Travesuras de la niña mala (43 page)

Read Travesuras de la niña mala Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
11.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—He aprendido del Yakuza Fukuda —le dije yo—. He comprobado que las porquerías tienen también su gracia, en la cama.

—Por si quieres saberlo, en este momento te odio con toda mi alma y quisiera que te murieras —dijo ella, sordamente. No me había quitado la vista ni había pestañeado una sola vez.

—Cualquiera que no te conociera diría que estás celosa.

—Por si quieres saberlo, sí lo estoy. Pero, sobre todo, decepcionada de ti.

Le cogí la mano y la obligué a acercarse un poco, para decirle, sin que oyera nuestro vecino, el puercoespín tatuado:

—¿Qué significa esta payasada? ¿Qué haces aquí? Me clavó las uñas en la mano antes de contestarme. Lo hizo bajando también la voz:

—No sabes cómo lamento haberte buscado todo este tiempo. Pero ya sé que esa hippy te va a hacer pasar las de Caín, te va a meter cuernos y te va a dejar tirado como un trapo sucio.

Y no sabes cuánto me alegro.

—Estoy perfectamente entrenado para eso, niña mala. En cuestión de cuernos y abandonos, sé todo lo que hay que saber y todavía más.

Le solté la mano pero, en el acto, ella me la volvió a coger.

—Me había jurado no decirte nada sobre esa hippy —dijo, suavizando la voz y la expresión—. Pero, apenas te vi, no pude contenerme. Todavía me dan ganas de rasguñarte. Sé un poco más galante y pídeme una taza de té.

Llamé a la camarera andaluza y traté de soltarle la mano, pero la suya seguía aferrada a la mía.

—¿La quieres a esa hippy asquerosa? —me preguntó—. ¿La quieres más de lo que me querías a mí?

—A ti yo no creo que te haya querido nunca —le aseguré—. Tú eras para mí lo que era Fukuda para ti: una enfermedad. Ahora me he curado, gracias a Marcella.

Me examinó un rato y, sin soltarme la mano, sonrió con ironía por primera vez, mientras me decía:

—Si no me quisieras no te habrías puesto tan pálido ni tendrías tan quebrada la voz. ¿No irás a ponerte a llorar, Ricardito? Porque tú eres bastante lloroncito, si mal no recuerdo.

—Te prometo que no. Tienes la maldita costumbre de aparecer de pronto, como una pesadilla, en los momentos menos pensados. Ya no me hace gracia. La verdad, no esperaba volver a verte nunca más. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué haces acá en Madrid?

Cuando le trajeron la taza de té, pude examinarla un poco mientras ella le echaba un terrón de azúcar, movía el líquido, y escudriñaba la cucharilla, el platito y la taza haciendo ascos. Llevaba una falda blanca y unos zapatos también blancos y calados, que dejaban ver sus pequeños pies, de uñas pintadas con un esmalte transparente. Sus tobillos eran otra vez dos cañitas de bambú. ¿Habría estado enferma de nuevo? Sólo en la época de la clínica de Petit Clamart la había visto tan delgada. Llevaba los cabellos echados hacia atrás en dos bandas y sujetos con unos prendedores a la altura de las orejas, que lucían airosas como siempre. Se me ocurrió que, sin el enjuague al que probablemente debían su negrura, sus cabellos debían ser ya grises, acaso blancos como los míos.

—Todo parece sucio aquí —dijo, de pronto, mirando a su alrededor y exagerando la expresión de disgusto—. La gente, el local, hay telarañas y polvo por todas partes. Hasta tú pareces sucio.

—Esta mañana me duché y me jaboné de arriba abajo, palabra.

—Pero estás vestido como un pordiosero —dijo ella, cogiéndome la mano otra vez.

—Y tú como una reina —le dije yo—. ¿No tienes miedo de que te asalten y te roben en un sitio de muertos de hambre como éste?

