Y en efecto vi a mi padre, y a mis hermanos y a unos pocos amigos, y fui a librerías de viejo y paseé. A uno de aquellos libreros le compré un regalo para Sir Peter, un gran libro de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil, vi que se reproducían unos cuantos con el mismo motivo de lo que en su país se llamó
'careless talk'
o 'conversación imprudente', con advertencias muy similares, a mí me sonaba haber visto algunos españoles con anterioridad y a él no, le gustaría conocer el precedente y a la señora Berry también. Tenía que ir a visitarlo sin falta, nada más regresar. Y volví por aquella zona, por la de Custardoy, y miré el portal de su casa o estudio de la calle Mayor desde la acera de enfrente una mañana. El portal seguía cerrado, luego era posible que no hubiera portero o que tuviera horarios breves o perezosos o excéntricos. Finalmente había decidido no preguntarle en todo caso, si coincidía con él: más valía que nadie me viera ni me pudiera identificar, menos aún asociar con Custardoy. Si me interesaba a cara descubierta por aquel copista y falsificador, podía quedar ya vendido según lo que después se diera entre él y yo, nunca se sabe cuando dos hombres se encaran y además discuten, cuando uno intenta sacarle algo al otro, o exigírselo, u obligarlo o convencerlo o disuadirlo o ahuyentarlo. Desde el lateral de la abominable Almudena miré hacia arriba, hacia los balcones, en la peregrina idea de tener la gran suerte de que mientras yo estaba allí Custardoy fuera a asomarse al suyo, lo reconocería por la coleta y por la desganada descripción de Cristina, y sabría entonces, sin más esfuerzo ni indagación, en qué piso trabajaba o vivía. Había balcones en los tres primeros pisos y en el cuarto sólo ventanas, parecía un poco abuhardillado. Los balcones del que quedaba sobre el enorme portón eran de piedra, con columnitas, los de los dos siguientes de hierro forjado con filigranas, todos con contraventanas de tablillas que estaban abiertas, señal de que todo estaba habitado y ningún vecino ausente o de viaje, Custardoy en la ciudad. Observé cada balcón y cada ventana, tratando de asimilar —más que de imaginar, eso me parecía un ejercicio desagradable y superfluo— que tras alguno de ellos Luisa y Custardoy se encontraban y se acostaban, reían y hablaban, se relataban su día, quizá discutían y él le soltaba un guantazo en la mejilla con la mano abierta o un puñetazo en el ojo con la mano cerrada. Tenía que ser iracundo aquel individuo, o tal vez no, tal vez era frío y lo hacía con cálculo, para advertirle pronto, y para recordarle, de qué y de cuánto era capaz. Y podía ser que alguna noche mi mujer saliera por aquel historiado portal que tenía enfrente, tiritando de miedo y de excitación, espantada y a la vez cautiva. No, no me gustaba aquel tipo, cuanto sabía de él y cuanto imaginaba.
También me dio por acercarme por las mañanas al Museo del Prado, antes de cualquier otro paso y nada más desayunar, no tenía más que cruzar una calle desde mi hotel. No era sólo que lo disfrutara y que ahora llevara mucho tiempo sin asomarme al lugar. También tenía presente la frase de mi cuñada Cristina relativa a Custardoy: '...a veces le encargan cuadros del Prado y se pasa allí las horas muertas, estudiando y copiando'. De modo que lo primero que hice, el primer día que entré en el Museo y antes de dirigir mi vista hacia pintura alguna, fue recorrerlo de arriba abajo y de punta a punta fijándome en cuantos copistas trabajaban allí, buscando a un hombre de unos cincuenta años, con coleta en el pelo y éste echado hacia atrás, dispuesto a pasarse las horas muertas delante de algún cuadro por él no elegido, bueno, regular o malo. No hace falta dedique no vi a ninguno de esas características, sino que aún es más, la mayoría eran mujeres bastante jóvenes, aunque no todas tanto como para ser estudiantes de Bellas Artes sin excepción. Quizá sea uno más de los oficios de los que la población femenina se ha apropiado y hace bien, el de copista como el de restaurador. Tampoco el segundo día vi a nadie así. Hice el mismo recorrido previo, aunque ya con menos fe o superstición: esa tarea es tan lenta que lo más probable era que allí siguieran sólo los de la jornada anterior, como así me pareció; habría sido una casualidad extraordinaria que Custardoy diera comienzo a una de sus copias o falsificaciones entonces, justo en aquella fecha en la que yo estaba allí, y tan alerta. Eso no me fue obstáculo, sin embargo, para mantener la costumbre en mis posteriores visitas, y antes de nada recorría siempre a buen paso todas las salas, mirando con detenimiento a las personas —no muchas— que, sentadas ante sus caballetes o alguna de pie, se afanaban en reproducir lo que tenían ante sus ojos, lo ya existente, y por lo general mejor pintado varios siglos atrás.
