Lo preguntó con un mínimo dejo de condescendencia y orgullo, estaba claro que pensaba haberme favorecido mucho con su convocatoria y su idea, permitiéndome salir de mi supuesto aislamiento, ver y conocer a gente. Así que aproveché su venial arrogancia para formularle antes de nada el único reproche que se merecía:
—Muy bien, Peter, se lo agradezco. Pero lo habría pasado mucho mejor si no hubiera usted invitado a ese mamarracho de la Embajada, cómo se le ha ocurrido. ¿Quién diablos era? ¿Dónde ha pescado a ese mal merluzo? Con futuro político, eso sí, tiene futuro político y hasta diplomático. Si van por ahí los tiros y aspira usted a sacarle subvenciones para simposios o publicaciones o algo, entonces no digo nada, aunque sea injusto que me haya tocado a mí hacerle de intérprete, casi de alcahueta y niñera. En España será ministro algún día, o embajador en Washington por lo menos, es la clase de pretenciosa bestia con un perfume de cordialidad aparente que la derecha de mi país multiplica y cría y la izquierda reproduce e imita cuando gobierna, como si la asaltara un contagio. Lo de la izquierda es sólo un decir, ya sabe, como en todas partes hoy. De la Garza es inversión segura, eso se lo reconozco, y a corto plazo, hará carrera con cualquier partido. Lo único es que no se fue muy contento. Menos mal, algo es algo, a mí me ha echado a perder media fiesta. —Ese fue mi desahogo.
Wheeler encendió su puro con otra de sus cerillas largas, sin tanto ahínco como antes. Alzó entonces la vista y la fijó bien en mí con leve conmiseración cariñosa, me había quedado de pie, de frente a la escalera, a poca distancia, apoyado en el quicio de la puerta corredera que desde el salón principal daba paso a su despacho y que él solía mantener descorrida (siempre dos atriles visibles en aquel estudio, en uno el diccionario de su lengua abierto, una lupa, en el otro un atlas, el Blaeu a veces o el magnífico Stieler también abiertos, y otra lupa), yo cruzado de brazos y con el pie derecho cruzado asimismo por encima del izquierdo, de aquél sólo la punta en vertical sobre el suelo. Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos —un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo—, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos —y en modo alguno era infrecuente—, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras, propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. 'La infelicidad se inventa', cito a veces con el pensamiento.
—La izquierda ha sido siempre sólo un decir, en todas partes, esa a la que os referís todavía los españoles y los italianos y los franceses, y los hispanoamericanos, como si existiera o hubiera existido nunca fuera de lo imaginario y lo especulativo. Ya tendríais que haberlo visto en los años treinta, si no antes. Una mera figuración colectiva. Disfraces, retórica, uniformes más austeros y más engañosos por ello, facetas o modalidades más solemnes de lo mismo, siempre odioso y siempre injusto, e invulnerable, lo mismo. Prefiero que a los hijos de puta se les note que lo son desde el principio en la cara, al menos uno sabe a qué atenerse y no hay que convencer a nadie, es mucho esfuerzo añadido. Todos aplastan, parece mentira que no se sepa
ab ovo,
poco importa que varíe la causa, la causa pública, o los motivos propagandísticos. Los farsantes y los ingenuos trascendentales los llaman motivos históricos o ideológicos, yo no los llamaría así nunca, es muy ridículo. Parece mentira que se crea aún que hay salvedades, porque no hay ninguna, no a la larga, jamás las ha habido. Búscalas, piensa. La izquierda como salvedad, qué tontería. Cuánto desperdicio.
