—¿Crees de veras que el dueño esperará hasta que estés preparado?
—Me prometió que sí. Y si no espera, ¿qué importa? Habrá otras que comprar.
Maud se arremangó las faldas para entrar. Myles la cogió por los hombros.
—En mis veintitrés años no he tenido nada excepto tu amor, Maudie. Sin ti, no soy nada. Contigo, lo soy todo.
—Adelante, muchacho —respondió ella, pellizcándole la mejilla y esforzándose por sonreír—. No se está tan mal allá arriba; me paso el día entero pensando en ti.
Las muchachas soltaban risitas maliciosas al cruzar, mientras Myles y Maud McCracken permanecían unos momentos abrazados y besándose, como solían hacer todas las mañanas. Se habría pensado que todavía eran novios, en vez de estar ella encinta de casi ocho meses. Myles casi no se podía avenir a verla desaparecer en aquel oscuro antro; por ello dio media vuelta y se marchó, y las tinieblas le engulleron inmediatamente. Deirdre corrió a reunirse con su tía. Maud levantó la vista hacia el sexto piso y suspiró:
—Vamos, amor, demos a Su Señoría su libra de carne.
Los padres de la Corporación Municipal de Londonderry pensaron que Angus Witherspoon y Simón McNab se habían vuelto locos cuando éstos les comunicaron sus planes de levantar una fábrica de camisas en Abercorn Road. Era el año 1870 y los dos inmigrantes escoceses habían prosperado enormemente. Confeccionaban las camisas combinando un conjunto de talleres pequeños y dando el trabajo a destajo; esta última modalidad se cultivaba principalmente en casas particulares como «industria doméstica». Antes de las leyes de reforma, la astuta pareja utilizaba la mano de obra de orfanatos, asilos, cárceles y reformatorios. En 1870 al lino se le presentaban mejores perspectivas que nunca. A causa de la guerra civil americana, el mercado del algodón se había hundido, y el lino se encontraba en auge.
La idea de unificar todos los elementos, pequeños, dispersos en un gran edificio moderno, concebido para la producción en masa trastornaba el cerebro. Pero más lo trastornó todavía el edificio en sí. En 1873 perforó el firmamento de Londonderry una mole enorme, de siete pisos, la mayor hazaña arquitectónica de todos los tiempos en aquella parte de Irlanda. Tal construcción fue posible gracias al empleo de grandes pilares de hierro colado, en forma de tubo hueco. Cada uno de los siete pisos había sido ideado como una sección de un único plan magistral para confeccionar camisas por el método del trabajo en cadena.
La planta baja de Abercorn Road albergaba las oficinas de la compañía, e inmediatamente detrás de éstas, en el costado izquierdo del edificio, se hallaba la sección de recepción, en la que descargaban la tela. Las camisas terminadas bajaban al costado derecho del edificio, listas para el embarque, de modo que en la parte trasera, que albergaba un extenso establo, había siempre un bullicio de carretas de reparto tiradas por caballos.
Rollos de tela blanca y estampada subían al séptimo piso por el costado izquierdo mediante un montacargas movido a mano y que funcionaba a base de soga y polea. El piso superior albergaba la sección de corte, a fin de aprovechar mejor la luz natural. Simón McNab, que era el genio de la pareja en materia de producción, había ideado unas mesas inmensas para cortar las piezas, así como las «tijeras McNab» con cuchillas de más de cuarenta centímetros de largas, capaces de cortar siete capas de tela a la vez, con lo cual se cortaban a la vez siete piezas iguales.
Los cortadores eran hombres. Además de que el lino ofrecía más dificultades que el algodón, cortar el número mágico de siete exigía una buena musculatura. Con siete juegos de mangas, bolsillos, pecheras y espaldas cortados según el patrón, el cortador hacía paquetes según color, talla y estilo.
—¡Mensajera! —gritaba—. ¡Paquete, paquete!
Niñas de nueve a catorce años de edad formaban una procesión constante yendo y viniendo de las mesas de los cortadores, con un paquete bajo cada brazo, o sea, un total de catorce camisas sin coser. Utilizando un ascensor del costado derecho del edificio, bajaban a los pisos sexto, quinto y cuarto, cada uno de los cuales contenía una batería de doscientas máquinas de coser, a pedal, y un número menor de ojaleras. La mensajera dejaba el paquete en una de las seiscientas máquinas que lo requerían, y regresaba a la sala de corte con el ascensor de la izquierda, cerrando así un círculo de movimiento incesante.
Las que movían las máquinas de coser, todas mujeres, recogían los marbetes especiales de los paquetes. Un marbete por camisa, un penique por camisa, y se ponían a coserlas, completando de tres a cinco camisas por hora.
A continuación actuaban las ojaleras de los tres pisos, cosiendo los botones a mano y pegando los cuellos. Eran las obreras selectas y cobraban un salario básico de una libra y dos chelines semanales.
