Wheeler reprimió una sonrisa suya, borró esa tentación en el acto. Se llevó la mano a la barbilla y musitó como solía hacerlo Toby Rylands:
'Hmm', ese era el sonido. 'Hmm', ese era el sonido de Oxford. Luego habló: '¿No será que andas preocupado por Luisa, y te has puesto en lo peor de repente, y te has visto reflejado en mí? ¿Es eso? ¿No estarás temiendo ir a quedarte viudo, antes que divorciado? Ten cuidado con las aprensiones. La lejanía convoca a muchos fantasmas. La soledad también. Y todavía a más la ignorancia'.
Aquello me desconcertó un poco, podía ser una argucia de Wheeler para esquivar la cuestión, un veloz giro. Pero yo no iba a soltarlo. Con todo, me quedé pensando un momento. Él había acertado en parte sin proponérselo, y no vi inconveniente en que lo supiera, lo alegraban sus perspicacias:
'Sí, estoy un poco preocupado. Y también por los niños, en consecuencia. Desde que estoy aquí no sé demasiado de ellos, y de Luisa todavía menos. Hay una especie de opacidad, aunque vayamos hablando con relativa frecuencia. No sé a quién ve, a quién no ve, quién entra, quién sale, es un proceso de desconocimiento, de ella y de su mundo sustituido, o quizá es aún cambiante. La verdad es que ya no sé bien lo que sucede en mi casa, ya no tengo imágenes. Es como si las antiguas de siempre hubieran perdido luz, y cada día más se me oscurecieran. Pero no se lo he preguntado por eso, Peter, sino porque usted la ha mencionado. A Valerie.' Y me atreví a pronunciar aquel nombre, tan privado que nunca lo había oído hasta aquella mañana. Tuve una sensación de abuso en los labios. 'De qué murió, dígame.'
Entonces Wheeler no jugó más. Le vi tensar las mandíbulas, noté cómo apretaba las muelas, encajaba unas en otras, como quien hace acopio de aplomo para que la voz no se le quiebre cuando vuelva a decir algo.
'Eso...', dijo. 'Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente.' Parecía estar pidiendo un favor, le costó cada palabra.
No iba a insistir. Se me ocurrió silbar lo que acababa de escuchar al piano, un pasaje pegadizo, por ver de disipar la niebla que de golpe lo había envuelto. Pero aún tenía que contestarle, callar aquí no era respuesta.
'Como usted quiera', dije. 'Cuéntemelo cuando usted quiera, o si no quiere no me lo cuente'.
Y a continuación inicié ya mi silbido. Yo sé que silbar es contagioso, y también resultó serlo entonces: Wheeler unió el suyo en seguida al mío, sin querer seguramente; pero no en balde se conocía de memoria la pieza, lo más probable era que también él la tocase. Se interrumpió sin embargo un segundo, en seco, para añadir algo:
'En realidad no debería uno contar nunca nada.'
Eso fue lo que dijo Wheeler ya de pie, nada más levantarse, y yo lo imité en el acto. Me cogió del codo, se sujetó a mí para recuperar firmeza. La señora Berry nos hacía señas desde la ventana. La música había parado, y ya sólo se oyeron nuestros silbidos, flojos y desacompasados, mientras dábamos la espalda al río y caminábamos hacia la casa.