—Lanzó una gran bocanada de humo a modo de punto y aparte y como para pasar a otro asunto, y así lo hizo—: En cuanto a Rafita, según lo llama su pobre padre, no creo que ya debas quejarte más ni guardarle rencor alguno, sería encarnizamiento tras haberlo enviado hace un rato a una muerte segura en la carretera (tal vez ya se haya producido) —e hizo ademán de ir a mirar el reloj, no llegó ni a descubrírselo bajo la manga—, condenando además de paso, posiblemente, al alcalde Pennick y a su sometida esposa, tampoco será irreparable su pérdida para nadie, supongo, en lo público ni en lo privado. Es hijo de un viejo amigo, aunque bastante más joven que yo, no menos de diez años. Estuvo durante la Guerra en Londres, ayudó en malos momentos. Más adelante entró en el cuerpo diplomático e hizo por conseguir la Embajada, sin éxito. Quiero decir la de aquí, se ha pasado media vida peregrinando por África y parte de Oceanía, hasta que lo jubilaron. Me ha pedido que distraiga a Rafita de vez en cuando, que lo oriente un poco y le eche una mano si le hace falta. Ya sabes, cosas de los padres, que no acaban de ver nunca a sus hijos crecidos ni como a las malas personas en que se convierten a veces, si es que no lo eran desde la cuna visiblemente y ellos todavía no han querido enterarse. —'Ni como a los capullos', pensé sin interrumpir a Peter—. Puedes suponer que no soy el más indicado hoy en día para entretener, guiar ni auxiliar a nadie, pero si doy una cena... La verdad, creí que no vendría. Por lo que sé, está muy acompañado en Londres. Lamento que te haya tocado cargar con él más de la cuenta, la colaboración de Lord Rymer ha sido exigua, entiendo, confiaba más en las afinidades de ambos. Y desde luego a Rafita lo imaginaba más autosuficiente en inglés, lleva aquí casi dos años y habría jurado que además lo aprendió de niño, el de su padre es muy bueno, aunque con acento, pero nada que ver, ni por asomo la atrocidad de su vástago. Claro que Pablo, el padre, no bebe apenas, y este Rafita es como una petaca pero con más cabida, qué bruto, una botella rellenable. El padre es una persona estupenda, el muchacho le ha salido imbécil. Pasa, ¿no?, tantas o tan pocas veces como a la inversa. Y sin embargo el idiota llegará más lejos. —'Le ha salido un completo capullo', pensé de nuevo sin decirlo, 'y llegará a ministro.' Wheeler despidió más humo, ahora con dos o tres aros y por lo tanto con pausa, como si ese asunto tampoco le interesara mucho y las explicaciones dadas hubieran sido más que suficiente para zanjarlo y abandonarlo. Yo saqué mis cigarrillos, él me agitó a distancia, ofreciéndomela, la caja grande de sus lujosas cerillas, yo le mostré mi mechero indicándole que tenía ya fuego, encendí el pitillo. La manera en que me hizo a continuación su pregunta me llevó a pensar que le urgía hacérmela por algún motivo o que le escocía desde hacía ya un rato en la lengua, no era mero pasatiempo ni pertenecía al vaivén casual de una charla, a los comentarios posteriores que se propician o imponen siempre al acabar una cena o una fiesta, cuando todos se han ido o es uno el que se ha marchado con alguien. Tupra y el juez gordo y Beryl estarían hablando tal vez de nosotros, ya cerca de Londres, o de los Fahy y la viuda Wadman. De la Garza y el alcalde de Thame o Bicester o de donde fuera estarían quizá elucidando a las guarras esquivas para violencia de la alcaldesa, si aún no habían perecido todos en una curva y si el primero lograba hacerse entender en inglés dos palabras juntas (siempre podía recurrir a la mímica y soltar de paso el volante, y así más
chances).
Y hasta la señora Berry estaría haciendo repaso consigo misma en su cama sin conseguir dormirse, también ella había recibido invitados y había sido anfitriona ancilarmente, tampoco querría que concluyera del todo su noche larga—. Dime, ¿qué te ha parecido Beryl? ¿Qué efecto te ha causado? ¿Qué impresión te ha hecho?
—¿Beryl? —respondí algo descentrado, no había imaginado que me fuera a preguntar por ella, más bien por su anunciado amigo Bertram, si es que era en verdad amigo—. Bueno, apenas hemos hablado, parece hacer caso muy pasajero a casi todo el mundo, no se la veía disfrutar gran cosa, como si estuviera por compromiso. Pero muy buenas piernas, lo sabe y lo explota. De cara le sobran dentadura y quijada, aun así resulta bastante guapa. Su olor es su mayor atractivo y su mejor baza: un olor infrecuente, agradable, muy sexuado.
