Tumbuctú (13 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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Pero no importaba. Acababa de llegar al planeta Henry y era consciente de que aún tardaría un tiempo en sentirse completamente a gusto. Al cabo de una semana de estar con el chico, ya empezaba a cogerle la onda, y de no haber sido por una mala pasada del calendario podría haber hecho inimaginables progresos. Pero el verano no era la única estación del año, y como se acercaba el momento de que Henry volviera al colegio, se acabaron de pronto los días tranquilos de pasear y hablar y soltar cometas en el parque. La víspera de empezar sexto, Henry hizo esfuerzos por permanecer despierto y se quedó tumbado en la cama con los ojos abiertos hasta asegurarse de que sus padres se habían dormido. Poco después de medianoche, cuando finalmente no hubo moros en la costa, bajó sigilosamente por la escalera de atrás, salió al jardín y se metió en la caja de cartón con Míster Bones. Abrazándolo, le explicó al perro que a partir de entonces las cosas iban a cambiar.

—Cuando salga el sol por la mañana —dijo Henry—, los buenos ratos se habrán acabado definitivamente. Qué idiota soy, Cal. Iba a encontrarte otro sitio, algo mejor que esta horrible caja y este asqueroso jardín, pero no lo he conseguido. Lo he intentado, pero nadie ha querido ayudarme, y ahora ya no tenemos tiempo. No tendrías que haber confiado en mí, Cal. Soy un fracasado. Un retrasado mental, un verdadero mierda. Todo lo estropeo. Siempre ha sido y será así. Eso es lo que pasa cuando se es un cobarde. Me da mucho miedo hablarle de ti a mi padre, y si se lo digo a mi madre a sus espaldas, ella se lo contará de todos modos, y eso sólo empeoraría las cosas.

Eres el mejor amigo que he tenido en la vida, y lo único que he hecho ha sido decepcionarte.

Míster Bones no tenía la más remota idea de lo que Henry quería decir. El muchacho sollozaba demasiado fuerte como para que sus palabras se entendieran, pero a medida que continuaba el torrente de sílabas ahogadas y palabras entrecortadas, cada vez estaba más claro que aquel arrebato no era un estado de ánimo pasajero. Ocurría algo malo, y aunque Míster Bones no podía imaginarse de qué se trataba, la tristeza de Henry empezó a afectarle y al cabo de unos minutos sintió la pena del muchacho como si fuese suya. Así son los perros. Quizá no siempre entiendan los matices de los pensamientos de sus amos, pero sienten lo que ellos sienten, y en este caso no cabía duda de que Henry Chow estaba bastante mal. Pasaron diez minutos, luego veinte, después treinta, y allí seguían el muchacho y el animal, apretujados en la caja de cartón, el chico con los brazos fuertemente enlazados en torno al perro, llorando a lágrima viva, y Míster Bones gimoteando solidariamente con él, alzando de cuando en cuando la cabeza para lamer las lágrimas del rostro del niño.

Finalmente, ambos se quedaron dormidos. Primero Henry, luego Míster Bones, y pese a lo sombrío de la ocasión, pese a lo angosto del alojamiento y a la escasez de aire que hacía difícil respirar dentro de la caja, el perro se animó con el calor del cuerpo que estaba junto a él, entusiasmado ante la perspectiva de no pasar otra noche solo y aterrorizado en la oscuridad. Por primera vez desde que se vio privado de Willy, durmió profundamente, sin que le inquietasen los peligros que le acechaban.

Empezó a amanecer. Una luz rosada se filtró por una juntura de la caja y Míster Bones se removió, tratando de soltarse de los brazos de Henry para estirarse un poco. Siguieron unos momentos de forcejeo, pero a pesar de los bruscos movimientos del perro, el niño siguió durmiendo, totalmente ajeno a la conmoción. Era notable la facilidad de los niños para dormir, pensó Míster Bones, colocándose finalmente en una posición en la que podía flexionar los agarrotados músculos, pero todavía era temprano —las seis un poco pasadas—,
y
teniendo en cuenta lo cansado que debió de dejarle su acceso de llanto de la noche anterior, seguramente era lógico que Henry siguiese dormido como un tronco. El perro observó en la oscilante penumbra la cara del niño —tan suave y redonda comparada con la prehistórica y barbuda jeta de Willy—, viendo cómo pequeñas burbujas de saliva se le desprendían de la lengua y se le juntaban en la comisura de los labios. El corazón de Míster Bones rebosó de ternura. Mientras Henry estuviera con él, pensó, no le importaría quedarse en aquella caja para siempre.

