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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (83 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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No estará fuera de lugar en esta ocasión hacer notar la flexibilidad de nuestros sentimientos y los varios cambios que fácilmente admiten de parte de los objetos con los cuales van unidos. Todos los sentimientos de aprobación que acompañan a una especie particular de objetos tienen una semejanza grande entre sí, aunque se derivan de diferentes fuentes, y, por otra parte, estos sentimientos, cuando se dirigen a diferentes objetos, son diferentes en su cualidad afectiva, aunque se derivan de la misma fuente. Así, la belleza de todos los objetos visibles produce un placer muy semejante, aunque se deriva a veces de la mera especie y apariencia de los objetos y a veces de la simpatía e idea de su utilidad. De igual modo siempre que consideramos las acciones y caracteres de los hombres sin un interés particular por ellas, el placer o dolor que surge de esta consideración es fundamentalmente del mismo género (con pequeñas diferencias), aunque quizá exista una gran diversidad en las causas de que se deriva. Por otra parte, una casa conveniente y un carácter virtuoso no producen el mismo sentimiento de aprobación, aunque el origen de nuestra aprobación sea el mismo y fluya de la simpatía e idea de su utilidad. Existe a veces algo inexplicable en esta variación de nuestros sentimientos; pero esto es lo que hemos notado por experiencia con respecto a todas nuestras pasiones y sentimientos.

Sección VI - Conclusión de este libro.

Así, considerado en conjunto, espero que nada falta para una prueba rigurosa de este sistema de ética. Es cierto que la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana. Es cierto también que tiene una gran influencia sobre nuestro sentido de la belleza, tanto cuando consideramos los objetos externos como cuando juzgamos de la moralidad. Hemos hallado que tiene fuerza suficiente para proporcionarnos los más poderosos sentimientos de aprobación cuando opera por sí sola sin la concurrencia de algún otro principio, como sucede en el caso de la justicia, la obediencia, la castidad y buenas maneras. Podemos observar que todas las circunstancias requeridas para su operación se hallan en las más de las virtudes que poseen en su mayor parte una tendencia hacia el bien de la sociedad o hacia el de la persona que las posee. Si comparamos todas estas circunstancias no dudaremos de que la simpatía es la fuente capital de las distinciones morales, especialmente si consideramos que ninguna objeción puede elevarse contra esta hipótesis en un caso que no se refiera a todos los casos que comprende. La justicia se estima ciertamente tan sólo porque posee una tendencia hacia el bien público, y el bien público nos es indiferente a no ser que la simpatía nos interese en él. Podemos suponer lo mismo con respecto a todas las demás virtudes que poseen una tendencia igual hacia el bien público.

Deben derivar todo su mérito de nuestra simpatía con los que logran alguna ventaja de ellas, del mismo modo que las virtudes que poseen una tendencia hacia el bien de la persona que las posee derivan su mérito de nuestra simpatía con ésta.

Muchos concederán fácilmente que las cualidades útiles del espíritu son virtuosas porque son útiles. Este modo de pensar es tan natural y se presenta en tantas ocasiones que pocos se harán un escrúpulo para admítirle. Ahora bien: una vez esto admitido, debe ser reconocida necesariamente la fuerza de la simpatía. La virtud se considera como medio para un fin. Los medios para un fin se estiman en tanto que el fin se estima; pero la felicidad de los que nos son extraños nos afecta por simpatía tan sólo. A este principio debemos adscribir, por consiguiente, el sentimiento de aprobación que surge de la consideración de todas las virtudes que son útiles a la sociedad o a la persona que las posee. Estas constituyen la parte más considerable de la moralidad.

Si fuese necesario en este asunto arrebatar el sentimiento de los lectores o emplear algo más que argumentos sólidos, encontraríamos suficientes tópicos para interesar a las afecciones. Todos los amantes de la virtud (y yo estoy seguro de que todos lo somos en la especulación aunque podamos degenerar en la práctica) deben ciertamente sentirse halagados al ver derivadas las distinciones morales de un origen tan noble, que nos da una noción justa de la generosidad y capacidad de la naturaleza humana. Se necesita tan sólo un conocimiento muy pequeño de los asuntos humanos para darse cuenta de que el sentido moral es un principio inherente al alma y uno de los más poderosos que entran en su composición. Sin embargo, este sentido debe adquirir nueva fuerza cuando reflexionando sobre sí mismo aprueba los principios de que se deriva y no halla más que lo bueno y lo grande en su comienzo y origen. Los que reducen el sentir moral a instintos originales del espíritu humano pueden defender la causa de la virtud con la autoridad suficiente; pero carecen de la ventaja que poseen los que explican este sentido mediante una simpatía extensa con el género humano. Según su sistema, no sólo la virtud puede ser aprobada, sino también el sentido de la virtud, y no solamente este sentido, sino también los principios de que se deriva. Así, que nada se presenta en alguna parte más que lo que es laudable y bueno.

