Tratado de la Naturaleza Humana (80 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Puesto que los principios de la simpatía y la comparación con nosotros mismos son completamente contrarios, merecerá la pena de detenernos para considerar qué reglas generales pueden crearse, además del temperamento particular de una persona, para que el uno o el otro prevalezcan. Supongamos que yo me hallo ahora en seguridad en tierra y quiero obtener algún placer mediante esta consideración: debo pensar en la miserable condición de los que se hallan en el mar durante una tormenta y debo tratar de hacer esta idea tan fuerte y vivaz como sea posible para hacerme más sensible a mi propia felicidad. Sin embargo, cualesquiera que sean los trabajos que me tome, la comparación jamás tendrá una eficacia igual a la que tendría si me hallase realmente en la orilla

y viese un barco a cierta distancia arrastrado por una tempestad y en peligro constante de perecer sobre una roca o en un banco de arena. Sin embargo, supongo que esta idea llega a ser aún más vivaz. Supongamos que el barco se aproxima a mí, que yo puedo percibir el dolor pintado en los gestos de los marineros y pasajeros, oír sus gritos dolorosos, ver a los amigos más queridos decirse el último adiós o tomar juntos la resolución de perecer los unos en los brazos de los otros; ningún hombre tendrá un corazón tan duro que obtenga un placer de este espectáculo o resista a los movimientos de la más tierna compasión y simpatía. Es evidente, por consiguiente, que existe en este caso un término medio y que si la primera idea era demasiado débil no tenía influencia por la comparación, y si era, por otra parte, demasiado fuerte actuaba sobre nosotros por simpatía, que es lo contrario de la comparación.

Siendo la simpatía la conversión de una idea en una impresión, exige una mayor fuerza y vivacidad en la idea que la que se requiere para la comparación.

Todo esto se aplica fácilmente al asunto presente. Descendemos mucho ante nosotros mismos cuando nos hallamos en presencia de un gran hombre o de un genio superior, y esta humildad constituye un ingrediente considerable del respeto que concedemos a nuestros superiores, de acuerdo con nuestro precedente razonamiento acerca de esta pasión. A veces, aun la envidia y el odio surgen de la comparación; pero en la mayor parte de los hombres no se pasa del respeto y la estima.

Como la simpatía posee una influencia tan poderosa sobre el espíritu humano, hace que el orgullo tenga en cierto modo el mismo efecto que el mérito, y haciéndonos penetrar en los sentimientos elevados que el hombre orgulloso abriga de sí mismo presenta la comparación, que es tan mortificante y desagradable. Nuestro juicio no acompaña necesariamente el concepto laudatorio que tiene de sí mismo; pero es lo suficientemente sensible para admitir la idea que se le presenta y para que ésta adquiera un influjo sobre las concepciones inconexas de la imaginación.

Un hombre que en un rato de mal humor quisiese formar la noción de una persona poseyendo un mérito muy superior al suyo propio no se sentiría mortificado por esta ficción; pero si un hombre se nos presenta y estamos persuadidos realmente de que le somos inferiores en mérito, y si observamos en él un grado extraordinario de orgullo o de alto concepto de sí mismo, la firme convicción que él tiene de su propio mérito se apodera de la imaginación y nos disminuye ante nuestros ojos de la misma manera que si él se hallase poseído de todas las buenas cualidades que se atribuye a sí mismo tan decididamente. Nuestra idea se encuentra aquí precisamente en el punto medio que se requiere para hacer que actúe sobre nosotros por comparación. Si fuera acompañada de la creencia y la persona pareciese poseer el mismo mérito que ella misma supone, tendría un efecto contrario y actuaría sobre nosotros por la simpatía. La influencia de este principio sería superior a la de la comparación, o sea lo contrario que sucede cuando el mérito de la persona parece ser inferior a sus pretensiones.

La consecuencia necesaria de estos principios es que el orgullo o el concepto presuntuoso de nosotros mismos debe ser vicioso, pues produce dolor en todos los hombres y se presenta a ellos en todo momento acompañado de una comparación desagradable. Es una observación trivial en filosofía, y aun en la vida y conversación corriente, que es nuestro propio orgullo el que hace que nos desagrade tanto el orgullo de las otras personas y que la vanidad nos es insoportable tan sólo porque somos vanos. El de carácter alegre se asocia naturalmente con el que es alegre, y el inclinado al amor, con el amoroso; pero el orgulloso jamás puede sufrir al orgulloso, y busca más bien la compañía de los que se hallan en disposición contraria. Como todos nosotros somos hasta cierto punto vanidosos, el orgullo es censurado y condenado universalmente por todo el género humano por poseer tendencia a causar dolor en los otros sujetos mediante la comparación. Y este efecto debe seguirse tanto más naturalmente cuanto que los que tienen un concepto mal fundado de sí mismos hacen siempre estas comparaciones y no tienen otro modo de mantener su vanidad. Un hombre de buen sentido y mérito se halla satisfecho de sí mismo independientemente de todas las consideraciones de los otros; pero un tonto debe hallar siempre una persona que sea más tonta para hacerle contentarse con sus propias dotes y entendimiento.

