—¿Limpia? —pregunté. No entendía el término.
—Sí, cuya existencia no conste, que no esté registrada, y sobre todo que no se haya empleado en ningún delito. Ya te digo, por si acaso. —Miquelín tenía bien presente el acaso, como todos los toreros, supongo.
—¿Por si acaso qué, Miquelín?
—Por qué va a ser, chiquillo. ¿Tú lo oyes, Eulogio? —Y soltó otra carcajada, me debía de ver como a un pardillo, lo era en estas cuestiones—. Porque si te echas una pistola al bolsillo siempre puedes acabar disparándola. Tú le vas a dar sólo un susto a alguien, vale, pero nunca sabes cómo va a tomárselo el otro. A lo peor no se asusta, y entonces tú qué, qué haces.
—Ya. ¿Y de dónde saco yo una pistola así? —Yo sabía que el Maestro tenía armas, desde luego de caza para cuando se iba a su finca de Cáceres, allí pasaba temporadas. Y quizá también de las otras, como casi todos los que han hecho buen dinero, de las cortas que para cazar no valen. Pero lo más probable era que las tuviera todas en regla, por lo tanto ninguna limpia del todo.
—Yo te la presto, hombre, lo mismo que te habría prestado la espada o lo que quisieras. Pero dónde ibas a llevar tu una espada, hombre, eso además, vaya ocurrencia. La pistola te cabe en el bolsillo. —Tampoco había pensado en eso, en que yo no tenía un abrigo con una funda a la espalda, ni siquiera una gabardina. Y no estaba el tiempo para abrigos. Y Miquelín añadió—: Venga ahora mismo. Eulogio, anda, niño, hazme el favor, tráeme la Llama de mi padre. Y también la otra, el revólver.
—¿Dónde las tienes ahora? —le preguntó Cazorla.
—Están ahí en la biblioteca, detrás de Las mil y una noches y un poco más a la izquierda, son varios tomos marrones. Anda, búscamelas y tráetelas para acá.
El apoderado salió de la habitación (me pregunté qué biblioteca tendría el Maestro, separada del salón, nunca la había visto durante las viejas timbas; pero era bastante leído, como más de un torero), y al cabo de poco rato volvió con dos cajas o bultos envueltos en paños y se los puso a Miquelín delante, encima de la mesa baja.
—A ver, tráete unos guantes para Jacobo, si me eres tan amable, Eulogio. Más vale que no les plantes los dedos, si vas a utilizar una de ellas —me dijo a mí—. Se te puede olvidar luego limpiarla, como no tienes costumbre.
Cazorla seguía tan servicial como lo recordaba, su admiración por el Maestro era infinita, a la devoción se acercaba. Volvió a salir y en seguida regresó con un par de guantes blancos, como de maître o de mago. Eran de tela fina, me los puse, y entonces Miquelín desenvolvió los bultos con cuidado, casi con solemnidad, quizá no tanto porque fueran armas cuanto porque habían pertenecido a su padre. Muchos padres que habían pasado la Guerra guardaban algún arma, reglamentaria o no, también el mío, yo sabía que tenía una Star o una Astra, una de las que se fabricaban en Eibar. Pero nunca se la había visto y no era cuestión de preguntarle ahora ni de ponerse a revolver en su casa. 'Se la debió de jugar durante la postguerra', pensé, 'por conservarla y no rendirla. Siendo de los vencidos. Y habiendo estado en la cárcel.' El padre de Miquelín, por fuerza mayor que el mío, podía haber sido de los vencedores, pero nunca habíamos hablado de eso, ya no importaba. Tampoco habíamos hablado nunca de nada serio, ni personal, para el caso. Las amistades madrileñas son en verdad originales, a menudo inexplicables.
—¿Puedo cogerlas ahora? —le pregunté. Eran bonitas, el revólver con su culata de madera, estriada, la pistola formando casi ángulo recto.
