Treinta noches con Olivia (39 page)

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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

BOOK: Treinta noches con Olivia
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Se apreciaba el toque de ella, con las toallas en colores fuertes como naranja o fucsia. La colección de CD New Age o la selección de varitas de incienso dispuestas en abanico dentro de un enorme vaso de cristal.

—Estoy seguro de que procurarás por todos los medios que nadie sepa que estoy aquí.

Martina, que no era tonta, pilló al instante la insinuación.

—¿Nadie? —preguntó en tono cómplice. Al fin y al cabo, si el inglés había vuelto, es que había algo. Y si había algo, ella no era quién para interrumpir.

—Exactamente.

—Te dejo. Ahí puedes colgar tu ropa. —Señaló un banco de madera y bajó la intensidad de la luz—. Espero que no tengas que esperar mucho.

Cuando oyó el clic de la cerradura se permitió el lujo de respirar profundamente.

Todo su plan, tan bueno y organizado, estaba haciendo agua por todos lados. Y eso de la improvisación tenía un componente peligroso para su paz mental y su concentración, pues le exigía estar en constante estado de alerta.

Fue despojándose de su ropa, preocupándose de ir colocando cada cosa correctamente para evitar arrugas posteriores.

Un minuto después, agarró su traje de malas maneras dejándolo hecho un gurruño. Si hay que improvisar, se improvisa bien.

55

El café con leche y el bollo seguían en su sitio. Había conseguido mantenerlo en su estómago y no echarlo. No entendía cómo algunas engordaban durante el embarazo, ella, desde luego, lo vomitaba todo.

Era una suerte que aún pudiera ocultarlo, especialmente a Martina. Aunque ésta, con ese sexto sentido que tenía para los cotilleos, no iba a tardar mucho en darse cuenta.

Pero, de momento, ella se limitaría a hacer lo de siempre, hasta que fuera inevitable admitir la evidencia.

—Tienes un cliente esperando —anunció Martina nada más cruzar la puerta.

—¿Ahora? —preguntó intentando hacer memoria. Por si acaso revisó el libro de citas. Que, por cierto, era un galimatías.

—Pues sí. —Apartó el libro sin ninguna clase de sutileza—. No pierdas el tiempo. —La apremió empujándola hacia la puerta.

—Vale, vale. Ya voy. ¡Qué impaciente!

—Y trátalo bien —gritó su jefa a su espalda.

Olivia, que siempre trataba bien a sus clientes, no hizo menor caso del consejo y entró en el cuarto.

—Buenos días —dijo ella al entrar con su amabilidad característica.

Y el cliente la observó de reojo, disimulando como pudo las ganas que tenía de dejarse de esa charada. Murmuró una respuesta, confiando en que ella no se diera cuenta.

Ella encendió una varita de incienso y después destapó un par de frascos hasta decidirse por el aceite de lavanda.

—En seguida empezamos —murmuró ella distraída mientras se abotonaba la bata blanca.

Con las manos bien impregnadas de aceite se acercó y comenzó por los hombros, presionando de dentro hacia afuera y extendiendo bien el producto.

Hizo una pausa, qué cliente más callado. Normalmente todos, nada más comenzar, murmuraban o decían algo como qué bueno, o qué bien.

Pero no iba a detenerse por eso. Continuó el masaje bajando las manos y concentrándose en los omóplatos y en la zona lumbar.

Él se movió y tuvo que preguntar.

—¿Le he hecho daño? —Era una profesional, pero nunca se sabe.

Él negó con la cabeza y ella se metió de nuevo en faena.

Cuando llegó al límite que marcaba la toalla la movió un poco hacia abajo, ya que, seguramente, él se la habría colocado sin saber muy bien cuál era la posición adecuada.

Frunció el ceño, había algo que…

«No, no puede ser, estoy más tonta de lo habitual», pensó desterrando sus absurdas ideas.

De nuevo puso las manos a trabajar y al minuto se detuvo. Iba a hacer algo que seguramente le costaría caro. Si el cliente se quejaba a Martina, ésta le montaría una buena bronca. Pero…

Apartó la toalla más allá de lo prudente y…

—No puede ser… —murmuró intentando convencerse de que lo más probable es que más de un hombre tuviera unos bóxers negros con topos rosas.

Él se giró un instante para ver qué pasaba, ya que había abandonado de repente el masaje, y cayó en la cuenta.

—Joder… —dijo entre dientes.

—¡Serás cabrón! —le espetó ella a pleno pulmón.

Pero no iba a quedarse para escuchar lo que fuera que iba a decir, se movió con rapidez hasta la puerta para escapar de allí.

—Espera un jodido minuto. —Él, que se había levantado de la camilla, la detuvo justo a tiempo, colocando una mano contra la puerta por encima de su cabeza.

—Aparta o te doy una patada en los huevos —lo amenazó ella.

—Deja de decir estupideces y escucha, ¡joder!

—¡Encima no me levantes la voz!

—Pues compórtate como Dios manda y deja de revolverte.

—Vale. Habla chucho que no te escucho —espetó tapándose las orejas con las manos.