—En esta nueva etapa de mi vida estoy dispuesta a correr cualquier peligro por ti —se rió ella—. Además, tú, que eres un caballero, me defenderías hasta la muerte, ¿no? ¿O desde que te juntas con hippies ya dejaste de ser un caballerito miraflorino? Se le había pasado la furia de un momento atrás y, ahora, apretándome la mano con firmeza, se reía. En sus ojos había una lejana reminiscencia de aquella miel oscura, una lucecita que encendía su cara demacrada y envejecida.

—¿Cómo me has encontrado?

—Me costó mucho trabajo. Meses. Mil averiguaciones, por todas partes. Y un montón de plata. Estaba muerta de susto, llegué a pensar que te habías suicidado. Esta vez de verdad.

—Esas estupideces se hacen sólo una vez, cuando uno está imbecilizado de amor por alguna mujer. Ya no es mi caso, felizmente.

—Tratando de encontrarte, me he peleado con los Gravoski —me dijo de pronto, enfureciéndose otra vez—. Elena me trató muy mal. No me quiso dar tu dirección ni decirme nada sobre ti. Y se puso a tomarme cuentas. Que yo te había hecho desgraciado, que estuve a punto de matarte, que tuve la culpa de que te diera un ataque cerebral, que he sido la tragedia de tu vida.

—Elena te dijo la pura verdad. Tú has sido la desgracia de mi vida.

—La mandé a la mierda. No pienso hablarle ni verla nunca más. Lo siento por Yilal, porque ya no creo que vuelva a verlo tampoco a él. Quién se ha creído esa idiota para tomarme cuentas a mí. ¿No estará enamorada de ti, ésa? Se movió en el asiento y, de repente, me pareció que empalidecía.

—¿Se puede saber para qué me has buscado?

—Quería verte y hablar contigo —dijo, sonriendo otra vez—. Te extrañaba. ¿Tú también a mí, un poquito?

—Tú reapareces y me buscas siempre entre dos amantes —le dije, tratando de zafarme de su mano. Esta vez lo logré—. ¿Te ha echado el marido de Martine? ¿Vienes a hacer un intermedio en mis brazos hasta que caiga en tus redes el próximo vejete?

—Ya no —me interrumpió, volviendo a cogerme la mano y adoptando el tonito burlón de antaño—. He decidido poner punto final a mis locuras. Voy a pasar mis últimos años con mi marido. Siendo una esposa modelo.

Me eché a reír y ella se rió también. Me rascaba la mano con sus deditos y yo tenía cada vez más ganas de sacarle los ojos.

—¿Tienes un marido, tú? ¿Se puede saber quién es?

—Todavía soy tu mujer y puedo probarlo, tengo los certificados —dijo, poniéndose seria—. Tú eres mi marido. ¿Ya no te acuerdas que nos casamos en la
mairie
del Cinquiéme?

—Fue una farsa, para conseguirte papeles —le recordé—. Nunca has sido mi mujer de verdad. Has estado conmigo por épocas, cuando tenías problemas, mientras no conseguías algo mejor. ¿Me vas a decir para qué me has buscado? Esta vez, si es que estás en problemas, no podría ayudarte aunque quisiera. Pero tampoco quiero. No tengo un centavo y vivo con una muchacha a la que quiero y que me quiere.

—Una hippy mugrienta que te va a largar en cualquier momento —dijo, enojándose otra vez—. Que no se ocupa de ti para nada, a juzgar por la manera como andas vestido. En cambio, de ahora en adelante yo te voy a cuidar. Me voy a ocupar de ti las veinticuatro horas del día. Como una esposa modelo. Para eso he venido, ya lo sabes.

Hablaba con la carita de burla de otros tiempos, desmintiendo con el irónico brillo de sus ojos las palabras que me iba diciendo. De tanto en tanto, tomaba un sorbito de té. Ese jueguecito estúpido consiguió irritarme.

—¿Sabes una cosa, niña mala? —le dije atrayéndola un poco para poder hablarle en voz muy baja, con toda la cólera que tenía acumulada—. ¿Te acuerdas de esa noche, en el departamento, en que estuve a punto de apretarte el pescuezo? Mil veces he lamentado no haberlo hecho.