La camisa terminada seguía su camino hacia el tercer piso, la caja de vapor y las planchas. Por el rectángulo del edificio estaban repartidas veinticinco estufas de carbón, cerca de las mesas de las planchadoras. Los complicados pliegues y alforzados requerían una mano de mujer en la plancha. Las planchadoras eran chicas de quince o dieciséis años, ascendidas del empleo de mensajeras. Cinco muchachos aprendices, futuros cortadores, se encargaban de alimentar las estufas y tenerlas bien calientes. El tercer piso de la Witherspoon & McNab era una antesala del infierno; allí la resistencia humana llegaba al límite, lo mismo en invierno que en verano. Las planchadoras pasaban uno o dos años en esta categoría, hasta que quedaba libre una máquina de coser en alguno de los pisos superiores.
Continuando el descenso, en el segundo piso, las mujeres maduras, que ya no podían resistir una jornada de diez horas en las máquinas de coser, se encargaban del etiquetado y doblado de las camisas y de ponerlas en cajas. Se les permitía acabar la vida sin mayores daños para sus cuerpos ni sus mentes, pero con la mitad del salario de antes, a veinte chelines por semana.
En la planta baja, el producto terminado (unas treinta mil camisas diarias) pasaba a los muelles de embarque para ser trasladado a los almacenes, las tiendas de la ciudad, la estación del ferrocarril que lo distribuiría por toda Irlanda, o al puerto, para ser enviado a Gran Bretaña y a los mercados de todo el mundo.
Cuando Simón McNab concibió y construyó la fábrica tomó en consideración todos los factores, excepto uno: el de que las mil cien mujeres, los trescientos hombres y los doscientos niños que trabajarían en ella eran seres humanos.
A las pocas semanas quedó refinado el movimiento de su cadena de producción. Pero no había ningún servicio especial de limpieza y conservación, salvo en la planta baja, que albergaba a jefes, contables, vendedores y diseñadores. Arriba en la fábrica se esperaba que cada obrero y cada obrera tuvieran su área particular limpia, cosa perfectamente imposible. En el suelo se formaban gomosas capas de suciedad, que cubrían también las columnas y volvían opacas las ventanas.
En este sentido, los cortadores eran los más favorecidos. Sus ventanas eran las únicas que se limpiaban, porque con luz natural trabajaban más y mejor. Por el resto de las ventanas de la fábrica no se veía el exterior. En cada piso había un solo retrete para uso de unos doscientos obreros y obreras. Tampoco limpiaba nadie los retretes y como los grifos de las pilas se obturaron a los pocos años, tampoco había agua corriente. El olor a orina y excrementos llegó a ser tan fuerte que penetraba en las zonas de trabajo, y los hombres y las mujeres se aguantaban sus necesidades antes que entrar en aquellos cubículos.
El esquema de McNab no había cuidado de regular la entrada de materia prima, de modo que por escaleras, rellanos y pasillos se acumulaba una reserva de rollos de tela, impidiendo el paso y aumentando el hacinamiento general.
Al cabo de un año, las ventanas quedaron atascadas por la suciedad, de manera que no circulaba por allí ni un soplo de aire y a cada inhalación entraban en los pulmones menudas hilazas y polvo de la tela.
Las salas de trabajo estaban iluminadas por baterías de lámparas de gas nunca puestas a plena potencia, con objeto de ahorrar, de modo que había una luz grisácea, insuficiente para un trabajo delicado. Los capataces de los tres pisos de destajo competían enconadamente entre ellos. El encargado elevado recibía premios, el de pequeña categoría se veía sometido a una presión brutal; en consecuencia, unos y otros empujaban a las obreras a trabajar hasta el límite de su capacidad.
Al cabo de pocos años, la fábrica empezó a poblarse de ruinas humanas. Diez horas al día, seis días por semana y el pedal de la máquina sometían los organismos de las mujeres a esfuerzos antinaturales, de modo que pocas obreras se libraban de graves dolencias de la columna vertebral y sus ojos soportaban una sobrecarga implacable. Los pulmones, faltos de aire puro y cargados de polvo, buscaban un desahogo en los accesos de tos. La tuberculosis azotaba el Bogside. Las tumefacciones reumáticas de las articulaciones tullían a los obreros en aquellos largos y húmedos inviernos sin calefacción.
Pero los veranos eran peores aún. El calor de las estufas y las planchas del tercer piso elevaba la temperatura de esta dependencia hasta los cuarenta y seis grados centígrados, temperatura que las columnas de hierro colado transmitían a los pisos superiores, convirtiendo a la fábrica entera en un horno.
El ruido de las máquinas, que había estropeado el oído de todas las obreras, sólo cesaba durante veinticinco minutos al día, el rato que tenían las obreras para el almuerzo. El taponamiento de las escaleras impedía abandonar la fábrica, de modo que la comida se despachaba ante la respectiva máquina.
Aun así, las condiciones de trabajo eran mejores que en otros tiempos, antes de las leyes de reforma, cuando la mayor parte de la mano de obra venía de manantiales públicos: cárceles y orfanatos. Otra parte procedía de la industria doméstica. Entonces cobraban salarios de seis peniques al día. Y sí se necesitaban chicas del exterior, habían de vivir en dormitorios de la misma fábrica y sólo podían salir a visitar a sus familias los domingos. La situación, indudablemente, había mejorado.