Aunque un concepto presuntuoso de nuestro propio mérito sea vicioso y desagradable, nada puede ser más laudable que tener una estima de nosotros mismos cuando realmente apreciamos cualidades que son estimables. La utilidad y ventaja para nosotros mismos de una cualidad es la fuente de la virtud, lo mismo que lo es su agrado para los otros, y es cierto que nada nos es más útil en la conducta de la vida que un justo grado de orgullo, que nos da confianza y seguridad en nuestros proyectos y empresas. Cualquiera que sea la cualidad de que nos hallemos dotados, ésta será completamente inútil si no nos damos cuenta de ella y si no concebimos designios que le sean adecuados. En todas las ocasiones necesitamos conocer nuestra propia fuerza, y si es permitido equivocarse en algún sentido, será más ventajoso equivocarse en favor de nuestro mérito que formarnos ideas acerca de él que estén por bajo de su justo valor.

Añádase a esto que aunque el orgullo o alabanza de sí mismo puede a veces ser desagradable a los otros es siempre agradable para nosotros mismos, del mismo modo que la modestia, aunque proporciona placer a todo el que la observa, produce frecuentemente dolor en la persona que se halla dotada de ella. Ahora bien: ha sido observado que nuestras propias sensaciones determinan el vicio y la virtud de una cualidad lo mismo que las sensaciones que ésta puede suscitar en los otros.

Así, la satisfacción de sí mismo y la vanidad no sólo son permitidas, sino requeridas en un carácter. Sin embargo, es cierto que la buena crianza y decencia requieren que evitemos todos los signos y expresiones que tienden a mostrar directamente esta pasión. Tenemos todos nosotros una parcialidad prodigiosa para con nosotros mismos, y si expresásemos claramente nuestros sentimientos en este particular nos produciríamos mutuamente la más grande indignación los unos a los otros, no sólo por la presencia inmediata de un asunto tan desagradable de comparación, sino también por lo contrario de nuestros juicios. Por consiguiente, del mismo modo que hemos establecido las leyes de la naturaleza para asegurar la propiedad en la sociedad y evitar la oposición del interés egoísta establecemos las reglas de la buena crianza para evitar la oposición del orgullo de los hombres y hacer el trato agradable e inofensivo. Nada es más desagradable que el concepto presuntuoso que un hombre tiene de sí mismo. Todo el mundo tiene casi una tendencia tan fuerte a este vicio.

Nadie puede distinguir bien en sí mismo entre vicio y virtud o hallarse cierto de que está bien fundada su estima de su propio mérito; por estas razones todas las expresiones directas de esta pasión se condenan y ni hacemos excepción en esta regla en favor de los hombres de buen sentido y mérito. No se concede que se hagan a sí mismos claramente justicia en sus palabras más que las otras gentes se la hacen, y si muestran reserva y duda secreta con respecto a hacerse a sí mismos justicia en sus propios pensamientos son más aplaudidos. Esta inclinación impertinente y casi universal de los hombres a sobreestimarse a sí mismos nos ha producido un prejuicio tal contra la alabanza propia, que nos sentimos llevados a condenarla, según una regla general, siempre que la descubrimos, y sólo con alguna dificultad la concedemos como un privilegio a los hombres de buen sentido, y esto aun en sus más secretos pensamientos. Al menos debe reconocerse que alguna disimulación en este respecto es absolutamente requerida y que si abrigamos orgullo en nuestros pechos debemos mantener un exterior agradable y mostrar un aspecto de modestia y de deferencia mutua en toda nuestra conducta y vida. Debemos en toda ocasión mostrarnos prestos a preferir a nosotros los otros, a tratarlos con una especie de respeto aun cuando sean nuestros iguales, a parecer siempre los inferiores y últimos en la sociedad cuando no somos muy superiores a los demás, y si observamos estas reglas en nuestra conducta los hombre serán más indulgentes para nuestros sentimientos secretos cuando los revelamos de un modo indirecto.

