezar el día, pero él siguió aletargado, sin poder moverse, viendo cómo lo había puesto todo. Sabía que estaba enfermo, pero no tenía una idea clara de hasta qué punto ni de adonde le llevaba exactamente la enfermedad. Un perro se podía morir de algo así, pensó, pero también podía recuperarse y estar como nuevo en un par de días. Puesto a elegir, habría preferido no morirse. Pese a lo que había sucedido por la noche en el sueño, seguía queriendo vivir. La inaudita crueldad de Willy le había dejado pasmado, haciendo que se sintiera desgraciado e insoportablemente solo, pero eso no significaba que Míster Bones no estuviese dispuesto a perdonar a su amo por lo que le había hecho. No se le volvía la espalda a alguien sólo porque le hubiera decepcionado una vez; no, no se hacía eso después de toda una vida de amistad, sobre todo si existían circunstancias atenuantes. Willy estaba muerto, ¿y quién sabía si los muertos no se volvían resentidos y crueles al cabo de un tiempo de haber fallecido? Tal vez, por otro lado, no había sido Willy. El hombre del sueño podía haber sido un impostor, un demonio disfrazado de Willy y enviado desde Tombuctú para engañar a Míster Bones y volverle contra su amo. Pero aunque se hubiera tratado de Willy, y aunque sus observaciones se hubiesen formulado de una manera en exceso hiriente y con mala fe, Míster Bones era lo bastante honrado para reconocer que contenían un elemento de verdad. Últimamente había pasado demasiado tiempo compadeciéndose de sí mismo, malgastando horas preciosas en lamentarse de injusticias y desaires sin importancia, y esa clase de comportamiento era impropio de un perro de su talla. Había muchas cosas por las que estar agradecido, y mucha vida que vivir aún. Se encontraba en ese estado de agitación, casi delirante, que produce la fiebre alta, y era tan incapaz de controlar los pensamientos que le pasaban fugazmente por la cabeza como de ponerse en pie y abrir la puerta de su jaula. Y si de pronto se había puesto a pensar en Willy, no podía hacer nada para evitarlo. Su amo tendría que taparse los oídos y esperar a que se le quitara su imagen de la cabeza. Pero Míster Bones ya había dejado de quejarse. Por lo menos intentaba ser obediente.

Un momento después de pensar en la puerta de la jaula, llegó una mujer joven y quitó el pestillo. Se llamaba Beth, y llevaba un abultado anorak azul. Muslos rollizos, cara desmesuradamente redonda, pelo de Pequeña Lulú. Míster Bones la recordaba del día anterior. Era la que había tratado de darle de comer y hacerle beber agua, la que le había dado palmaditas en la cabeza diciéndole que por la mañana se sentiría mejor. Buena chica, pero mala especialista en diagnósticos. Pareció alarmarse a la vista del vómito, y se agachó para entrar en la jaula y verlo mejor.

—No has pasado muy buena noche, ¿verdad, Sparky? —le dijo—. Creo que debemos ir a que te vea papá.

Papá era el hombre de la víspera, recordó, el que les había enseñado las instalaciones. Un tipo corpulento de espesas cejas negras y ni un solo pelo en la cabeza. Se llamaba Pat, Pat Spaulding o Pat Sprowleen, no se acordaba bien. Y también andaba por allí su mujer, que los había acompañado en la primera parte del paseo. Sí, ya se acordaba, pasaba algo raro con ella. También se llamaba Pat, y Míster Bones recordó que a Alice le había hecho gracia, incluso se había reído un poco cuando oyó los dos nombres juntos, y Dick se la había llevado aparte para decirle que cuidara los modales. Patrick y Patricia. Pat y Pat, para abreviar. Todo era tan confuso, tan tremendamente absurdo y complicado.

Finalmente, Beth le convenció para que se levantara y fuese con ella a la casa. Vomitó una vez por el camino, pero el aire fresco le sentó bien en el cuerpo afiebrado, y en cuanto hubo expulsado toda la porquería del estómago, pareció que se le aliviaban considerablemente los dolores. Animado, la siguió al interior de la casa y aceptó agradecido el ofrecimiento de tumbarse en la alfombra del cuarto de estar. Beth salió a buscar a su padre, y Míster Bones, hecho un ovillo frente a la chimenea, centró la atención en los sonidos que emitía el reloj de pared del vestíbulo. Oyó diez, veinte tictacs, y luego cerró los ojos. Justo antes de quedarse dormido, hubo un pequeño alboroto de pasos que se acercaban y luego una voz de hombre dijo:

—Déjalo tranquilo ahora. Ya veremos cómo está cuando se despierte.