Al quinto día me levanté a las tantas, tras una noche de relativa farra con viejos amigos de la ciudad, y sólo me acerqué al Prado, por tanto, hacia la una del mediodía, unas dos horas más tarde de lo habitual. Quería mirar algunas salas de italianos que hacía años que no veía, y como los responsables de ese Museo tienen la ridícula manía de cambiarlo todo de sitio cada poco tiempo —como si rigieran un supermercado— preveía que me llevaría un rato dar con la actual ubicación de aquellos cuadros, prescindí de mi caminata preliminar o inspección de los copistas. Y fue allí y entonces, en una de aquellas salas grandes y alargadas del piso de abajo, cuando al pasar vi a un sujeto con breve coleta de piratería o taurina que no estaba copiando nada, pero que tomaba notas o hacía esbozos a lápiz delante de una pintura, en un cuaderno de apreciable tamaño, aunque no tanto como para no poder sujetarlo con la otra mano. El hombre estaba de pie, bastante cerca del óleo y por lo tanto de espaldas a mí o a cualquiera que no se hubiera puesto a su altura o hubiera decidido entorpecer su visión. Yo estaba en mi derecho práctico a ambas cosas, no son pocas las ocasiones en que hoy en día los turistas groseros —casi una redundancia— o los groseros nativos de cualquier ciudad se interponen sin la menor paciencia ni miramiento entre un cuadro y su espectador, y aun le dan a éste un par de codazos escasamente disimulados para que se aparte y ocupar su sitio más centrado, el estilo del mundo del que hablaba Tupra se ha hecho maleducado y en España más, aunque de hecho se trate de un fenómeno cuasi universal. Yo me mantuve a cierta distancia, y no sólo para no incurrir en eso. En principio lo observé desde detrás, pero así como a su derecha no había espacio sino un cordón y la pared lateral, a la izquierda del cuadro había una puerta alta y a la izquierda de ésta otro cuadro (eran los dos únicos de la pared del fondo), de modo que me desplacé precavidamente hacia aquel lado, para adquirir la mayor perspectiva posible de su perfil, procurando no entrar, eso sí, o lo mínimo, en su campo visual. En seguida comprendí que no debía preocuparme apenas por esto último, él estaba muy concentrado en el cuadro y en su cuaderno de dibujante, hacía oscilar los ojos del uno al otro con gran rapidez, sin atención para nada más, ni siquiera lo distraía el continuo tráfico de la turistada, eminentemente italiana allí (iban a admirar las obras de sus connacionales antiguos), la cual, curiosamente, no se empeñaba en agolparse donde estaba él y mirar lo que él miraba importunándolo, sino que, al verlo tan absorto y trabajador, seguía de largo sin detenerse ante aquel óleo, como si se sintiera intimidada por la figura inmóvil y tensa y estuviera dispuesta a cedérselo para su exclusivo y momentáneo usufructo. Vi que lucía bigote y patillas no muy largas, pero algo más de lo que hoy es normal, o quizá resultaban llamativas porque, así como su pelo era liso y rubiáceo en conjunto y sin visibles canas, esas patillas se veían rizadas y mucho más oscuras, casi negras pero también más entreveradas de blanco y gris, como si la vejez hubiera decidido empezar su tarea por los flancos, dejando la clara cúpula para después. Era bastante alto y delgado, quizá con un poco de acumulada cerveza en torno a la cintura, pero la impresión general era de un tipo enjuto y huesudo, y lo que lograba adivinar de los pómulos y la amplia frente acentuaba esa impresión, lo mismo que su mano derecha, la que mostraba activa y veloz, de dedos largos y fuertes como los de un pianista profesional; en realidad dedos como teclas que infunden temor. Al no poder mirarlo de frente, y no verle por tanto los ojos ni los labios ni la dentadura ni la expresión (la nariz sí, de perfil), me resultaba imposible interpretarlo, quiero decir de la manera en que lo hacía en el edificio sin nombre con tantos rostros famosos o desconocidos, a los que sin embargo casi siempre oía hablar, tanto en persona como en los vídeos. Por lo que alcanzaba a distinguir (lo más que se me ofrecía era el lado izquierdo, cuando fingía contemplar el otro cuadro separado del suyo por la elevada puerta y me atrevía a colocarme a su altura, protegido por la distancia), todo podía coincidir, o nada entraba en contradicción, con la perezosa pero a la postre precisa descripción que Cristina me había hecho de Custardoy. Le había preguntado por su aspecto sólo al final, cuando ella ya estaba cansada y con prisas por acabar. 