Diez segundos después, un fuerte ruido sacó a Míster Bones de su ensoñación. El estrépito le sacudió como un estallido, y antes de que pudiera atribuirlo a un pie humano que golpeaba la parte exterior de la caja, Henry abrió los ojos y se puso a gritar. Luego la caja empezó a elevarse del suelo. Un torrente de luz matinal inundó a Míster Bones, y por unos momentos pareció que se había quedado ciego. Oyó que un hombre gritaba en chino, y luego, un instante después, la caja volaba por el aire en dirección al sembrado de rábanos de Henry. Vestido con una camiseta sin mangas y unos calzoncillos azules, el señor Chow se erguía sobre ellos, y las venas de su delgado cuello se hinchaban a medida que proseguía la retahila de palabras incomprensibles. Agitaba el dedo el aire, señalando una y otra vez a Míster Bones, y el perro le ladraba a su vez, confuso por la intensidad de la rabia de aquel hombre, por el sonido del llanto de Henry, por el súbito caos de toda la histérica escena. El hombre arremetió contra el perro, pero Míster Bones retrocedió ágilmente, manteniéndose a prudente distancia. Entonces el hombre se lanzó sobre el chico, que ya intentaba escapar metiéndose por el hoyo de debajo de la cerca, y como el niño no fue lo bastante rápido o había iniciado demasiado tarde la maniobra, su padre no tardó mucho en ponerle en pie de un tirón al tiempo que le daba un cachete en la nuca. Para entonces, la señora Chow también había aparecido en el jardín, saliendo como una tromba por la puerta de atrás vestida con un camisón de franela, y mientras el señor Chow seguía gritando a Henry y el muchacho continuaba emitiendo sus agudos chillidos de soprano, ella pronto incorporó sus propias quejas al barullo, desahogándose con su marido y su hijo. Míster Bones se retiró a la otra esquina del jardín. Entonces ya sabía que todo estaba perdido. Nada bueno podía salir de aquella refriega, al menos en lo que a él se refería, y por mucha lástima que sintiera por Henry, más pena sentía por sí mismo. La única solución era largarse de allí, levantar el campo y salir zumbando.

Esperó hasta que el hombre y la mujer empezaron a arrastrar al niño hacia la casa. Cuando se aproximaban a la puerta trasera, Míster Bones cruzó corriendo el jardín y pasó por el hoyo de debajo de la cerca. Se detuvo un momento, esperando que Henry desapareciera por la puerta. Pero justo cuando iba a entrar, el niño se soltó de sus padres, se volvió hacia Míster Bones y, con aquella voz suya angustiada y desgarradora, gritó:

—¡Cal, no me dejes! ¡No me dejes, Cal!

Como en respuesta a la desesperación de su hijo, el señor Chow cogió una piedra del suelo y se la tiró a Míster Bones. Instintivamente, el perro retrocedió de un salto, pero nada más hacerlo se sintió avergonzado de sí mismo por no haberse mantenido firme. Miró cómo la piedra repiqueteaba en la cerca metálica sin hacer ningún daño.

Luego se despidió con tres ladridos, esperando que el muchacho comprendiera que estaba tratando de hablar con él. El señor Chow abrió la puerta, la señora Chow metió dentro a Henry de un empujón y Míster Bones echó a correr.

No tenía idea de adonde se dirigía, pero era consciente de que no podía parar, de que tenía que seguir corriendo hasta que las patas le flaquearan o el corazón le estallara en el pecho. Si le quedaba alguna esperanza, una mínima posibilidad de sobrevivir unos días más, por no decir unas cuantas horas, entonces tendría que largarse de Baltimore. En aquella ciudad se juntaba todo lo malo. Era un lugar de muerte y desesperación, de gente que odiaba a los perros y de restaurantes chinos, y por un pelo no había acabado como un aperitivo fraudulento en un envase blanco de comida para llevar. Lo sentía por el chico, desde luego, pero teniendo en cuenta la rapidez con que Míster Bones había tomado cariño a su joven amo, era sorprendente lo poco que le había disgustado marcharse. La caja de cartón sin duda tenía algo que ver con ello. Las noches pasadas allí habían sido casi insoportables, ¿y de qué servía un hogar si uno no se sentía a salvo en él, si le trataban como a un paria precisamente en el sitio que debía servirle de refugio? No estaba bien encerrar a una criatura de Dios en una caja oscura. Eso es lo que hacían cuando la gente se moría, pero si uno estaba vivo, si aún le quedaba una pizca de energía, por respeto a sí mismo y a lo más sagrado no debía someterse a tales vejaciones. Estar vivo era lo mismo que respirar; respirar quería decir aire libre; y aire libre significaba cualquier sitio que no fuese Baltimore, Maryland.

4

Siguió corriendo durante tres días, y en todo ese tiempo apenas paró a dormir ni buscar comida. Cuando acabó por detenerse, Míster Bones se encontraba en alguna parte al norte de Virginia, tumbado en un prado a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste del jardín de los Chow. A doscientos metros frente a él, el sol se ponía detrás de un robledo. Media docena de golondrinas revoloteaban de un lado para otro a media distancia, casi rozando el campo mientras surcaban el aire en busca de mosquitos, y a su espalda, en la penumbra de las ramas, los pájaros cantores gorjeaban los últimos estribillos antes de irse a dormir. Allí tumbado entre la alta hierba, con el pecho palpitante y la lengua colgando, Míster Bones se preguntó qué pasaría si cerraba los ojos, y en caso de que llegara a hacerlo, si podría abrirlos otra vez por la mañana. Así de cansado y hambriento, así de confuso estaba por los rigores de su maratoniana marcha. Si se quedaba dormido, le parecía perfectamente posible que no volviera a despertarse más.

