Y cree uno estúpidamente que se le guardarán raras ausencias, no en lo esencial pero sí en lo simbólico, como si no fuera infinitamente más fácil arrasar con los símbolos que con los hechos pasados y acaecidos, y éstos se suprimen o borran sin excesivo esfuerzo, basta con estar resuelto y sujetar las remembranzas. No cree uno que Luisa no vaya a tener un nuevo amor o un amante dentro de poco tiempo, no cree uno que no lo esté ya esperando sin saber que lo espera, o incluso buscándolo con el cuello erguido y la mirada alerta sin saber que busca, ni que no le haga ilusión pasiva la aparición previsible de quien aún carece de rostro y nombre y por tanto los encierra todos, los posibles y los imposibles, los soportables y los nauseabundos. Y sin embargo sí cree uno incongruentemente que a ese amor nuevo o amante no lo llevará Luisa con los niños a casa, ni a nuestra cama que ya es sólo suya, y que lo verá casi a escondidas como si el respeto hacia mi recuerdo aún reciente se lo impusiera o se lo implorara —un susurro, una fiebre, un rasguño—, como si ella fuera una viuda y yo fuera un muerto merecedor de duelo al que no se puede sustituir tan pronto, todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo, deja que lo que fue no haya sido. Cree uno que Luisa no admitirá así como así a ese hombre a nuestras costumbres y a nuestro retrato, que no permitirá que sea él de repente quien la ayude a preparar la cena —deja, ya haré yo las tortillas— y quien se siente junto a ella y los niños a ver un vídeo —nadie en contra de Tom y Jerry—, ni que sea él quien se asome de puntillas luego —estás rendida, ya voy yo, no te muevas— a apagar las luces de los dos cuartos, tras comprobar que mis niños se han dormido con un Tintín en las manos que se deslizó sin sobresalto hasta el suelo o con un muñeco sobre la almohada al que asfixiará el diminuto abrazo de los sueños simples.
Pero uno debe hacerse a la idea de que no hay ningún duelo ni tal respeto por nuestro recuerdo ni por lo que decidimos ahora erigir en símbolos tardíamente, entre otras razones porque Luisa no es viuda ni nos hemos muerto ni yo me he muerto, sino que no estuvimos lo bastante atentos y nada nos es debido, y sobre todo porque el tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños es ya muy otro que el nuestro, el suyo avanza sin incorporarnos y yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme, quizá ya nunca me ponga al día y siga sólo siempre la estela de ese tiempo mío. Pronto habrá un individuo a su lado encargándose de las tortillas y haciendo méritos cotidianos ante ella y ante los niños, disimulará su fastidio durante meses por no disponer para él solo de ella y a cualquier hora, se hará el paciente y el comprensivo y el solidario, y con medias palabras y preguntas solícitas y sonrisas de lástima retrospectiva cavará mi tumba aún más hondo, en la que ya estoy sepultado. Eso es lo previsible, pero quién sabe... Tal vez sea un sujeto desenfadado y risueño que la saque de juerga todas las noches y no quiera ni oír hablar de los niños ni pisar nuestra casa más allá de la entrada, ya vestido de farra y tamborileando en el quicio con mucho apremio; que la obligue a alejarse de ellos y a descuidarlos y la exponga a riesgos y la arrastre a excesos alegres semejantes a los que yo me permito aquí, no pocas veces... O también puede ser un tipo despótico y envenenado, que la sojuzgue y la aísle y le deslice poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un hombre torcido que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)... Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también acaba por cansarse de nosotros; en las casas en que habitamos y en las ciudades que nos consienten, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, en los restaurantes y en los paseos y en nuestras butacas y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos, en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, sólo soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para...