—¡Será posible! —exclamó él, mirando hacia arriba como si pidiera paciencia. Qué difícil era esto de declararse.

La agarró de las muñecas para que lo escuchara. Para una vez que iba a hacerlo quería hacerlo bien. De haber podido, él estaría vestido y ella más receptiva, pero le tocaba lidiar con todo en su contra. No imaginaba nada más ridículo que pedirle a una mujer matrimonio vestido, o mejor dicho, desvestido de esa guisa.

—Hagamos una cosa. Me visto y nos vamos fuera de aquí.

—Yo contigo no voy ni a la esquina.

—Olivia, por favor. No he venido para discutir. —La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Menos mal, algo agradable. Por lo menos la había podido tocar de nuevo.

—Ni por favor ni nada.

—Escucha y no me interrumpas —exigió él—. No he vuelto para discutir contigo, ni para pelearme, ni para…

—¿Follar conmigo? Vas listo si lo has pensado.

—… he dicho que no me interrumpas. He venido porque te echo de menos…

—¡Ja! ¡Qué chiste más bueno!

—… Y porque quiero estar contigo.

—¡No me hagas reír!

—Cariño, pretendo hacerte muchas cosas.

Ella entrecerró los ojos, ese tono zalamero…

—¡Ja y ja! Mira cómo me río. Y aparta de una jodida vez. —Maldita sea su estampa. Tenía que aparecer y machacarla de nuevo y ahora, encima, se comportaba como si de verdad le importara algo.

—Vamos a dejarnos de tonterías. He vuelvo por una sola razón. Y tan lista que eres ya deberías saber cuál.

—Tu razón te la metes por donde te quepa. ¿Estamos?

—Mira que eres testaruda. He vuelvo por ti. Sólo por ti.

—Permíteme que me ría. Ja, ja, ja. Qué gracioso eres. Me parto y me mondo.

—Así no hay manera —se quejó él.

Como por las buenas no entraba en razón, cambió de estrategia. No quería dominarla por la fuerza, pero no le quedó más remedio que ponerla bruscamente frente a él para poder mirarla a la cara y para poder acercarse y besarla, con un poco de suerte ella se relajaría y…

Unos golpes en la puerta frustraron sus avances.

—¿Quién coño llama? —vociferó enfadado.

—Abre la maldita puerta. —Las palabras en voz alta fueron acompañadas de más golpes.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó a la metomentodo de su hermana.

—Velar por mi tía, gilipollas. ¡Abre!

—No me da la gana —respondió a gritos para hacerse oír.

—Oye, imbécil, abre inmediatamente o la tiro abajo.

Thomas reconoció esa voz. Al igual que Olivia.

—¿Juanjo? —preguntó ella.

—¿Estás bien, cariño? —gritó su ex al otro lado.

—Marchaos de una puta vez —insistió Thomas.

—¡Ni hartos de vino! —señaló su querida hermana.

Y para que no le quedara más remedio, golpearon la puerta insistentemente.

Era abrir o un dolor de cabeza.

Decidido a mandar a paseo a todos, entornó la puerta.

—¿Esto es lo que tú llamas privacidad? —le espetó a Martina, que también se había unido al coro.

—He intentado convencerlos… —Se encogió de hombros— … pero no ha habido manera.

—¿Olivia? Sal, venga nos vamos a casa —dijo Julia preocupada.

—Ella se queda aquí conmigo —aseveró Thomas vehementemente, impidiendo que saliera.

—Todavía termino por partirte la cara —espetó Juanjo, dando un paso adelante—. Siempre me has parecido un gilipollas.

—Mira, Pichurri, tengamos la fiesta en paz —le replicó—. Vete a tomar viento.

—¡Oye, tú no hablas así a mi novio!

—La que faltaba… —murmuró entre dientes —. Mira, bonita, haz el favor de agarrar a tu Pichurri y llevártelo.

—¿Sabes? Una bandada de hostias está sobrevolando tu cabeza y tienes nombre de aeropuerto —saltó Juanjo.

—¡Vale ya! —pidió Olivia, pero, en medio del griterío, nadie le hizo caso.

—Deja salir a mi tía —insistió Julia—. No quiero que te acerques a ella.

—Quizá debería empezar por buscarte un internado donde enviarte el próximo curso para que aprendas a no meterte en las conversaciones de los mayores, entre otras cosas.

—Y quizá debería darte una patada en los huevos, para que nos dejes tranquilas.

—Mira, id todos a tomar por el culo.

—Me la llevo a casa, te pongas como te pongas. —Julia le plantó cara.

—Vaya numerito que estás montando —dijo a su hermana acusándola de ser la instigadora.

—Numerito el tuyo, guapo. Que nadie te quiere por aquí. Y suéltala ya, que ella se viene conmigo. No sé para qué has venido pero ya puedes ir dando la vuelta.

—He venido para pedirle que se case conmigo, pero sois todos unos entrometidos.

—¡No! —exclamó Julia, sorprendida.

—¿Casarse? —murmuró Celia, molesta.

—¡Sí! —aplaudió Martina, contenta.