Esta observación puede extenderse a la justicia y las demás virtudes de este género. Aunque la justicia es artificial, el sentido de su moralidad es natural. Es la combinación de los hombres en un sistema de conducta la que hace un acto de justicia beneficioso para la sociedad; pero una vez que posee esta tendencia naturalmente la aprobamos, y si no lo hiciéramos así sería imposible que una combinación o convención pudiese producir este sentimiento.

Las más de las invenciones de los hombres se hallan sujetas al cambio, dependen del humor y del capricho. Están en boga durante un cierto tiempo y después caen en olvido. Puede pensarse quizá que si la justicia se estimase ser del mismo género se hallaría colocada en las mismas condiciones. Sin embargo, los casos son muy diferentes. El interés sobre el que la justicia se funda es el más grande imaginable y se extiende a todos los tiempos y lugares. No puede ser garantizado por ninguna otra invención. Es manifiesto y se descubre por sí mismo ya en el primer momento de la formación de la sociedad. Todas estas causas hacen a las reglas de la justicia firmes e inmutables, o por lo menos tan inmutables como la naturaleza humana. Si se fundasen en instintos originales, ¿podrían tener una más grande estabilidad?

El mismo sistema nos puede ayudar a formarnos una justa noción de la felicidad lo mismo que de la dignidad de la virtud y puede interesar a todo principio de nuestra naturaleza para abrazar y apreciar esta noble cualidad. ¿Quién de hecho no experimenta un aumento de su celo en su persecución del conocimiento y habilidad, de cualquier género que sea, cuando considera que, aparte de las ventajas que resultan inmediatamente de estas adquisiciones, le concederán éstas un nuevo brillo ante los ojos del género humano e irán acompañadas universalmente de la estima y aprobación? ¿Y quién puede pensar que una ventaja de fortuna es compensación suficiente para la más pequeña violación de las virtudes sociales, cuando considera que no sólo su carácter con respecto a los otros, sino también su paz y satisfacción interior dependen de la estricta observancia de ellos y que un espíritu jamás será capaz de sufrir la consideración de sí mismo cuando ha faltado con respecto a sus cualidades con el género humano y la sociedad? Pero me abstengo de insistir sobre este asunto.

Tales reflexiones requieren una obra aparte muy distinta del tono de la presente. El anatónomo no puede nunca emular al pintor ni pretende dar en sus exactas disecciones y reproducciones de las más pequeñas partes del cuerpo humano una actitud o expresión graciosa o atractiva. Existe algo repugnante, o al menos mezquino, en el aspecto de las cosas que nos presentan, y es necesario que los objetos sean vistos a más distancia y dominados más en conjunto por la vista para hacerlos atractivos a los ojos y a la imaginación. Un anatónomo, sin embargo, se halla admirablemente dotado para hacer indicaciones a un pintor, y aun es imposible ser excelente en el último arte sin la ayuda del primero. Debemos tener un conocimiento exacto de las partes, de su situación y conexión, antes de que podamos dibujar con alguna elegancia o corrección. Así, las especulaciones más abstractas referentes a la naturaleza humana, aunque frías y áridas, llegan a ser útiles a la moral práctica y pueden hacer a esta ciencia más correcta en sus preceptos y más persuasiva en sus exhortaciones.

Apéndice

Nada haría con más gusto que buscar una oportunidad para confesar mis errores, y estimaría que este regreso hacia la verdad y la razón era más honroso que el juicio más exacto. El que se halla libre de errores no puede pretender más alabanzas que las que se refieren a la exactitud de su entendimiento; pero el que corrige sus errores muestra al mismo tiempo la exactitud de su entendimiento y el candor e ingenuidad de su temperamento. No he sido todavía tan feliz que haya descubierto algún error considerable en los razonamientos expuestos en el volumen precedente, excepto en un solo respecto; pero he hallado por experiencia que algunas de mis expresiones no han sido bien escogidas para evitar la mala inteligencia en los lectores, y para remediar capitalmente este defecto he unido a mi obra el siguiente Apéndice.

Jamás podemos ser llevados a creer en un hecho más que cuando su causa o su efecto nos están presentes; pero cuál es la naturaleza de la creencia que surge de la relación de causa y efecto es algo que pocos han tenido la curiosidad de preguntarse.