Wheeler me lanzó una mirada que era mezcla de reconvención y zumba, divertidos sus ojos en todo caso. Blandió su bastón un poco, sin llegar a alzarlo, le bastó con agarrarlo del mango. A veces me trataba como a un alumno, nunca lo había sido, en cierto sentido lo era. Era un discípulo, un aprendiz de su visión y su estilo, como también de los de Toby en su día. Pero con Wheeler bromeaba más. O no, y es sólo que lo que cede y no vuelve más que en rememoraciones se atenúa mucho y parece menos, había bromeado con ambos, como con Cromer-Blake, otro colega de mi época en Oxford, más de mi edad y de inteligencia sobresaliente, y sin embargo no había llegado muy lejos, muerto de sida cuatro meses después del fin de mi estancia y mi marcha, sin que nadie de la congregación oxoniense dijera entonces (ni apenas luego, gente para lo trivial chismosa, discreta para lo grave) que su mal era ese. Yo lo vi enfermo y recuperado y más enfermo, sin jamás preguntarle el origen. Y también había bromeado siempre mucho con Luisa, quizá sea mi principal y decepcionante manera de manifestar el afecto. Los problemas surgen cuando hay más que afecto, eso creo.
—Oh vamos, te lo tengo advertido, estás muy solo ahí en Londres. Francamente, no me refería a eso. Francamente: nunca me habría atrevido ni a preguntarme si los humores animales de Beryl te habían o no estimulado, sabrás disculpar mí falta de curiosidad sobre esa clase de avatares tuyos. Quería decir respecto de Tupra, qué impresión te ha causado con relación a él, en su actual relación con él. Es lo que me interesa saber, no si te han excitado sus —se paró un instante— segregaciones. Yo no sé por quién me has tomado.
Y tras decir esto alargó un brazo y señaló con el índice hacia algún impreciso lugar del salón, indicándome sin duda que le acercara algo. Como yo necesitaba un cenicero para la ceniza de mi cigarrillo, no lo dudé, fui por él y le alcancé otro para la de su puro, que había crecido peligrosamente. Lo aceptó y lo depositó sobre el escalón, a su lado, pero aún no hizo el ya aconsejable uso y además negó con la cabeza y siguió señalando en la misma vaga dirección con el dedo, ahora vibrante. Tenía apretados los labios, como si se le hubieran pegado de pronto y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo.
—¿Un oporto? ¿Le apetece un último oporto, Peter? —probé, habían quedado por allí las varias frascas con sus cadenillas y medallas. Volvió a negar, como si la palabra en cuestión se le evadiera, un tropiezo, un bloqueo, quizá la edad tan bien llevada (la edad burlada) se venga en tonterías así, de vez en cuando—. ¿Un bombón? ¿Una trufa? —No se habían retirado las respectivas bandejas de la sala. Negó de nuevo, mantenía el índice extendido, agitándolo de arriba abajo—. ¿Quiere que le traiga un
foulard?
¿Tiene frío? —No, no era eso, negó, su elegante corbata le cerraba bien el cuello—. ¿Un cojín? —Por fin asintió con desahogo y entonces unió el dedo corazón al índice y levantó ambos, eran dos cojines lo que me pedía.
—Cojín, demonios, no sé qué me pasa, a veces se me quedan atascadas las palabras más necias,
y
entonces no me sale tampoco ninguna otra hasta que suelto la que se me resiste
,
una especie de momentánea afasia.
—¿Ha consultado al médico?
—No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia... —No continuó—. Dámelos, por favor, los agradecerán mis riñones.
Los cogí de un sofá, se los di, se los colocó detrás a esa altura, le pregunté si no prefería que nos sentáramos en el salón, hizo con la mano en la que sostenía el cigarro un ademán negativo (se le cayó entonces sobre la moqueta la ceniza larga), como dando a entender que no valía la pena, que no me entretendría mucho tiempo (con el canto de la mano hizo rodar la ceniza aún compacta hasta el cenicero, que puso al pie del escalón manchado, sin que se le desmenuzara), volví a mi sitio, pero tiré de una escalerilla de cinco o seis peldaños que había en el estudio para alcanzar libros en alto, la puse bajo el dintel y me senté encima de ella, quiero decir que seguí a la misma distancia.
