Tumbuctú (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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—Así que éste es el famoso perro, ¿eh? Pues a mí me parece un chucho que da pena verlo.

Después de eso, a saber lo que pasó. Vio que Polly giraba la boca de la manguera para cortar el agua y luego dijo algo a Dick. Fue imposible oír la mayor parte de su conversación, pero por las palabras y frases que llegó a percibir, Míster Bones comprendió que Polly defendía su causa: «ha aparecido esta tarde en el jardín», «inteligente», «los niños piensan que». Y luego, después de que Dick le preguntó algo: «No tengo la menor idea. A lo mejor se ha escapado del circo.» Parecía bastante alentador, pero justo cuando había logrado liberar la oreja izquierda de las garras de Tigre para captar un poco más, Polly dejó caer la manguera al suelo y se alejó con Dick en dirección a la casa. Se pararon a un metro de la puerta trasera y siguieron hablando allí. Míster Bones estaba convencido de que en aquel momento se decidían cosas de capital importancia, pero aunque movían los labios ya no alcanzaba a oír una palabra.

Veía, sin embargo, que Dick le observaba, haciendo de cuando en cuando gestos hacia él con un vago movimiento de la mano mientras proseguía su diálogo con Polly, y Míster Bones, que estaba empezando a hartarse de las estentóreas muestras de cariño de Tigre y Alice, se preguntó si no sería buena idea tomar la iniciativa y hacer algo en su favor. En vez de quedarse quieto mientras su futuro estaba pendiente de un hilo, ¿por qué no impresionar a Dick haciendo alguna gracia canina, ejecutando alguna proeza sensacional que inclinara la balanza a su favor? Cierto que estaba agotado, cierto que le seguía doliendo el estómago y que tenía las patas espantosamente flojas, pero no permitió que esas pequeñeces le impidieran dar un salto y salir disparado hacia el otro extremo del jardín. Gritando de sorpresa, Tigre y Alice corrieron tras él y, justo cuando estaban a punto de atraparlo, hizo un quiebro y los dejó plantados, volviendo bruscamente en la dirección por donde había venido. De nuevo lo persiguieron, y otra vez esperó a que casi le pusieran las manos encima para zafarse de un brinco y alejarse de ellos. Hacía siglos que no corría tan deprisa, y aunque sabía que se estaba esforzando demasiado y que acabaría pagando las consecuencias, siguió adelante, orgulloso de torturarse en pro de tan noble causa. Al cabo de tres o cuatro carreras por el césped, se detuvo en medio del jardín
y
jugó con ellos a agacharse y regatear —la versión perruna del corre que te pillo—, y aunque apenas podía respirar, se negó a abandonar antes de que los niños cayeran rendidos al suelo frente a él.

Entretanto, el sol empezaba a ponerse. Nubes rosadas vetearon el cielo y el aire refrescó. Ahora que las carreras habían terminado, parecía que Dick y Polly estaban dispuestos a pronunciar su veredicto. Mientras yacía jadeante en la hierba con los dos niños, Míster Bones vio que los adultos volvían la espalda a la casa y echaban a andar hacia ellos, y aunque no estaba seguro de si su frenético arranque de buen humor había influido de algún modo en el resultado, se animó al observar la sonrisita de satisfacción que fruncía los labios de Polly.

—Papá dice que Sparky puede quedarse —anunció, y cuando Alice se levantó de un brinco y abrazó a su padre y Polly se agachó a coger en brazos al adormilado Tigre, un nuevo capítulo se abrió en la vida de Míster Bones.

Antes de que echaran las campanas al vuelo, sin embargo, Dick les expuso algunos puntos que había que tener en cuenta; la letra pequeña, por decirlo así. No es que no quisiera que todos estuviesen contentos, afirmó, pero de momento debía quedar entendido que sólo recogían al perro «en régimen de prueba», y si no se cumplían determinadas condiciones —y entonces lanzó a Alice una larga y severa mirada—, no había trato. Primero: bajo ninguna circunstancia se permitiría la entrada del perro en la casa. Segundo: si se descubría que no gozaba de una salud medianamente buena, tendría que marcharse. Tercero: a la mayor brevedad, había que concertar una cita en una peluquería canina. Al perro le hacía falta un corte de pelo, un buen lavado y una manicura, así como un buen reconocimiento para detectar garrapatas, piojos y pulgas. Cuarto: le tenían que capar. Y quinto: Alice se encargaría de darle de comer y de cambiarle la escudilla de agua sin que se le incrementara la asignación por servicios prestados.

Míster Bones no tenía idea de lo que significaba la palabra
capar,
pero entendió todo lo demás, y en conjunto no sonaba nada mal, salvo quizá lo del punto primero de que se le prohibía la entrada en la casa, pues no llegaba a comprender cómo un perro podía formar parte de una familia si no tenía derecho a entrar en su hogar. Alice debía de estar pensando lo mismo, porque en cuanto su padre llegó al último punto de la lista, intervino con una pregunta.