—Espera un poco —me dijo—. Eran de mi padre, las dos, así que no están fichadas por los mangantes de ahora, si me las pillaran se las venderían. El revólver es de antes de la Guerra, creo. Inglés, un Enfield. Se lo regaló un escritor inglés que se aficionó una temporada a los toros y mi padre convenció a su matador para que lo dejara ir con la cuadrilla en los viajes. Quería escribir algo desde cerca, tenía un personaje fijo que se llamaba Biggles, de una serie, creo que era aviador, y en una de las novelas pensaba enviarlo a correr aventuras a España. Mi padre me lo contaba orgulloso, porque por lo visto el tal Biggles era muy famoso en su patria. —Allí estaba la palabra, 'patria'; quizá no significaba tanto, Miquelín no le había dado ningún énfasis, acaso porque no se había referido a la propia, a la nuestra—. La pistola es de después, una Llama, española, automática. El revólver carga seis balas, la Llama diez. Eso te va a dar lo mismo en principio, si no prevés dispararla. Y si no te queda más remedio, tienes de sobra en ambos casos: si no te bastaran es que ya estás muerto. Con un cargador te vale, para la pistola. Aquí están las municiones. Bien conservadas, con aceite, todo funciona, como me enseñó mi padre. La pistola se te puede encasquillar, como todas. Pero en cambio mira lo que abulta el revólver, con el tambor, y el cañón tan largo. Yo creo que te irá mejor la Llama. ¿No te parece, Eulogio, que para un susto le va mejor la pistola? —Miquelín manejaba con soltura las dos armas.
—Lo que tú digas, Miguel. Tú serás el que más entienda —se limitó a contestar Cazorla encogiéndose de hombros.
—¿Sabes usarla? —me preguntó Miquelín entonces—. ¿Sabes cómo funciona? ¿Has tenido alguna en la mano?
—En la mili —respondí—. Luego ya nunca más. —Y pensé en lo raro que era eso, o en lo nuevo. Debió de haber muchas épocas en las que lo insólito fuera que un burgués no dispusiese de algún arma en su casa, y la guardase a mano.
—Lo primero, Jacobo: nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar. Siempre por encima del guardamonte, ¿de acuerdo? Aunque la pistola no esté montada. Y aunque no esté cargada.
Iba a preguntarle qué era el guardamonte, me sonaba a palabra antigua, claro que también Miquelín iba siendo ya antiguo, una reliquia, lo mismo que su generosidad. Pero no hizo falta, porque en seguida él me lo mostró y vi dónde colocaba el índice. A continuación me pasó el arma, para que yo hiciera el gesto, o lo imitara. No me acordaba de cuánto pesaba una pistola, en las películas las sostienen como si fueran dagas. Hay que hacer esfuerzo con el brazo para levantarla. Más aún para mantenerla en alto apuntando.
Y entonces el Maestro me enseñó a manejarla. No sé, creo que a aquellas alturas ya tenía asumido el dictamen de Wheeler de que los individuos llevan sus probabilidades en el interior de sus venas y todo eso, y estaba más o menos convencido de saber aplicármelo a mí mismo; creía conocer bien las mías de antemano, aunque no tanto como debía de conocer él las suyas, que además contaba con el factor de su mucho más larga experiencia: él había dispuesto de más tiempo que yo, de mayores tentaciones y más variadas circunstancias para conducir esas probabilidades a su cumplimiento; había vivido e intervenido en guerras, y es en ellas donde se puede ser más persuasivo y encerrar más peligro y hacerse más ruin que los enemigos; donde se puede sacar más provecho de la mayoría de la gente, que según él era tonta y frívola y crédula, y en la que resultaba fácil prender un fósforo que diera lugar a un incendio; donde mejor y más impunemente puede hacerse caer a otros en la odiosa y destructiva desgracia de la que jamás se sale, y así convertir a esos sentenciados en bajas, en no-personas, en talados árboles de los que rebañar leña podrida; y también es el tiempo más propicio para esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, y para poner muchas veces en marcha el proceso de la negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas...