Contempló el sol, que seguía hundiéndose detrás de los árboles, haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos mientras la noche caía a su alrededor. No resistió más de unos minutos, pero incluso antes de que el cansancio ganara la partida, Míster Bones ya tenía la cabeza llena de recuerdos de Willy, breves imágenes de los lejanos días de Lucky Strike y aros de humo, de las gracias y payasadas de su vida en común en aquel mundo tan alejado en el tiempo. Era la primera vez desde la muerte de su amo que estaba en condiciones de pensar en tales cosas sin sentirse machacado de dolor, la primera vez que entendía que la memoria era un lugar, un sitio de verdad al que se podía ir, y que pasar unos momentos entre los muertos no era necesariamente malo, que podía ser en cambio una fuente de gran consuelo y felicidad. Entonces se durmió, y Willy siguió allí con él, vivo de nuevo en todo su grotesco esplendor, haciéndose pasar por ciego mientras bajaba las escaleras del metro guiado por Míster Bones. Fue aquel ventoso día de marzo de cuatro años y medio antes, recordó, aquella divertida tarde de grandes ilusiones y truncadas esperanzas, cuando se dirigieron a Coney Island para que tío Al conociese la Sinfonía de Olores. Willy se había puesto un gorro de Santa Claus para señalar la ocasión, y con los elementos de la Sinfonía metidos en una enorme bolsa de basura, que se había echado al hombro y le obligaba a caminar encorvado, cualquiera le habría confundido con la versión ajumada del mismísimo Papá Noel. Era cierto que las cosas no marcharon muy bien una vez que llegaron allí, pero eso fue únicamente porque tío Al estaba de mal humor. No era su tío de verdad, claro está, sólo un amigo de la familia que había ayudado a los padres de Willy cuando llegaron de Polonia, y únicamente por una antigua lealtad a
Mamá-san y
su marido consentía que Willy y Míster Bones merodearan por su tienda. En realidad, Al no tenía mucho trabajo en la tienda de artículos de broma, y como cada vez iban menos clientes a comprar, había algunos objetos languideciendo en los estantes desde hacía diez, doce e incluso veinte años. Entonces no era más que una tapadera para sus otras actividades, la mayor parte ilegales, algunas no tanto, y si el turbio y embaucador Al no hubiese sacado buenas ganancias con fuegos artificiales, apuestas clandestinas y tabaco robado, habría cerrado para siempre aquel comercio polvoriento sin pensarlo dos veces. Sabe Dios qué chanchullo le habría salido mal aquel ventoso día de marzo, pero cuando Willy entró cargado con su Sinfonía de Olores y se puso a hablar atropelladamente de que tío Al y él se iban a hacer millonarios con su invento, el dueño de Yupilandia USA hizo oídos sordos a los argumentos de su falso sobrino.

—Estás mal de la cabeza, Willy —sentenció tío Al—. Como una puta cabra, ¿sabes?

E inmediatamente lo puso de patitas en la calle con su bolsa de basura llena de olores desagradables y laberintos plegables de cartón. Como no pensaba desistir ante un poco de escepticismo, Willy no perdió el entusiasmo y se dispuso a construir la Sinfonía en la acera, resuelto a demostrar a tío Al que efectivamente había encontrado una auténtica maravilla. Pero hacía viento aquel día, y en cuanto Willy metió la mano en la bolsa y empezó a sacar los diversos elementos de la
Sinfonía n.º 7
(toallas, esponjas, jerséis, chanclas, envases de Tupperware, guantes), el vendaval se apoderó de ellos y los lanzó a la calle, desperdigándolos en diversas direcciones. Willy echó a correr para recuperarlos, pero en cuanto la soltó, la bolsa también salió volando, y pese a toda su pretendida amabilidad hacia la familia Gurevitch, tío Al se quedó plantado en la puerta riéndose a carcajadas.

Eso fue lo que había pasado cuatro años y medio antes, pero en el sueño que Míster Bones tuvo aquella noche en el prado, Willy y él no llegaron a salir del metro. No cabía duda de que se dirigían a Coney Island (de ello daba fe el gorro rojo y blanco de Santa Claus, la repleta bolsa de basura, el arnés de lazarillo amarrado al pecho de Míster Bones), pero mientras que en la realidad el vagón de metro iba lleno hasta los topes, esta vez Willy y él viajaban solos, eran los dos únicos pasajeros que iban hasta el final de la línea. En cuanto se dio cuenta de la diferencia, Willy se volvió hacia él y dijo:

—No te apures, Míster Bones. No es entonces, es ahora.

—¿Y qué significa eso? —respondió el perro, y con tanta naturalidad le salieron las palabras, con tal claridad fluyeron de una capacidad antigua y enteramente demostrada de hablar cuando tenía algo que decir, que Míster Bones no se asombró lo más mínimo del milagro que acababa de ocurrir.

—Significa que lo estás haciendo todo mal —dijo Willy—. Salir corriendo de Baltimore, andar deprimido por estúpidos prados, muñéndote de hambre sin razón alguna. No es eso, amigo mío. Como no encuentres otro amo, estás perdido.

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