—Todavía tengo ese vestido de bailarina árabe —susurró, con toda la picardía que le quedaba—. Me acuerdo muy bien de esa noche. Me pegaste y después hicimos el amor riquísimo. Me dijiste unas cositas muy bonitas. Hoy, no me has dicho ni una sola todavía. Estoy por creer que es verdad que ya no me quieres.

Tenía ganas de abofetearla, de sacarla del Café Barbieri a puntapiés, de hacerle todo el daño físico y moral que un ser humano puede hacer a otro, y, al mismo tiempo, gran imbécil, tenía ganas de tomarla en mis brazos, preguntarle por qué estaba tan delgadita y acabada, y acariñarla y besarla. Me ponía los pelos de punta imaginar que ella pudiera leer mis pensamientos.

—Si quieres que reconozca que me he portado mal contigo y que he sido una egoísta, lo reconozco —me susurró, acercándome la cara, pero yo le alejé la mía—. Si quieres que me pase el resto de la vida diciéndote que Elena tiene razón, que te he hecho daño y no he sabido valorar tu amor y esas idioteces, bueno, lo haré. ¿Eso es lo que quieres para que se te quite el rencor, Ricardito?

—Quiero que te vayas. Que de una vez por todas y para siempre desaparezcas de mi vida.

—Vaya, una huachafería. Ya era hora, niño bueno.

—No te creo una palabra de lo que dices. Sé muy bien que me buscas porque crees que te puedo echar una mano en alguno de tus enredos, ahora que ese pobre vejete te ha echado.

—No me echó, lo eché yo a él —me corrigió, con mucha calma. Mejor dicho, se lo entregué enterito a sus hijitos que tanto extrañaban a su papito. Debías estarme agradecido, niño bueno. Si supieras los dolores de cabeza y la plata que te ahorré yéndome con él, me besarías las manos. No sabes lo cara que le ha costado al pobre esta aventura.

Lanzó una risita penetrante, burlona, malvada a más no poder.

—Me acusaron de haberlo secuestrado —añadió, como festejándose una gracia—. Presentaron certificados médicos falsos al juez, diciendo que su padre tenía demencia senil, que no sabía lo que hacía cuando se escapó conmigo. La verdad, no valía la pena perder el tiempo peleando por él. Se lo devolví encantada. Que ellos y Martine le limpien los mocos y le tomen la presión arterial dos veces al día.

—Eres la persona más perversa que he conocido, niña mala. Un monstruo de egoísmo y de insensibilidad. Capaz de apuñalar con la mayor frialdad a las personas que mejor se portan contigo.

—Bueno, sí, tal vez sea así —asintió ella—. A mí también me han dado muchas puñaladas en la vida, te aseguro. No me arrepiento de nada de lo que he hecho. Bueno, salvo de haberte hecho sufrir a ti. He decidido cambiar. Por eso estoy aquí.

Se me quedó mirando con una carita de mosquita muerta que me irritó todavía más.

—Quien no te conozca que te compre. ¿Se te ocurre que voy a tomar en serio ese numerito de esposa arrepentida? ¿Tú, niña mala?

—Sí, yo. He venido a buscarte porque te quiero. Porque te necesito.

Porque no puedo vivir con nadie que no seas tú. Aunque te parezca un poco tarde, ahora ya lo sé. Por eso, de ahora en adelante, aunque me muera de hambre y tenga que vivir como una hippy, voy a vivir contigo. Y con nadie más. ¿Te gustaría que me vuelva una hippy y deje de bañarme? ¿Que me vista como el espantapájaros con el que andas? Lo que tú quieras.

Tuvo un ataque de tos y se le enrojecieron los ojos por el fuerte espasmo. Bebió un trago de mi vaso de agua.

—¿No te importa que salgamos de aquí? —me dijo, tosiendo de nuevo—.

Con este humo y este polvo no puedo respirar. Todo el mundo fuma aquí en España. Es una de las cosas que no me gusta de este país. Donde vayas, la gente te echa encima bocanadas de humo.