—¿Qué pasará cuando llegue el invierno? No vamos a dejarlo fuera con el frío que hace, ¿eh, papá?

—Claro que no —contestó Dick—. Lo instalaremos en el garaje, y si hace mucho frío le dejaremos estar en el sótano. Es que no quiero que vaya soltando pelo por los muebles, eso es todo. Pero no te preocupes, que va a estar muy bien aquí fuera. Le pondremos una caseta estupenda y le haré un corral tendiendo un alambre entre esos dos árboles. Tendrá sitio de sobra para retozar y cuando se acostumbre estará más contento que unas pascuas. No tengas lástima de él, Alice. No es una persona, es un perro, y los perros no hacen preguntas. Se conforman con lo que tienen.

Con esa tajante afirmación, Dick puso la mano en la cabeza de Míster Bones y le dio un firme y masculino apretón, como para demostrar que al fin y al cabo no era un individuo con malas pulgas.

—¿No es eso, amigo? —le dijo—. No te vas a quejar, ¿verdad? Sabes perfectamente la suerte que has tenido cayendo aquí, y lo que menos te conviene es remover el asunto.

Un tipo dinámico, ese Dick, y aunque al día siguiente era domingo —lo que significaba que tanto la peluquería como el veterinario estaban cerrados—, se levantó temprano, fue al almacén de maderas en la furgoneta de Polly y se pasó la mañana y la tarde entera ensamblando una caseta prefabricada (modelo de lujo, con instrucciones de montaje) e improvisando un corral en el jardín. Evidentemente era de esa clase de hombres que se encuentran más a gusto arrastrando escaleras de un lado para otro y clavando clavos en planchas de madera que charlando de cosas triviales con su mujer y sus hijos. Dick era un hombre de acción, un soldado de la guerra contra la ociosidad, y cuando Míster Bones le vio trabajar con sus pantalones cortos de color caqui y observó el sudor que le brillaba en la frente, no tuvo más remedio que interpretar aquella actividad como una buena señal. Significaba que el «régimen de prueba» que había mencionado la víspera no era sino un farol. Dick se había gastado más de doscientos dólares en la caseta y los materiales. Se había pasado la mayor parte del día trabajando con aquel calor, y ahora no iba a tirar por la ventana el dinero y los esfuerzos. Ya tenía el pie metido en el agua, así que en lo que se refería a Míster Bones, a partir de entonces se trataba de salir a flote o de hundirse.

A la mañana siguiente, todos se largaron en diferentes direcciones. Un autobús paró delante de la casa a las ocho menos cuarto para llevar a Alice al colegio. Cuarenta minutos después, Dick se marchó al aeropuerto vestido con su uniforme de piloto, y luego, poco antes de las nueve, Polly aseguró a Tigre en su asiento infantil de la furgoneta y lo llevó a la guardería. Míster Bones no podía creer lo que estaba pasando. ¿Así era como iba a ser la vida en aquella casa?, se preguntó. ¿Es que iban a abandonarlo así como así por la mañana y a esperar que se las arreglara solo el resto del día? Parecía una broma pesada. Era un perro hecho para la compañía, para el toma y daca de la vida en común, y necesitaba que lo acariciasen, que hablasen con él, que lo integrasen en un mundo donde no estuviera solo. ¿Acaso había caminado hasta los confines de la tierra encontrando aquel bendito refugio sólo para que le menospreciara la gente que le había recogido? Lo habían convertido en un prisionero. Lo habían encadenado a aquel infernal alambre saltarín, a un instrumento metálico de tortura que emitía incesantes chirridos y vibrantes murmullos, ruidos que le acompañaban en todos sus movimientos como para recordarle que ya no era libre, que había vendido su primogenitura por un plato de lentejas y una casa fea, prefabricada.

Justo cuando estaba decidido a vengarse y cometer alguna insensatez —como arrancar las flores del jardín, por ejemplo, o roer la corteza del joven cerezo—, Polly volvió de improviso, deteniendo la furgoneta en el camino de entrada, y el mundo cambió de nuevo de color. No sólo salió al jardín para liberarlo de su esclavitud, y no sólo permitió que entrara tras ella en la casa y subiera a su dormitorio al piso de arriba, sino que mientras se cambiaba de ropa y se maquillaba le informó de que tendría que recordar dos tipos de normas: las de Dick y las de ella. Cuando Dick estuviese en casa, Míster Bones no saldría del jardín; pero cuando su marido se marchase, mandaría ella. Lo que significaba que el perro podía entrar en casa.

—No es que tenga mala intención —explicó Polly—, pero este hombre puede ser muy testarudo a veces, y cuando se le mete algo en la cabeza es una pérdida de tiempo tratar de convencerle de lo contrario. Así es la vida de los Jones, Sparky, y yo no puedo hacer ni puñetera cosa para remediarlo. Lo único que te pido es que no digas ni pío de este pequeño arreglo. Es nuestro secreto, y ni siquiera los niños deben saber lo que nos traemos entre manos. ¿Me oyes, perrito? Esto es exclusivamente entre tú y yo.