Durmió toda la mañana y hasta bien entrada la tarde, y al despertarse notó que ya había pasado lo peor. No es que se encontrara en plena forma, pero al menos seguía vivo, y como la fiebre le había bajado unos grados podía mover los músculos sin tener la impresión de que su cuerpo estaba hecho de ladrillos. En cualquier caso, se sentía lo suficientemente bien como para tolerar un poco de agua, y cuando Beth llamó a su padre para que juzgara por sí mismo el estado del perro, la sed le dominó y siguió bebiendo hasta no dejar una gota. Aquello fue un grave error de cálculo. No se encontraba en condiciones de asimilar tan prodigiosa cantidad, y en cuanto Pat Uno entró en la habitación, Míster Bones devolvió todo el contenido de su estómago en la alfombra del cuarto de estar.

—Cómo me gustaría que la gente no nos largara a sus perros enfermos, coño —dijo el hombre—. Sólo nos faltaba que la diñara éste. Y entonces nos meterían un buen pleito, ¿verdad?

—¿Quieres que llame al doctor Burnside? —preguntó Beth.

—Sí. Dile que voy para allá. —Cuando se marchaba, se detuvo a medio camino de la puerta y añadió—: Pensándolo bien, será mejor que se encargue tu madre. Hoy hay mucho que hacer por aquí.

Eso fue una suerte para Míster Bones. En lo que tardaron en localizar a Pat Dos y en organizar el viaje, tuvo tiempo para elaborar un plan. Y, sin plan, nunca hubiera podido hacer lo que hizo. Le daba lo mismo estar enfermo o sano, sobrevivir o morirse. Aquello era el colmo, y si querían llevarlo a aquel imbécil de veterinario tendrían que pasar por encima de su cadáver. Por eso necesitaba un plan. Pero sólo dispondría de unos segundos para ponerlo en práctica, y debía tenerlo todo muy claro en la cabeza antes de pasar a la acción, para saber exactamente qué hacer y cuál sería el momento justo de hacerlo.

Pat Dos era una versión entrada en años de Beth. Un poco más culona, quizá, con anorak rojo en vez de azul, pero daba la misma impresión de capacidad masculina e imperturbable buen humor. A Míster Bones le caían más simpáticas que Pat Uno, y le dio cierta lástima abusar de su confianza, sobre todo después de la amabilidad con que le habían tratado, pero el plan no admitía medias tintas y no había tiempo que perder en sentimentalismos. La mujer lo condujo al coche cogido de la correa, y tal como él había anticipado, le abrió la puerta del pasajero para que entrara primero, sin soltar la correa hasta el último momento. En cuanto la puerta se cerró de golpe, Míster Bones pasó apresuradamente al otro lado del coche y se puso en el asiento del conductor. Ésa era la esencia de la estrategia, y la jugada consistía en asegurarse de que la correa no se enganchara en la palanca de cambios ni en el volante ni en ninguna otra protuberancia (no se enganchó) y estar firmemente asentado en su posición cuando ella diera la vuelta frente al morro del coche y abriera la puerta del otro lado (sí lo estaba). Así es como lo había visto en su imaginación y así era como pasaba en la realidad. Pat Dos abrió la puerta del conductor, y Míster Bones bajó de un salto. Al tocar el suelo ya iba corriendo, y antes de que ella pudiera cogerle del rabo o pisarle la correa, había desaparecido.

Se dirigió al bosque por la parte norte del edificio principal, intentando alejarse lo más posible del camino. Oyó que Pat Dos le llamaba para que volviera, y un momento después a su voz se unieron las de Beth y Pat Uno. Poco después, oyó el ruido del motor del coche y el de las ruedas que patinaban en la tierra, pero para entonces ya se había adentrado en el bosque y estaba seguro de que no lo encontrarían. Se hacía pronto de noche en aquella época del año, y al cabo de una hora no se vería nada.

Siguió en dirección norte, trotando entre la maleza helada mientras la débil luz del invierno se desvanecía a su alrededor. Los pájaros se dispersaban a su paso, elevándose a las ramas altas de los pinos, y las ardillas escapaban corriendo en todas direcciones cuando le oían acercarse. Míster Bones sabía adonde se dirigía, y aunque no tenía una idea precisa de cómo llegar, contaba con que el hocico le indicara la dirección correcta. El jardín de los Jones sólo estaba a unos quince kilómetros, y calculaba que llegaría al día siguiente o, como muy tarde, al otro. No importaba que los Jones no estuvieran y no volvieran hasta dos semanas después. No importaba que su comida estuviese en el garaje cerrado y que fuera imposible conseguirla. Sólo era un perro, incapaz de hacer planes tan a largo plazo. De momento, lo único que importaba era llegar a su destino. Una vez allí, lo demás se arreglaría por sí solo.

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