No creo que nadie que tenga práctica del mundo y pueda penetrar en los sentimientos de los hombres afirmo que la humildad, la buena crianza y la decencia requieran de nosotros ir más allá del aspecto externo o que una absoluta sinceridad en este respecto sea estimada como un elemento de nuestro deber. Por el contrario, podemos observar que un orgullo o estima de sí mismo genuino y cordial, si se halla bien oculto y fundado, es esencial para el carácter de un hombre de honor y que no hay cualidad del espíritu que sea más indispensable requisito para procurar la estima y la aprobación del género humano. Existen ciertas deferencias y sumisiones mutuas que la costumbre exige de los diferentes rangos de los hombres, los unos con respecto de los otros, y todo el que se excede en este particular, si lo hace por interés, es acusado de bajeza; si por ignorancia, de simplicidad. Es necesario, por consiguiente, conocer nuestro rango y situación en el mundo, ya sea fijado por nuestro nacimiento, fortuna, empleo, talento o reputación. Es necesario experimentar el sentimiento y pasión del orgullo en conformidad con ello y regular nuestras acciones de acuerdo con esto. Se dirá que la prudencia puede bastar para regular nuestras acciones en dicho particular sin un orgullo real; responderé que aquí el objeto de la prudencia es conformar nuestras acciones en el general uso y costumbre y que es imposible que el aire oculto de superioridad pueda haber sido establecido y autorizado por la costumbre, a menos que éstos no fuesen habitualmente orgullosos y que esta pasión fuese en general aprobada cuando estuviese bien fundada.

Si pasamos de la vida y conversación corrientes a la historia, el razonamiento anterior adquiere una nueva fuerza al observar que todas las grandes acciones y sentimientos que han llegado a ser la admiración del género humano no se fundaron más que en el orgullo y la estima de sí mismo. «Id -decía Alejandro el Magno a sus soldados cuando no quisieron seguirle a la India-, id a contar a vuestros compatriotas que habéis dejado a Alejandro acabando la conquista del mundo.» Este pasaje fue particularmente admirado por el príncipe de Condé, como sabemos por SaintEvremond. Dice el príncipe: «Alejandro, abandonado por sus soldados, entre bárbaros aún no completamente sometidos, experimentó en sí mismo una dignidad y derecho de mando tal que no pudo creer posible que nadie rehusase el seguirle. Le era indiferente hallarse en Europa, en Asia, entre los griegos y los persas: donde hallaba hombres imaginaba que había hallado súbditos.»

En general, podemos observar que todo lo que llamamos virtud heroica y admiramos por su carácter de grandeza y elevación de alma no es más que un orgullo continuo y bien establecido o participa con mucho de esta pasión. Valor, intrepidez, ambición, amor de la gloria, magnanimidad y las demás brillantes virtudes de este género contienen claramente un importante elemento de estima de sí mismo y derivan una gran parte de su mérito de este origen. De acuerdo con esto hallamos que muchos predicadores religiosos censuran estas virtudes como puramente paganas y naturales y nos presentan las excelencias de la religión cristiana, que coloca la humildad en el rango de las virtudes y corrige el juicio del mundo y aun de los filósofos, que tan generalmente admiran todos los esfuerzos del orgullo y la ambición. No pretenderé determinar si la virtud de la humildad ha sido bien entendida. Me contento con hacer la concesión de que el mundo estima naturalmente un orgullo bien regulado, que determina secretamente nuestra conducta sin manifestarse en expresiones inconvenientes de vanidad que puedan ofender la vanidad de los otros.

El mérito del orgullo o estima de sí mismo se deriva de dos circunstancias, a saber: su utilidad y su agrado para nosotros mismos, por las que nos capacita para nuestros asuntos y al mismo tiempo nos produce una satisfacción inmediata. Cuando va más allá de los debidos límites pierde la primera ventaja y hasta se hace perjudicial, razón por la que condenamos un orgullo y ambición extravagantes, aunque regulados por el decoro de la buena crianza y cortesía. Sin embargo, como esta pasión es aún agradable y sugiere una sensación elevada y sublime para la persona que se halla afectada por ella, la simpatía con esta satisfacción disminuye considerablemente la censura que naturalmente acompaña a su influencia peligrosa sobre nuestra conducta y vida. De acuerdo con esto podemos observar que un valor excesivo o magnanimidad, sobre todo cuando se desarrolla bajo los reveses de la fortuna, contribuye en gran medida al carácter de un héroe y concederá a una persona la admiración de la posteridad, al mismo tiempo que echa a perder sus asuntos y le lleva a peligros y dificultades que no habría conocido de otro modo.

El heroísmo o gloria militar es muy admirado por la generalidad de los hombres.

Lo consideran como el género más sublime de mérito. Los hombres de reflexión fría no se sienten exaltados en sus alabanzas con respecto a él. Las infinitas confusiones y desórdenes que ha causado en el mundo disminuyen mucho su mérito a sus ojos.

Cuando quieren oponerse a las ideas populares en este respecto, pintan los males que esta supuesta virtud ha producido para la sociedad humana: la destrucción de imperios, la devastación de regiones, el saqueo de ciudades. Mientras estos males se hallan presentes a nosotros nos sentimos más inclinados a odiar que a admirar la ambición de los héroes; pero cuando fijamos nuestra vista en la persona misma que es el autor de todo este daño, hay algo tan deslumbrador en su carácter, su mera contemplación eleva el alma de tal modo, que no podemos rehusarle nuestra admiración. El dolor que sentimos por su tendencia a perjudicar a la sociedad es dominado por una simpatía más fuerte y más inmediata.

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