Pero eso no fue todo. Como si esa declaración de solidaridad y afecto no hubiese sido suficiente, aquella misma mañana Míster Bones montó en coche por primera vez en casi dos años. No encogido en la parte de atrás, donde solían ponerlo antes, sino delante, justo en el asiento del copiloto, como un guardián de diligencia, con la ventanilla abierta del todo y el aire suave de Virginia dándole de lleno en la cara. Era un privilegio ir así por la carretera, con la espléndida Polly al volante del Plymouth Voyager, el movimiento de la furgoneta retumbando en sus músculos y el hocico agitándose frenéticamente a cada olor que venía a su encuentro. Cuando finalmente se dio cuenta de que aquello iba a ser parte integrante de su nuevo programa de actividades, se quedó sobrecogido por las perspectivas que se abrían ante él. Con Willy había vivido bien, pero ahora iba a ser todavía mejor. Porque la triste verdad era que los poetas no tenían coche, y cuando viajaban a pie no siempre sabían adonde se dirigían.

La visita a la peluquería fue una prueba dura, pero soportó las múltiples acometidas de jabones y tijeras lo mejor que pudo, sin querer quejarse después de todas las amabilidades que le habían prodigado. Cuando acabaron con él, hora y media más tarde, parecía otro perro. Habían desaparecido las enmarañadas greñas que le colgaban del corvejón, las desagradables protuberancias de la cruz, los pelos que se le metían en los ojos. Ya no era un vagabundo, había dejado de ser una vergüenza. Le habían puesto guapo, convirtiéndolo en un burgués, en un perro de mundo, y si la novedad de la transformación le infundió deseos de regodearse y ufanarse un poco, ¿quién podía reprocharle que se deleitara con su buena suerte?

—Vaya —dijo Polly cuando finalmente lo llevaron ante ella—. Menudo repaso te han dado, ¿eh? Quién lo iba a decir, Spark Plug,
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igual empiezas a ganar premios en concursos caninos.

Veinticuatro horas después fueron a ver al veterinario. Míster Bones estaba contento porque tendría ocasión de ir en coche otra vez, pero ya se había cruzado antes con aquellos hombres de bata blanca y conocía sus agujas, termómetros y guantes de goma lo suficiente como para temer lo que se avecinaba. Siempre había sido la señora Gurevitch quien le preparaba la cita, pero a su muerte Míster Bones se vio librado del martirio de tener tratos con la profesión médica. Willy solía estar sin un céntimo o era demasiado descuidado para molestarse, y como el perro seguía vivo después de cuatro años de no ir al médico, no lograba entender de qué le iba a servir ahora un reconocimiento completo. Si uno estaba tan grave como para morirse, los médicos serían incapaces de salvarlo. Y si no estaba enfermo, ¿por qué les permitían que lo torturaran con sus pinchazos y palpaciones para luego decirle que se encontraba en perfecto estado de salud?

Habría sido horroroso si Polly no se hubiese quedado con él durante el reconocimiento, abrazándolo y tranquilizándolo con su dulce y encantadora voz. Aun así, se pasó toda la visita temblando y sacudiéndose, y tres veces saltó de la mesa y echó a correr hacia la puerta. El veterinario se llamaba Burnside, Walter A. Burnside, y daba lo mismo que aparentemente le cayera bien a aquel matasanos. Míster Bones le había visto mirar a Polly y había olido la excitación en la piel del joven doctor. Andaba tras ella, y el que su perro le hiciese gracia no era más que una treta, una manera de dirigirse a su punto flaco para impresionarla con su simpatía y sus conocimientos. El que le llamase buen perro, le diese palmaditas en la cabeza y se riese ante sus intentos de fuga, no significaba nada. Lo hacía para acercarse más a Polly, quizá para rozarse con ella, y Polly, que estaba tan ocupada en atender al perro, ni siquiera se daba cuenta de las intenciones de aquel granuja.

—No está mal —dictaminó al cabo el veterinario—. Teniendo en cuenta todo lo que ha pasado.

—Aguanta bien este veterano —comentó Polly, besando a Míster Bones entre los ojos—. Pero tiene el estómago deshecho. No quiero ni pensar en las cosas que se habrá tragado.

—Se pondrá bien cuando lleve una dieta ordenada. Y no se olvide de darle las pastillas antiparasitarias. Dentro de un par de semanas, seguramente empezará a notar una considerable mejoría.

Polly le dio las gracias y cuando tendió la mano a Burnside, Míster Bones no pudo dejar de observar que el señor
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Smooth
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la retuvo más tiempo del necesario.

—El placer ha sido mío —contestó a la cortés despedida de Polly.

Y entonces el perro sintió un repentino impulso de abalanzarse sobre el médico y morderle en la pierna. Polly se volvió para marcharse. Justo cuando abría la puerta, el veterinario añadió:

—Hable con June en el mostrador de recepción. Ella le dará cita para el otro asunto.

—Yo no quería —repuso Polly—. Pero mi marido se ha empeñado.

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