En mi opinión, el siguiente dilema es inevitable: O la creencia es alguna nueva idea, como la de realidad o existencia, que se une a la simple concepción de un objeto, o es meramente una cualidad afectiva o sentimiento peculiar. Podemos convencernos por los dos argumentos que ahora expongo de que no es una nueva idea unida a la concepción simple. Primeramente, no tenemos una idea abstracta de existencia distinguible y separable de la idea de los objetos particulares. Por consiguiente, es imposible que esta idea de existencia pueda unirse con la idea de un objeto o constituir la diferencia entre una concepción simple y la creencia. Segundo, el espíritu posee el dominio sobre todas sus ideas y puede separarlas, unirlas, combinarlas y variarlas como le agrade; de modo que si la creencia consistiese meramente en una nueva idea unida a la concepción, estaría en el poder del hombre creer lo que le agradase. Por consiguiente, podemos concluir que la creencia consiste tan sólo en una cierta cualidad afectiva o sentimiento, en algo que no depende de la voluntad, sino que debe surgir de ciertas causas determinadas y principios determinados de los cuales no somos los dueños. Cuando nos hallamos convencidos de un hecho no hacemos más que concebirlo al mismo tiempo que experimentamos una cierta cualidad afectiva diferente de la que acompaña al mero soñar despierto de la imaginación. Cuando expresamos nuestra incredulidad referente a un hecho queremos decir que los argumentos en favor de este hecho no producen esta cualidad afectiva. Si la creencia no consistiese en un sentimiento diferente de nuestra mera concepción, todos los objetos que nos fueran presentados por la imaginación más desenfrenada estarían en el mismo plano que las verdades más firmes fundadas en la historia y la experiencia. Tan sólo la cualidad afectiva o sentimiento distinguen las unas de las otras.

Por consiguiente, siendo considerado como una verdad indudable que la creencia no es más que un sentimiento peculiar diferente de la simple concepción, la cuestión que se presenta naturalmente en seguida es la de cuál es la naturaleza de esta cualidad afectiva o sentimiento y si es análoga a otro sentimiento de la naturaleza humana. Esta cuestión es importante, pues si no es análoga a algún otro sentimiento, podemos perder la esperanza de explicar sus causas y debemos considerarla como un principio original del espíritu humano. Si es análoga, podemos esperar explicar sus causas por analogías y derivarla de principios más generales. Ahora bien: que existe una mayor firmeza y solidez en las concepciones que son objeto de la convicción y seguridad que en las vagas e indolentes divagaciones del que hace castillos en el aire, lo confesará fácilmente todo el mundo. Nos impresionan con más fuerza, nos están más presentes, el espíritu tiene más dominio sobre ellas y es más influido y movido por ellas. Les concede su aquiescencia y en cierto modo se fija y reposa sobre ellas. En breve se aproximan más a las impresiones que nos son inmediatamente presentes y son, por consiguiente, análogas a muchas otras operaciones del espíritu.

No existe, a mi ver, ninguna posibilidad de evadir esta conclusión más que afirmar que la creencia, además de la concepción simple, consiste en alguna impresión o cualidad afectiva distinguible de la concepción. No modifica la concepción y la hace más presente e intensa; tan sólo se une a ella del mismo modo que la voluntad y el deseo se unen a las concepciones particulares del bien y placer. Pero las siguientes consideraciones espero que sean suficientes para eliminar esta hipótesis: Primero. Es totalmente contraria a la experiencia y a nuestra conciencia inmediata. Todos los hombres han concedido al razonar que es ésta meramente una operación de nuestros pensamientos e ideas, y aunque estas ideas puedan variar con respecto de la cualidad afectiva, nada entra en nuestras conclusiones más que ideas o nuestras concepciones más débiles. Por ejemplo: oigo en el momento presente la voz de una persona que me es conocida, y este sonido viene de la habitación contigua a la que ocupo. Esta impresión de mis sentidos sugiere inmediatamente mis pensamientos relativos a la persona juntamente con todos los objetos que la rodean.

Me la imagino como existente en el momento presente, con las mismas cualidades y relaciones que poseía primeramente. Estas ideas dominan más a mi espíritu que las ideas de un castillo encantado. Son diferentes en cuanto a la cualidad afectiva; pero no existe una impresión distinta o separada que las acompañe. Sucede lo mismo que cuando yo recuerdo los diferentes incidentes de un día o los sucesos de una historia.

Todo hecho particular es objeto de creencia. Su idea se modifica de un modo diferente a las vagas divagaciones del que hace castillos en el aire; pero no acompaña a toda idea distinta o concepción de un hecho una impresión distinta. Esto es asunto de simple experiencia. Si esta experiencia puede ser discutida en alguna ocasión, lo será cuando el espíritu se halla agitado por dudas y dificultades, y después, considerando el objeto desde un nuevo punto de vista, o siendo presentado éste con un nuevo argumento, se fija y reposa en una concisión y creencia estable. En este caso existe una cualidad afectiva distinta y separada de la concepción. El paso de la duda y agitación a la tranquilidad y el reposo sugiere una satisfacción y un placer al espíritu. Pero consideremos otro caso. Supongamos que veo las piernas y muslos de una persona en movimiento, mientras que algún objeto interpuesto nos oculta el resto de su cuerpo. En este caso es cierto que la imaginación reconstruye toda su figura. Le concedo una cabeza y espaldas y un pecho y cuello. Estos miembros los imagino y creo que la persona los posee. Nada puede ser más evidente que esta operación entera se realiza tan sólo por el pensamiento o la imaginación. La transición es inmediata. Las ideas nos impresionan presentemente. Su conexión habitual con la impresión presente las varía y modifica de cierta manera; pero no produce un acto del espíritu distinto de esta peculiaridad de la concepción. Si cada uno examina su propio espíritu hallará evidentemente que esto es cierto.

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