'No sé', había contestado, 'un tipo huesudo o todo nervio, con una nariz larga como de cantante agitanado, ¿sabes Ketama?' (me sonaba que era un grupo musical semiflamenco), 'y unos ojos raros negros, no sé decirte en qué consiste, pero tienen algo raro, singular, poco grato para mí. A veces lleva bigote y a veces no, como que se lo afeita y se lo deja crecer o algo así, lo he visto con él y sin él.' '¿Y qué más? Dime más', la había instado yo, como me instaban a mí Tupra o Mulryan o Rendel o Pérez Nuix en las sesiones, uno más que los otros. 'Nada más. No sé. Ten en cuenta que lo conozco sólo de vista. Me lo he ido encontrando durante años aquí y allá, sé quién es y he oído hablar de él como de tanta otra gente (bueno, hasta lo de Luisa, ahora más). Pero nunca hemos sido presentados, que yo recuerde, jamás lo he tenido muy cerca ni he cruzado una palabra con él.' 'En algo más te habrás fijado', le había insistido yo, sabedor de que si uno estruja siempre acaba por salir eso, algo más. 'Bueno, ya te he dicho que siempre va con corbata, como si quisiera compensar la pinta algo bohemia que le dan la coleta y ese bigote a medio crecer con que lo he visto a veces un contraste, una originalidad. Viste muy correcto, muy clásico, aspira a ser elegante, supongo, no llega a tanto. Quizá eso le sea incompatible con la cara tan salaz que tiene, no sé cómo explicártelo, una de esas caras que despiden sexualidad, una exageración, puede que sea por eso por lo que tiene éxito en parte, se le huele. Nada más verlo de lejos, uno ya sabe por dónde va. Al menos siendo mujer. Te mira con descaro, te mide. Te repasa en un santiamén, de la cabeza a los píes, deteniéndose sin disimulo en los pechos y en el culo, si estás sentada en los muslos. Se lo he visto hacer con muchas mujeres en Chicote y en el Cock, hace años, según entraban; y alguna vez, a distancia, me lo ha hecho también a mí, le da lo mismo que vayas acompañada o no. No debí de atraerlo mucho o vio que a mí su estilo no me va, nunca se me aproximó en ningún local. Según dice Ranz, él sabe en seguida dónde hay una presa y dónde no, y aún más rápido sabe si le interesa hincarle el diente o si le da completamente igual.' Me había molestado pensar que en Luisa sí había visto una presa y que la habría calado al instante, nada más echarle el ojo, vista la actual situación. Y a continuación no había podido evitar preguntarme si también habría percibido lo mismo de haberse producido su encuentro cuando ella y yo estábamos juntos. El siguiente pensamiento había sido aún peor: no era imposible que se hubieran conocido antes de mi salida de casa y de mi marcha a Londres, antes de nuestra separación. Ya no aguanté pensar más, ahí lo dejé.
En el individuo del Prado no podía advertir nada de eso, quiero decir de su voracidad sexual, aunque su mirada estuviera atentísima a un cuadro que contenía a una mujer, a una madre. Tal vez la habría repasado también físicamente, antes de ninguna consideración artística o pictórica o incluso técnica. Acaso le habría provocado rechazo que la mujer figurara en la tabla con sus tres hijos pequeños; no tenía por qué ser así, sin embargo, si él era Custardoy, ya que Luisa le gustaba sin duda y era madre y tenía dos. (Claro que la mujer del cuadro era una matrona muy poco agraciada, mientras que Luisa se mantenía esbelta, y a mis ojos guapa y juvenil, a otros ojos ya no sé.) Lo que sí había advertido desde el primer instante era que vestía con chaqueta y corbata y que calzaba zapatos negros de cordones. Estos no serían de Grenson ni de Edward Green, pero eran sobrios y de buen gusto, sin suelas gruesas ni de goma, no cabía poner reparos a su indumentaria, si acaso que resultaba excesivamente convencional. Pero la coleta no lo era, en efecto, aunque desde hace años ya no sea infrecuente, o no del todo, ver a hombres luciéndola de cualquier edad (la edad ya no actúa como freno de nada, ha perdido todas las batallas contra la moda y la presunción). Le daba un aire rufianesco, era un adjetivo que le había aplicado Cristina con justeza, si él era él.
