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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (79 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Si examinamos los panegíricos que comúnmente se hacen de los grandes hombres hallaremos que las más de las cualidades que se les atribuyen pueden ser divididas en dos géneros, a saber: las que les hacen llevar a cabo su parte en la sociedad y las que les hacen útiles a sí mismos y los capacitan para trabajar por su propio interés. Su prudencia, templanza, frugalidad, industria, asiduidad, arresto, destreza, se celebran del mismo modo que su generosidad y humanidad. Si somos indulgentes con alguna cualidad que incapacita al hombre para representar un papel en la vida es ésta la indolencia, que no se supone que le priva de una parte de su capacidad, sino solamente que suspende su ejercicio, y esto sin inconveniente para la persona misma, puesto que es en alguna medida cosa de su propia elección. Sin embargo, la indolencia se concede siempre que es un defecto muy grande, si no extremo, y jamás a un amigo se le reconoce sometido a ella más que para salvar su carácter en otros aspectos más importantes. Se dice: podía hacer un papel si él quisiera aplicarse a ello; su entendimiento es sólido, su concepción rápida y su memoria tenaz, pero odia el trabajo y es indiferente a lo que respecta a su fortuna. Este hombre puede hallarse a veces sujeto a la vanidad, aunque con el aire de confesar su defecto, porque puede pensar que su incapacidad para el trabajo implica cualidades mucho más nobles, como un espíritu filosófico, un gusto fino, un ingenio delicado y un sentido para los placeres de la sociedad. Sin embargo, tomemos otro caso: supongamos una cualidad que, sin ser una indicación de otras cualidades buenas, incapacita a un hombre siempre para el trabajo y es fatal para sus intereses, como un entendimiento desatinado y un juicio absurdo de todo en la vida, inconstancia e irresolución o falta de habilidad en el manejo de los hombres y los negocios; todas éstas se concede que son imperfecciones del carácter, y muchos hombres preferirían tomar sobre sí los más grandes crímenes a ser sospechados de hallarse en algún grado sujetos a ellas.

Es una gran ventaja para nuestras investigaciones filosóficas hallar el mismo fenómeno diversificado por una serie de circunstancias, y descubriendo lo que es común entre los diversos casos podemos asegurarnos mejor de la verdad de una hipótesis de la que podemos hacer uso para explicarlo. Si no fuese estimado como virtud más que lo beneficioso para la sociedad, estoy persuadido que la explicación precedente del sentido moral debía ser también admitida, y esto con evidencia suficiente; pero esta evidencia debe aumentar para nosotros cuando hallemos otros géneros de virtud que no admiten más explicación que nuestra hipótesis. Ved un hombre que no carece de un modo notable de sus cualidades sociales, pero que se recomienda principalmente por su destreza en los negocios, por la que ha salido por sí mismo de las más grandes dificultades y llevado los asuntos más delicados con una habilidad y prudencia singulares. Hallo que una estima hacia él surge inmediatamente en mí; su compañía me es una satisfacción, y antes de tener un trato ulterior con él preferiría prestarle un servicio que hacerlo a otros cuyo carácter es en todo respecto igual, pero es deficiente en este particular. En este caso las cualidades que me agradan son consideradas como útiles para la persona y como teniendo una tendencia a promover su interés y satisfacción. Se las considera tan sólo como medios para un fin y me agradan en proporción con su adecuación para este fin. El fin, por consiguiente, debe serme agradable. Pero ¿qué hace agradable el fin? La persona es extranjera; no me hallo de manera alguna interesado por ella y no me encuentro sometido a ninguna obligación para con ella; su felicidad no me preocupa más que la felicidad de todo ser humano, y de hecho, de toda criatura sensible; esto es, me afecta solamente por simpatía. Mediante este principio, siempre que descubro su felicidad o bien, en sus causas o en sus efectos, penetro tan profundamente en ello que me produce una emoción apreciable. La apariencia de las cualidades que tienen una tendencia a promoverla posee un efecto agradable sobre mi imaginación y despierta mi amor y mi estima.