Miro por la ventana de mi apartamento amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca he visto, mientras cuelgo y descuelgo y marco y de nuevo cuelgo, miro la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza que se va despoblando de los seres activos y de los decididos pasos para que la vayan tomando durante un rato —un interregno— los inactivos con su paso errático que los conduce ahora hasta las papeleras y cubos en los que hunden sus cenicientos brazos rebuscando tesoros invisibles para nosotros o el fortuito salario de su jornada sobrevivida, cuando aún no es noche cerrada pero desde luego tampoco es día, o cuando todavía es hoy para los que regresan a casa o se visten de farra para abandonarla, pero ya es ayer para quienes van y vienen sin orientarse nunca. Alzo la vista para buscar y seguir mirando el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco, que se va guareciendo de la ceniza crepuscular del aire en sus interiores iluminados, para alejarme y no asimilarme al desorientado mundo de esos fantasmas que se sumergen hasta confundirse con los desperdicios; alzo la vista por encima del tráfico que ya se apacigua y de los mendigos sombra y de los rezagados —cinco o seis pisadas a la carrera y el salto al autobús de dos pisos sin puertas que casi arranca, los tacones de las mujeres rascan, corren serio peligro—; miro por encima y a través de los árboles y de la estatua hasta el otro extremo, donde están el elegante hotel y las oficinas enormes y las habitadas casas que albergan familias o no siempre familias, no siempre lo que yo era y a veces sí lo que soy ahora —'Seré más el que soy: seré más yo ahora', me digo;
'I'll be more myself',
cito para mis adentros: al estar y ser yo solo—; veo en ocasiones a quienes son mis iguales en un aspecto, personas que no viven con nadie y reciben a lo sumo visitas, y puede que se quede alguna a pasar una noche con ellas, como también sucede en mi apartamento, si es que en mí se repara desde algún observatorio.
Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales. No es un profesional que ensaye, en modo alguno, eso es seguro: suele estar vestido de calle, incluso a veces con corbata y todo, como si acabara de entrar por la puerta tras la jornada y su impaciencia le consintiera sólo desprenderse de la chaqueta y arremangarse (pero la norma es que vista jerseys elegantes o polos de manga larga o nikis de manga corta), y sus pasos de baile son espontáneos, improvisados, no carentes de armonía y gracia pero yo diría que sin mucha medida ni compás ni estudio, los que cada vez le inspira la música que yo no oigo y que acaso oiga él exclusivamente, con los prismáticos de las carreras me ha parecido ver —eso creo: me los llevo a los ojos de cuando en cuando, también en casa— que se ajusta a los oídos algún auricular o artilugio, sin duda algo inalámbrico o no podría brincar y moverse tan libremente. Eso explicaría que algunas noches dé comienzo a sus sesiones cuando ya es muy tarde, sobre todo para Inglaterra, donde ningún vecindario le toleraría música a gran volumen pasadas las once, ni siquiera una hora antes, no sé cómo hará para amortiguar el ruido de sus pies danzantes. Quizá busca llamar al sueño cuando empieza tan tarde: cansarse, enajenarse, aturdirse, distraer los afanes de la conciencia. Es un individuo de unos treinta y cinco años, delgado, de facciones huesudas —mandíbula y nariz y frente— pero constitución atlética, espaldas bastante anchas, vientre plano y agilidad notable, parece todo natural y no producto de ningún gimnasio. Luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja. Es extraño verlo moverse a diferentes ritmos sin escuchar yo nunca la música que lo conduce, me entretengo en adivinarla, en ponérsela mentalmente para —cómo decir— evitarle el ridículo de bailar en silencio, ante mí en silencio, la visión resulta incomprensible, incongruente, casi demente si uno no suple con su memoria musical —o incluso saca el disco intuido y lo pone, si lo tiene a mano— lo que domina o guía al individuo y jamás se oye, a veces pienso 'Puede que esté bailando al son del "Hucklebuck" de Chubby Checker a juzgar por el desenfreno del torso, o algo de Elvis Presley, "Burning Love" por ejemplo, con ese cabeceo velocísimo y como de pelele y esos pasos tan cortos, o esto ha de ser menos antiguo, Lynyrd Skynyrd acaso, esa canción famosa no sé qué de Alabama, eleva mucho los muslos como la actriz Nicole Kidman cuando la bailó en una película, inesperadamente; y ahora tal vez sea un calypso, reconozco en sus caderas un vaivén absurdamente antillano o vete a saber, y además ha cogido maracas, más vale que aparte