Oh sí, uno no es nunca lo que es —no del todo, no exactamente— cuando está solo y vive en el extranjero y habla sin cesar una lengua que no es la propia o la del principio; pero en su país no lo es tampoco cuando está en una guerra o cuando lo dominan la ira o la obstinación o el miedo: uno se siente hasta cierto punto irresponsable de lo que haga o presencie, como si todo perteneciera a una existencia provisional, paralela, ajena o prestada, ficticia o casi soñada —o quizá es teórica como mi vida entera, según el informe sin firma del viejo fichero que me concernía—; como si todo pudiera ser relegado a la esfera de lo imaginado tan sólo y jamás ocurrido, y desde luego de lo involuntario; todo echado a la bolsa de las figuraciones y de las sospechas e hipótesis, y aun a la de los meros y desatinados sueños, tras los cuales siempre cabe decirse, una vez despierto: 'No, yo no quería que apareciera ese deseo anómalo o ese odio mortífero o ese remordimiento infundado, esa tentación o ese pánico o ese afán punitivo, esa amenaza ignorada o esa maldición sorprendente, esa aversión o esa añoranza que ahora pesan todas las noches como plomo sobre mi alma, esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, esos rostros ya muertos y para siempre configurados que pactaron conmigo no tener más mañana (sí, ese es nuestro pacto con los que se callan y son expulsados: que no hagan ni digan más, que desaparezcan y ya no cambien) y que ahora vienen a susurrarme palabras temibles e inesperadas y quién sabe si aun impropias de ellos o ya no tanto, mientras yo estoy dormido y he abandonado la guardia: he dejado sobre la hierba mi escudo y mi lanza'. Y además uno puede repetirse infinitas veces las inquietantes palabras de Yago, no ya sólo después, sino durante sus actos: 'I am not what I am. Yo no soy lo que soy'. Y de la misma manera que el que encarga un crimen, o el que amenaza con uno, o el que se destapa miserias exponiéndose a un chantaje, o el que compra a escondidas —el cuello del abrigo alzado y la cara siempre en sombras, nunca enciendas un pitillo—, le advierten al asesino a sueldo o al amenazado o al chantajista posible o a la conmutable mujer ya olvidada en el deseo y que aun así nos da vergüenza: 'Ya lo sabes, a partir de ahora no me has visto nunca, no sabes quién soy, no me conoces, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada, para ti no tengo rostro ni voz ni aliento ni nombre, ni siquiera nuca o espalda. No han tenido lugar esta conversación ni este encuentro, lo que ocurre aquí ante tus ojos no ha sucedido, no está pasando, ni estas palabras las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'; así, del mismo modo puede uno decirse: 'Yo no soy lo que soy ni lo que veo que hago. Es más, ni siquiera lo hago'.
Lo que no tenía tan asumido, o simplemente ignoraba, es que lo que uno haga o no haga pueda depender no sólo del tiempo, las tentaciones y las circunstancias, sino de tonterías y ridiculeces, del pensamiento azaroso y superfluo, de la duda o el capricho o de un estúpido arranque, de las asociaciones inoportunas y del tuerto olvido o los volubles recuerdos, de la frase que te condena o del gesto que te salva.
Así que allí iba yo a la mañana siguiente —el día amenazaba lluvia— con mi pistola prestada en el bolsillo de la gabardina, dispuesto a hacer algo definitivo y sin saber qué exactamente, aunque sí aproximadamente y lo que quería sacar en limpio: había que quitar a Custardoy de en medio, o sacudírselo de encima, o sacarlo fuera del cuadro; no tanto del mío, que no era más que un chafarrinón entonces o tal vez un esbozo inconcreto —'Estás muy solo ahí en Londres', como me decía Wheeler—, cuanto del de Luisa y los niños, que era en el que aquel individuo malsano se andaba colando y quizá estaba a punto de instalarse para muy largo tiempo, o en todo caso el suficiente para resultar una enfermedad y un peligro. De hecho ya lo era, llevaba ya demasiado acechando o rondando el marco y efectuando incursiones en la tabla o el lienzo, y a Luisa le había puesto la mano encima y el ojo morado y le había producido un corte o un chirlo, lo segundo me lo habían contado y lo primero lo había visto, y nada le impediría cerrar sus manos grandes sobre su cuello —aquellos dedos de pianista, o eran más bien como teclas— una noche de lluvia y encierro más adelante, cuando ya la hubiera sojuzgado y aislado y le hubiera deslizado poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un tipo envenenado y despótico, el hombre torcido. Ahora veía muy claro que yo no quería tener la suerte ni la desgracia de que Luisa muriera o de que la mataran (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia), que no podía permitírmelo porque lo de la realidad no tiene vuelta y jamás puede ser deshecho, ni siquiera quizá compensado, en contra de lo que la mayoría cree (y al muerto desde luego no hay nunca manera de compensarle su muerte, y acaso tampoco a sus vivos, que sin embargo hoy piden dinero tantas veces, poniéndole así precio a la gente cuando ya ha dejado de pisar la tierra o de cruzar el mundo).