Wheeler había dicho en inglés las últimas frases, hablábamos más en esta lengua porque era la del país y la que oíamos y utilizábamos con los demás todo el día, pero la alternábamos con el español cuando estábamos solos, y pasábamos de una a otra según la necesidad, la comodidad o el capricho, bastaba con deslizar dos palabras de uno u otro idioma para que a veces nos trasladáramos automáticamente durante un rato al así introducido, su castellano era excelente, con acento pero no muy fuerte, fluido y bastante rápido —aunque naturalmente más lento que el velocísimo mío, plagado de sinalefas salvajes encadenadas que él evitaba—, demasiado preciso en el vocabulario, demasiado cuidadoso quizá para ser de un nativo. Había empleado la palabra
'prescience',
culta pero no tan infrecuente en inglés como lo es en español 'presciencia', entre nosotros nadie la dice y casi nadie la escribe y muy pocos la saben, nos inclinamos más por 'premonición' y 'presentimiento' y aun 'corazonada', todas tienen más que ver con las sensaciones, un palpito —también eso existe, coloquialmente—, más con las emociones que con el saber, la certeza, ninguna implica el
conocimiento
de las cosas futuras, que es lo que de hecho significan 'prescience' y también 'presciencia', el
conocimiento
de lo que aún no existe y no ha sucedido (nada que ver, por tanto, con las profecías ni los augurios ni las adivinaciones ni los vaticinios, menos aún con lo que los sacamuelas de hoy llaman 'videncia', todo ello incompatible con la mera noción de 'ciencia'). 'Es como un anuncio, o una presciencia de esa voluntad retirada', pensé que iba a haber dicho Wheeler, de haber terminado. O tal vez habría sido aún más claro en su pensamiento, que sí habría concluido entero: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Me acordé de algo que le había oído una vez a Rylands hablando de Cromer-Blake, cuando andábamos muy preocupados ambos por su enfermedad tan callada. '¿A quién pertenece la voluntad de un enfermo?', había dicho junto al mismo río que ahora podía escucharse cerca en la oscuridad durante los silencios, el Cherwell, al tratar de explicarnos algunas actitudes de nuestro amigo infectado. '¿Al enfermo? ¿A la enfermedad, a los médicos, a los medicamentos, a la perturbación, al dolor, al miedo? ¿A los años, a los tiempos pasados? ¿Al que ya no somos... que se la llevó consigo?' ('Extraño no seguir queriendo', parafraseé para mis adentros, 'y no querer querer, aún más extraño. O no', me corregí al instante, 'quizá eso no es muy extraño'.) Pero Wheeler no estaba enfermo, sólo tenía años, y casi todos sus tiempos ya eran pasados, y había tenido la oportunidad muy larga de no ser ya el que había sido, o ninguno de los posibles varios que hubiera ido siendo. (Hasta se había desprendido muy pronto del nombre.) No había dicho 'prefiguración' siquiera, a eso estaba acostumbrado, a las representaciones anticipadas de todas las cosas y de las escenas y diálogos en que intervenía, seguramente había prefigurado y aun planeado la conversación que teníamos, los dos sentados en nuestros respectivos peldaños después de la fiesta, cuando todos se habían ido y la señora Berry se revolvía en sus sábanas sin conciliar el sueño insólitamente en el piso de arriba, haciendo memoria de sus cometidos y preparativos cumplidos, quizá atormentada por algún fallo que sólo ella habría notado. Probablemente esa charla discurría según el criterio y el diseño de Wheeler, sin duda él la dirigía, pero eso a mí no me importaba en principio, me intrigaba y me divertía, y nunca le regateé esos placeres. Lo que Peter había dicho era 'presciencia', un latinajo llegado sin apenas cambios hasta nuestras lenguas desde el original
praescientia,
una palabra desusada, rara, y un concepto nada fácil de comprender por tanto.