la vista o que le haga sonar de inmediato en mi tocadiscos "I Learn a Merengue, Mama" o "Barrel of Rum", qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, se sorprendería si supiera que yo lo observo a ratos cuando estoy a la espera u ocioso, y puede que no sea el único desde mi edificio, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y también tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae —y no es eso frecuente— a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes en este mismo país hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera —un solo instante cargado o grave—, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está —pero es tan difícil y catastrófico— dispuesto a ello; uno ve un día un gesto inconfundible, asiste a una reacción inequívoca, oye un tono de voz que dice mucho y más anuncia aunque también oiga uno la lengua morderse —demasiado tarde—; siente en la nuca el carácter o la propensión de una mirada cuando ésta se sabe invisible y resguardada y a salvo, tantas son involuntarias; nota la melosidad o la impaciencia, percibe las intenciones ocultas que no están ocultas jamás del todo, o las inconscientes antes de que se vuelvan conciencia en quien deberá abrigarlas, a veces prevé uno a alguien antes de que ese alguien se prevea a sí mismo ni se conozca ni se intuya siquiera, y adivina la traición aún no fraguada y el desdén aún no sentido; y el empacho que uno causa, el cansancio que provoca o la aversión que ya inspira, o bien lo contrario que no es mejor siempre: la incondicionalidad que se nos tiene, la demasiada expectativa, la entrega, el afán de agradar del otro y de sernos vital para suplantarnos luego y ser así quien nosotros somos; y el ansia de posesión, la ilusión que uno crea, la determinación de alguien de estar o permanecer a su lado, o de conquistarlo, y la lealtad irracional, desvariada; nota cuándo hay entusiasmo y cuándo es sólo lisonja y cuándo es mezcla (porque nada es puro), sabe quién no es trigo limpio y quién ambicioso y quién no tiene escrúpulos y quién pasará por encima de su cadáver después de aplastarlo y quién es un alma cándida, y sabe qué será de estas últimas cuando se las encuentra, el destino que les espera si no se enmiendan y vician y también si lo hacen: sabe si serán víctimas suyas. Ve quién abandonará a quién algún día cuando le presentan a un matrimonio o pareja, y lo ve en el acto, nada más saludarlos, o a los postres ya lo entiende. También percibe cuándo algo se tuerce y se echa a perder, o da un gran vuelco y las tornas cambian, cuándo se fastidia todo, en qué momento uno deja de querer como antes o dejan de quererlo a uno, quién se acostará con nosotros, quién no, y cuándo un amigo descubre su propia envidia, o más bien decide rendirse a ella y dejar que ahora sola lo conduzca y guíe; cuándo empieza a rezumar o se carga de resentimiento; sabemos qué es lo que exaspera o revienta en nosotros y qué nos condena, qué convino decir y no dijimos o qué callar y no callamos, qué hace que de pronto un día se nos mire con otros ojos —turbios o malos ojos: es ya inquina—; cuándo decepcionamos o cuándo irrita que aún no lo hagamos y no ofrezcamos el pretexto ansiado, para ser despedidos; qué detalle no se soporta y señala la hora de que nos volvamos insoportables ya para siempre; y también sabemos quién va a amarnos, hasta la muerte y más allá y a nuestro pesar a veces, más allá de la muerte suya o de la mía o de ambas... contra nuestra voluntad a veces... Pero nadie quiere ver nada y así nadie ve casi nunca lo que está delante, lo que nos aguarda o depararemos tarde o temprano, nadie deja de entablar conversación o amistad con quien sólo nos traerá arrepentimiento y discordia y veneno y lamentaciones, o con aquel a quien nosotros traeremos eso, por mucho que lo vislumbremos en el primer instante, o por manifiesto que se nos haga. Intentamos que las cosas sean distintas de lo que son y de cómo aparecen, nos empeñamos insensatamente en que nos guste quien nos gusta poco desde el principio, y en poder fiarnos de quien nos inspira desconfianza aguda, es como si a menudo fuéramos en contra de nuestro conocimiento, porque así lo sentimos muchas veces, como conocimiento más que como intuición o impresión o corazonada, nada tiene que ver todo esto con las premoniciones, no hay nada sobrenatural ni misterioso en ello, lo misterioso es que no atendamos. Y la explicación ha de ser simple, de algo tan compartido por tantos: es sólo que sabemos, y lo detestamos; que no toleramos ver; que odiamos el conocimiento, y la certidumbre, y el convencimiento; y nadie quiere convertirse en su propio dolor y su fiebre…'