Maud llegó al rellano del sexto piso haciendo un esfuerzo en cada peldaño y tuvo que cogerse a la barandilla, boqueando, hasta que el furioso martilleo de su corazón se calmó. Peg le rodeó los hombros con el brazo, la sostuvo y luego la llevó detrás de una pila de piezas de tela, donde no pudieran oírlas.
—Estoy perfectamente, Peg.
—¡Diablos estás! Mírate, te has quedado en la piel y el hueso. Es el primer hijo y deberías cuidarte mejor —tentó la frente, húmeda y viscosa de su hermana—. Esta noche hablaré con Myles.
—No, no lo consiento, Peg.
—Por amor de Dios, tu marido se gana la vida.
—Necesitamos el dinero, si queremos marcharnos de aquí.
—De poco te servirá, si para ganarlo te matas.
—No hables con Myles.
—Hablaré.
—Te prometo que dentro de unas semanas me iré.
Dejó plantada a su hermana y entró en la sala. Una sala que sus ojos no distinguían bien, que giraba en torbellino. Doscientas chicas…, doscientas máquinas. La luz de gas aumentó de intensidad, con renuencia. Maud se encaminó hacia aquella máquina, la suya, tal como había hecho ya más de dos millares de veces… Sólo unas cuantas veces todavía, hasta que nazca el niño… El capataz correteaba arriba y abajo del pasillo parloteando un poco antes de comenzar el trabajo. Desde hacía una semana, el sexto piso quedaba detrás de los otros dos en producción. ¡Si no se ponían a la tarea en cuerpo y alma habría que verificar algunos cambios! Maud se abrochó el suéter para protegerse del frío. Por las columnas, pronto subiría algo de calor del tercer piso. Y ella trabajaba cerca de la columna, gracias a Dios. ¡Ojalá no tuviera que trabajar cerca también en verano! Había cortado los dedos de los guantes de lana, y así podía tener las manos calientes y gobernar la máquina. En ella le aguardaba un paquete de siete camisas. Cortó el cordón, quitó los marbetes y se los puso en el bolsillo del delantal. Siete peniques por siete camisas. Siete peniques para libertad. Siete peniques para la herrería de Convoy. No se estaba tan mal en el sexto piso, si no hubiera que subir las escaleras. El frío del invierno quedaba más que compensado por el hecho de que el calor del tercero no les llegaba en todo su furor durante el verano. Peg estaba en la máquina de al lado y Deirdre bajaría corriendo de la sala de corte.
¡Pobre Deirdre! Dentro de unos meses empezaría el terrible período de un año, o dos, en las planchas del tercer piso. Después, un penique por camisa. Su sobrina Deirdre, y su madre Bessie; la vieja y la joven del equipo. Actualmente Bessie era una anciana destrozada, de cuarenta y cuatro años, que pasaba los últimos días de su vida empaquetando en el segundo piso.
Deirdre llegó, se situó entre su madre y Maud y dio un bulto a la primera.
—Acaba de alborear —dijo—. Parece que hará buen día. Quizá podamos subir a comer al terrado.
Y mientras guardaban en sus pensamientos esta hermosa idea, la sirena de las seis puso a la sala en febril actividad.
Al cabo de una hora, los dolores y molestias del pedal, de encorvarse, del niño, del frío, del ruido y el torbellino quedaron relegados al olvido. Maud se hallaba en Donegal, en Convoy, donde las colinas ondulaban bellamente el suelo; estaba de pie en la fragua de Myles, con una criaturita en brazos y otra cogida al delantal, y Myles, musculoso y cubierto de hollín y herrumbre, levantaba los ojos del yunque, y le sonreía y se secaba el sudor de la frente, y se lavaba la cara y las manos antes de besarla, y se alejaban cogidos por la cintura, dirigiéndose como todos los días hacia aquel árbol tan grande que había entre la fragua y la casita y bajo el cual ella servía el almuerzo…
Angus Witherspoon, o sea, la mitad comercial de la pareja, percibía un mordisqueo en los bordes del mercado del lino, mientras el algodón retornaba por sus fueros. Él y Simon McNab eran viejos, sin herederos dignos de mención y con más dinero del que podían gastar en toda una vida. Cuando se presentó un comprador de verdad, en la persona del conde de Foyle, consideraron llegado el momento de descargar de sus hombros el peso de la fábrica.
MacAdam Rankin, en representación de lord Arthur Hubble, trajo una prestigiosa firma de arquitectos que examinaron la fábrica en su aspecto material y confeccionaron una lista de defectos alarmantes. Dicha lista sirvió a Rankin de instrumento de regateo. Con ella en la mano argüía que sería preciso gastar un mínimo de doscientas mil libras para poner la fábrica en condiciones. Contradiciendo el argumento de los dueños de que el edificio era a prueba de incendios, los arquitectos sostenían que si las columnas de hierro colado se sobrecalentaban alguna vez a causa de un fuego y se les echaba agua se resquebrajarían. Con lo cual el edificio entero podría venirse abajo.