—Por encima de mi cadáver —arguyó Juanjo.

—Así que, si sois tan amables, marchaos de aquí, dejadme en paz y volved dentro de una hora. —Tardó medio segundo en darse cuenta de su error—. No, mejor no volváis. Que dais bastante por el culo.

Dicho esto les dio con la puerta en las narices y se giró hacia Olivia, que había permanecido inusualmente callada.

Ahora le tocaba lidiar con lo más difícil. Y encima, por culpa de esos imbéciles, había descubierto su juego.

56

—Siento todo esto —dijo él—. Mi intención era pedírtelo de forma más íntima, sin tantos testigos y en un ambiente más apropiado.

—Yo no quiero casarme contigo. ¿Estás loco? Si no te soporto, si eres lo más relamido que existe, hay días que ni te aguantas tú mismo, si…

—¿Olivia? —interrumpió él.

—¿Sí? —le preguntó con su chulería innata.

—Calla un poco y ven aquí —sugirió él extendiendo la mano y moviendo el dedo para indicar que se acercara.

—Vamos a ver si te vas enterando de una cosa, guapo, yo no soy un chucho al que puedas mangonear, ¿vale?

—Deja de hacerte la dura, querida. Al final vas a ceder.

—Un consejo: esa prepotencia no ayuda.

Como conversación estúpida ya había tenido bastante, así que avanzó hasta ella, la agarró de la cintura en un acto de los tópicos dentro del catálogo de dominación masculina y la pegó a su cuerpo.

Después, sin abandonar su papel de macho dominante, la besó, eso sí, cuidándose en todo momento de proteger su entrepierna de posibles daños colaterales.

—Ésas no son formas… —protestó ella mientras intentaba coger aire, ya que él se empeñaba en no dejarla ni respirar…

—¿Crees que esa camilla podría aguantar el peso de los dos? —murmuró junto a su oreja a la par que mordisqueaba el lóbulo.

—¡Un momento! No he dicho todavía que sí.

—Vamos, te mueres por aceptar la realidad, pero eres tan sumamente cabezota que me vas a tener sufriendo hasta que me ponga de rodillas.

—¿Ni en un momento así vas a dejar de ser tan arrogante?

Él tenía razón, estaba a punto, no de rendirse, sino de derretirse por completo. ¿Qué sentido tenía ya ocultar la realidad?

«Al fin y al cabo, ha venido, eso es lo que importa», dijo su angelical vocecilla interior.

«Sí, claro, después de dos meses de sufrimiento», alegó la vocecilla diabólica.

«Pero reconoce sus errores.»

«Porque le conviene.»

«Así no voy a aclararme», pensó ella.

—Negociemos.

—¿Perdón?

—Tú quieres casarte conmigo. ¡Vale! Pero te conozco, y por eso quiero dejar las cosas bien atadas.

—¿Me vas a poner condiciones? —preguntó incrédulo.

—Ajá.

Thomas se cruzó de brazos, estaba claro que o pasaba por el aro o se quedaba compuesto y sin novia. Aunque a saber qué se le ocurría a esa loca.

—Te escucho —dijo agarrándola de nuevo.

—Oye, quítame las manos de encima. Hasta que no hayamos discutido ciertos puntos no voy a dejar que me toques.

—Mujer cruel…

—Primero, quiero un abogado. —Él enarcó una ceja—. Sí, no me pongas esa cara. Quiero una de esas cosas que hacen los ricos antes de casarse.

—¿Un acuerdo prematrimonial? —preguntó algo confundido.

—Sí, exactamente.

—De acuerdo. Redactaré…

—No, ni hablar. No puedes ser juez y parte a la vez —lo interrumpió rápidamente ella.

—Vale, te conseguiré un abogado —aceptó tragándose la maldición. Esa insensata tenía cada cosa… claro que por eso estaba loquito por ella…

—No, ya me encargaré yo —lo corrigió—. No quiero influencias de ningún tipo.

—Qué desconfiada —murmuró desabrochando el botón superior de su bata—. ¿Algo más?

—Tu hermana.

—¿Qué pasa con ella?

—No voy a permitir que la mandes a un internado de ésos, quiero que viva con nosotros.

Thomas no la contradijo.

—Como quieras —accedió fingiendo ceder ante su insistencia—. ¿Hemos acabado ya?

—No.

—Me lo temía.

—No voy a dejar de trabajar. Quiero seguir con lo que me gusta. Y quiero montar mi propio salón de belleza.

—De acuerdo. Te montaré un jodido centro de estética. Pero vamos al meollo de la cuestión —dijo, impaciente por deshacerse de esa ridícula bata. Ya quedaban sólo dos botones.

—¡No quiero que me montes nada! ¿Dónde estaría entonces mi independencia?

—¿En qué quedamos?

—Si tú pones el dinero, entonces siempre serás quien tiene la sartén por el mago. Lo montaré cuando ahorre lo suficiente.

—Pues con lo que ganas… —Ella lo miró con una cara que parecía decirle «Chaval, lo llevas muy chungo». Así que añadió—: Haremos una cosa. Vamos al banco y pides un préstamo.

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