En alguna de mis pasadas, siempre a una distancia prudente para evitar que reparara en mí, logré vislumbrar que no me había equivocado al principio: hacía varios esbozos de las cuatro cabezas del cuadro y asimismo tomaba notas, las dos cosas a gran velocidad. Si era Custardoy era posible que le hubieran encargado una copia y que estuviera llevando a cabo un estudio preliminar. O bien, si era tan bueno como se decía, quizá no necesitaba ponerse frente a la pintura misma con un caballete y pinceles durante largas horas y larguísimos días, sino que le bastaba con aprehenderla y memorizarla (memoria fotográfica, tal vez) y con una buena reproducción en su taller, la verdad es que lo ignoro todo sobre las técnicas de copiar, no digamos de falsificar (una falsificación no prepararía en esta ocasión, nadie podría creerse que la pieza del Prado no fuese la auténtica y original).
No quería eternizarme, con todo, en su vecindad: cuanto más rato permaneciera como su sombra, más riesgo corría de que se diera la vuelta o girara la cabeza a su izquierda y me descubriera, si bien era sumamente improbable que me conociera o reconociera de fotos que Luisa podría haberle enseñado, o a lo mejor ni siquiera y no me había visto jamás. Así que me alejaba un poco y miraba brevemente otro cuadro,
Mícer Marsilio Cassoti y su esposa,
de Lorenzo Lotto, y luego volvía a acercarme, no quería que se me marchara de pronto y perderle yo entonces la pista; me apartaba algo más y le echaba una ojeada a un
Retrato de caballera
de Volterra, pero los ojos se me iban en seguida hacia el hombre de la coleta, no me atrevía a perderlo de vista más que unos segundos; me distanciaba de nuevo y observaba la
Santa Catalina
de Yáñez de la Almedina, con sus rojos y azules y la larga espada sobre la rueda de su martirio, y esa figura me entretenía, hasta el punto de alarmarme tras medio minuto de contemplación y regresar casi corriendo a las cercanías del cuadro de la madre y los niños. Entre idas y venidas y espera, tuve oportunidad de fijarme bien en él: era de tamaño mediano, metro y pico por uno, algo así, calculé; un retrato de grupo, familiar, según el cartel
Camilla Gonzaga, Condesa de San Segundo, y sus hijos,
del Parmigianino, cuyo apellido verdadero era Mazzola, leí, como el de un famoso futbolista de mi temprana infancia que se enfrentaba al Real Madrid de Di Stéfano y Gento, me pareció recordar que jugaba de delantero en el ínter de Milán. Sobre fondo muy oscuro, como negro, se recortaba la robusta Condesa, bien vestida, enjoyada sin exageración, sosteniendo en su mano derecha una copa dorada con incrustaciones que quedaba vagamente fuera de lugar, con tanto niño alrededor; o acaso no era tal copa, sino la gruesa borla de su cordón. Rayana en la gordura, o no tanto (una mujer ancha en todo caso), su expresión era muy ausente o nada vivaz, aunque hubiera en su mirada un vestigio de sosegada, casi indiferente determinación. Los ojos un poco bovinos y a punto de resultar saltones, las cejas demasiado delgadas y como si no fueran de pelo sino dibujadas, los labios más bien finos y en absoluto tentadores, quizá lo mejor que tenía era la muy lustrosa y rosada piel, sin una arruga, a la altura de las mejillas era como si le pudiera estallar. Lo que más sorprendía era su desentendimiento de los hijos, Troilo, Hipólito y Federico según el cartel; no estaba en modo alguno pendiente de ellos, no les dirigía una mirada ni los acariciaba ni tan siquiera le cogía la mano al de la derecha, teniéndola bien cerca de la suya izquierda, inerte. La Condesa era como una estatua estupefacta rodeada de otras estatuas absortas de menor tamaño, porque lo curioso era que los niños tampoco le prestaban a ella la menor atención, si bien dos de ellos se agarraban distraídamente al cordón de su vestido. Cada figura miraba hacia un lado distinto y siempre exterior, como si todas y cada una estuvieran mucho más interesadas por personas o elementos que se hallaban fuera del cuadro que por su madre y sus hermanos las unas, por sus hijos la otra, la central. El niño mayor de la izquierda era el menos agraciado y semejaba un hospiciano, un huérfano, en parte por el feo y drástico corte de pelo, en parte por la mohína expresión; el más pequeño tampoco parecía muy feliz ni afectuoso, tan sólo desprotegido, a punto de tirar del cordón de la madre como quien cede a un acto reflejo o simplemente habitual; al de la derecha, el más mono y con los ojos más despiertos, se lo diría completamente ajeno al grupo, como si quisiera salirse ya pronto de él, y también de su corta y paciente edad.