Pedí la cuenta, pagué y salimos. Cuando llegamos a la calle y la vi a la luz del día, me quedé espantado con su flacura. Sentada, sólo había advertido la delgadez de su cara. Pero, ahora, de pie, sin penumbra, era un desecho humano. Se había curvado un poco y caminaba insegura, como sorteando obstáculos. Sus pechos parecían haberse reducido hasta casi desaparecer y los huesitos de los hombros resaltaban, nítidos, por debajo de la blusa. Además de una cartera llevaba una carpeta abultada.

—Si te parece que me he vuelto muy flaca, muy fea y muy vieja, no me lo digas, por favor. ¿Dónde podemos ir?

—A ningún sitio. Aquí, en Lavapiés, todos los cafés son tan viejos y polvorientos como éste. Y todos están llenos de fumadores. Así que mejor nos despedimos aquí.

—Necesito hablar contigo. No será muy largo, te prometo.

Estaba cogida de mi brazo y sus de dos, tan delgaditos, tan huesudos, parecían los de una niñita.

—¿Quieres ir a mi casa? —le dije, arrepintiéndome al tiempo que se lo proponía—. Vivo aquí cerca. Pero, te advierto, te dará más asco que este café.

—Vamos a donde sea —dijo ella—.

Eso sí, si aparece esa hippy maloliente, le sacaré los ojos.

—Ella está en Alemania, no te preocupes.

La subida de los cuatro pisos fue larga y complicada. Subía los peldaños muy despacio y en cada rellano se detenía a descansar. En ningún momento se soltó de mi brazo. Cuando llegamos al último piso había palidecido todavía más y tenía la frente con brillos de sudor.

Apenas entramos, se dejó caer en el silloncito de la sala y respiró hondo. Luego, sin decir palabra, ni moverse del sitio, comenzó a examinar todo lo que tenía alrededor, con los ojos muy graves y el ceño y la frente fruncidos: los modelos y los dibujos y los trapos de Marcella desparramados por doquier, las revistas y los libros apilados en los rincones y en los estantes, el desbarajuste generalizado. Cuando llegó a la cama desarreglada, vi que su semblante se demudaba. Fui a la cocinita a traerle una botella de agua mineral. La encontré en el mismo sitio, mirando fijamente la cama.

—Tú tenías la manía del orden y de la limpieza, Ricardito —musitó—. Me parece increíble que vivas en semejante pocilga.

Me senté a su lado y me invadió una gran tristeza. Lo que decía era cierto. Mi pisito de la École Militaire, pequeño y modesto, siempre estuvo impecablemente limpio y ordenado. En cambio, este burdel reflejaba muy bien tu irreversible decadencia, Ricardito.

—Necesito que firmes algunos papeles —dijo la niña mala, señalándome la carpeta, que había puesto en el suelo.

—El único papel que te firmaría a ti sería el del divorcio, si ese matrimonio todavía vale —le respondí—. Conociéndote, no me extrañaría que me hagas firmar cualquier embrollo y que termine en la cárcel. Hace cuarenta años que te conozco, chilenita.

—Me conoces mal —dijo ella, muy tranquila—. Tal vez, a otros les podría hacer maldades. Pero a ti, no.

—A mí me has hecho las peores maldades que puede hacerle una mujer a un hombre. Me has hecho creer que me querías, mientras que, con toda la tranquilidad del mundo, seducías a otros caballeros porque tenían más dinero, y me largabas sin el menor cargo de conciencia. No lo has hecho una sino dos, tres veces. Dejándome destrozado, aturdido, sin ánimos de nada. Y, encima, tienes una vez más el atrevimiento de volver a decirme, con la cara más fresca, que quieres que vivamos juntos de nuevo. La verdad, eres como para exhibirte en los circos.

—Estoy arrepentida. No volveré a hacerte ninguna mala pasada.

Other books

Real Men Don't Quit by Coleen Kwan
Desire Becomes Her by Shirlee Busbee
Gypsy Davey by Chris Lynch
Child of the Journey by Berliner, Janet, Guthridge, George
The Jewel That Was Ours by Colin Dexter
Who Moved My Blackberry? by Lucy Kellaway
Aliens Versus Zombies by Mark Terence Chapman