Seguía lloviendo y aún no me cansaba de verlo desde mi ventana a la Square o plaza, era una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parecía iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, era como si excluyera para siempre el raso y descartara todo otro tiempo futuro en el cielo y no permitiera ni concebir su ausencia, al igual que la paz cuando había paz y la guerra cuando era guerra lo único que existía. Mi bailarín de enfrente aún había ejecutado con su pareja unas estúpidas
country square dances
de anodinas figuras y medidos pasos tras su ametrallamiento de pies gaélicos, y los dos se habían calado sombreros vaqueros para aquel fin de fiesta decepcionante, los muy locos o los muy contentos. Ahora acababan de apagar las luces, la mujer mulata se quedaría a dormir, con aquella lluvia, pero antes de poder pensar un rato con simpatía en ella tenía que comprobarlo, así que durante unos minutos miré hacia abajo y más allá de los árboles y de la estatua, vigilé la plaza por si acaso ella salía y se iba, en contra de lo probable. Y fue entonces cuando vi venir hacia mi portal a las dos figuras, a la mujer y al perro, ella con su paraguas cubriéndola y el animal dando bandazos —tis tis tis— desprotegido. Al acercarse a la fachada salieron de mi campo visual casi del todo, mi perspectiva era demasiado a plomo cuando se detuvieron ante la puerta, sólo se me aparecía un fragmento de la cúpula del paraguas abierto. Sonó el timbre, era el de abajo. Todavía miré fuera inútilmente un segundo con la ventana alzada, asomándome, inclinándome (me mojé nuca y espalda), antes de dirigirme a contestar a la entrada: todo excepto el trozo de tela curvo seguía fuera de mi visión en picado. Descolgué el telefonillo. '¿Sí?', dije en inglés, fue una traducción literal de mi lengua en la que estaba pensando, y fue en ella en la que me hablaron: 'Jaime, soy yo', dijo la voz femenina. 'Por favor, ¿puedes abrirme? Ya sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo. Será breve, un momentito.'
Sólo hacen eso al llamar, por teléfono o a la puerta, sólo dicen 'Soy yo' y omiten avanzar su nombre quienes jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, y también quienes están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan. O bien quienes no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más —quién si no—, desde la primera palabra y el primer instante. Y tenía razón la mujer del perro si creía esto último, aunque fuera inconscientemente y sin haberse parado a pensarlo. Porque en efecto yo reconocí su voz, y desde arriba le abrí la puerta sin preguntarme, para que entrara de noche en mi casa, y subiera a hablarme.
Julio de 2002
(Fin del Primer Volumen de
Tu rostro mañana)
JAVIER MARÍAS FRANCO, nace el 20 de septiembre de 1951 en Madrid, en el antiguo número 16 de la calle Covarrubias, del barrio de Chamberí. Es el cuarto hijo de los cinco varones que tuvo el matrimonio formado por Dolores Franco Manera, profesora, y Julián Marías Aguilera, filósofo. No conoce a sus abuelos paternos, ni a su hermano mayor Julianín que había fallecido en 1949, a la edad de tres años.
Sus recuerdos de la niñez están unidos a la nieve en América, y a los tranvías y carros en Madrid. Cuando tiene siete años, a comienzos de 1959, dejan el pequeño piso de Covarrubias y se cambian al definitivo de la calle Vallehermoso, un piso lleno de luz, libros y cuadros. Su niñez transcurre jugando con sus hermanos, y yendo al cine con su madre, su abuela o las criadas.
Recibe una sólida educación liberal en el Colegio Estudio, heredero de la Institución Libre de Enseñanza, y en su casa, donde sus padres daban clases a estudiantes extranjeros y recibían a intelectuales. Aquí conoce a Rosa Chacel, con la que se carteará hasta el fallecimiento de ésta. Lee a Richmal Crompton (Guillermo Brown), Enid Blyton, Dumas, Salgari, Corbert, Paul Féval, Verne y los tebeos de Tintín. A los once años empieza a escribir para "seguir leyendo lo que le gusta", según él mismo ha contado. Pasa los veranos con su familia en Soria. Durante uno de ellos, en casa de Heliodoro Carpintero y sus hermanas Mercedes y Carmen, escribe con quince años su primera novela, La víspera, que nunca ha llegado a publicar.
El 19 de abril de 1968 el diario El Noticiero Universal, de Barcelona, publica su cuento La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga, que había escrito con quince años.
En octubre entra en la Universidad. Se matricula en la carrera de Filosofía y Letras, de la Universidad Complutense de Madrid, entre sus compañeros está el futuro director de cine Agustín Díaz Yanes, que pertenece como él al Comité de Acción Revolucionaria (dependiente del Partido Comunista Internacional). Hay que señalar que su afiliación política durará poco tiempo y que en los años siguientes se caracterizará por su independencia política, haciendo gala de no pertenecer a ningún partido.
Ha sido profesor en Oxford y en la Universidad Complutense de Madri