No podía evitar tocar la pistola mientras caminaba, e incluso agarrarla, como si me llamara la culata o necesitara acostumbrarme a su peso y a su tacto y a sostenerla en la mano, a veces la alzaba un poco, siempre dentro del bolsillo, y si la empuñaba del todo llevaba buen cuidado de mantener el dedo sobre el guardamonte y no rozar el gatillo, como me había recomendado Miquelín aunque el arma no estuviera montada. 'Qué fácil debe de ser usarla', iba pensando, 'una vez que uno dispone de ella. O más bien qué difícil no usarla, aunque sólo sea para apuntar y amenazar con ella y para que se la vean a uno. Disparar ya costará mucho más, eso es seguro, pero en cambio pide ser blandida y parecería imposible no complacerla. Quizá las mujeres se resistirían más, pero para un hombre es como tener un juguete que tienta, no deberían estar nunca en poder nuestro, y sin embargo la mayoría de las que se fabrican o se heredan o existen van a parar a nuestras manos, rara vez a las de ellas más cautas.' También tenía cierta sensación vanidosa de invulnerabílidad, o era que al cruzarme con la gente iba pensando: 'Soy más peligroso que ellos en estos momentos y no lo saben, y si alguien se me pusiera chulo o intentara atracarme se podría llevar un buen susto, si yo sacara la pistola probablemente se achantaría o tiraría la navaja y saldría corriendo', y me acordé del momentáneo engreimiento que me había asaltado tras descubrir el miedo que le había infundido a De la Garza sin querer, en su despacho ('Ya puede usted sentirse satisfecho: lo tenía cagado', me había dicho luego el Profesor Rico, sin remilgos ni onomatopeyas). Y también recordé que acto seguido me había repugnado sentirme halagado por tal cosa, lo había juzgado impropio de mí, del que yo era y había sido, de mi rostro presente y de mi rostro pasado, que quizá estaban cambiando con el mañana que ya había llegado. 'Presume not that I am the thing I was. No presumas que soy lo que fui', cité para mis adentros mientras avanzaba. 'I have turn'd away my former self. He dicho adiós a mi antiguo yo, o le he dado la espalda, o de él me he apartado. Cuando oigas que soy como he sido, acércate a mí, y serás como fuiste. Hasta entonces te destierro, bajo pena de muerte, a mantenerte a distancia de nuestra persona...' Eran las palabras del Rey Enrique V nada más ser coronado, muchos años antes de que se mezclara de incógnito una noche con sus soldados, la víspera de la batalla de Agincourt, con todos los elementos en contra y arriesgándose mucho a ser mal juzgado, o, como le dice uno de sus soldados sin saber que es con su Rey con quien habla, a verse en aprietos para rendir cuentas si no es buena causa la de su guerra. Aquellas eran las palabras inesperadas del que hasta hacía muy poco había sido Príncipe Hal, disoluto, juerguista y mal hijo, dirigidas a su aún reciente compañero de farras, el ya anciano Falstaff al que ahora negaba: 'I know thee not
,
old man. Yo no te conozco, viejo', basta con una frase así para abjurar de cuanto se ha vivido hasta entonces, de los excesos y la falta de escrúpulos, del abuso y de la pendencia, de los prostíbulos y las tabernas y los inseparables amigos, aunque éstos le digan suplicantes a uno, como Falstaff a su querido Príncipe Hal cuando éste apenas había abandonado ese nombre para convertirse en rígido Rey Enrique sin ya posible vuelta atrás ni retorno: 'My sweet boy. Mi dulce niño'. Pero palabras como esas no sólo sirven para enmendarse y dejar atrás una vida licenciosa o de roué avant la lettre, de calavera o bala perdida, sino que asimismo valen para anunciar otras sendas y otros giros o metamorfosis: también yo podía decirles a Luisa y a Custardoy mentalmente, y decirme a mí mismo mientras caminaba: 'No presumas que soy lo que fui. He dicho adiós a mi antiguo yo. Llevo una pistola y encierro peligro, ya no soy quien jamás dio miedo a nadie sabiéndolo, sino que no soy lo que soy, como Yago, o estoy empezando a no serlo'.