Esta teoría puede servir para explicar por qué las mismas cualidades, en todos los casos, producen orgullo y amor, humildad y odio, y el mismo hombre es virtuoso o vicioso, perfecto o vil para los otros cuando lo es para sí mismo. Una persona en la que descubrimos una pasión o hábito que originalmente es tan sólo incómodo para ella misma se nos hace siempre desagradable por esta razón, lo mismo que, por otra parte, una persona cuyo carácter es sólo peligroso o desagradable a los otros no puede jamás hallarse satisfecha de sí misma en tanto que se da cuenta de esta desventaja. Esto no sólo puede observarse con respecto a los caracteres y a las maneras, sino que puede ser notado aun en las más pequeñas circunstancias. Una tos violenta en otro nos produce desagrado aunque en sí misma no nos afecta en lo más mínimo.

Un hombre se sentirá mortificado si se le dice que tiene un aliento desagradable aunque es evidente que no constituye una molestia para él. Nuestra fantasía cambia fácilmente su situación o contemplándonos tal como aparecemos a los otros o considerando a los otros tal como se experimentan a sí mismos; penetramos por este medio en los sentimientos que de ningún modo nos pertenecen y por los que nada más que la simpatía es capaz de interesarnos. Esta simpatía nos lleva a veces tan lejos que nos sentimos desagradados con una cualidad cómoda para nosotros meramente porque desagrada a los otros, y nos hace desagradables a sus ojos aunque quizá no podemos tener nunca ningún interés en hacernos agradables a ellos.

Han existido muchos sistemas de moralidad, expuestos por los filósofos en todas las edades; pero si se los examina rigurosamente pueden ser reducidos a dos que tan sólo merecen nuestra atención. El bien y el mal moral son distinguidos ciertamente por nuestros sentimientos, no por nuestra razón; pero estos sentimientos pueden surgir o de la mera forma o apariencia de los caracteres y pasiones o de las reflexiones sobre su tendencia hacia la felicidad del género humano y de las personas particulares. Mi opinión es que las dos causas se hallan mezcladas en nuestro juicio o moral del mismo modo que lo están en nuestras decisiones referentes a los más de los géneros de la belleza externa, aunque soy también de la opinión que las reflexiones acerca de las tendencias o de las acciones tienen con mucho la mayor influencia y determinan lo más importante de nuestros deberes. Existen, sin embargo, casos de menos importancia en los que el gusto inmediato o sentimiento produce nuestra aprobación. El ingenio y una conducta fácil y desenvuelta son cualidades inmediatamente agradables a los otros y conquistan su amor y estima. Algunas de estas cualidades producen satisfacción en los otros por principios originales particulares de la naturaleza humana que no pueden ser explicados; otras pueden ser reducidas a principios que son más generales. Esto aparecerá mejor después de una investigación particular.

Del mismo modo que algunas cualidades adquieren su mérito por ser inmediatamente agradables a los otros, sin necesidad de ninguna tendencia hacia el interés público, se denominan algunas virtuosas por ser inmediatamente agradables a la persona misma que las posee. Cada una de las pasiones y actividades del espíritu tiene su peculiar cualidad afectiva, que debe ser agradable o desagradable. La primera es virtuosa; la segunda, viciosa. Esta peculiar cualidad afectiva constituye la naturaleza de las pasiones y, por consiguiente, no necesita ser explicada.

Sin embargo, aunque directamente la distinción de vicio y virtud parezca fluir inmediatamente de los placeres y dolores inmediatos que cualidades particulares nos causan a nosotros y los otros, es fácil observar que dependen también del principio de la simpatía, sobre el que se ha insistido. Nos agrada una persona que posee cualidades inmediatamente agradables a aquellos con quienes tiene relación aunque quizá nosotros mismos jamás obtengamos placer de ella. También nos agrada una persona posee cualidades que son inmediatamente agradables para ella misma aunque ellas no presten servicio alguno a ningún mortal. Para explicar esto debemos recurrir a los precedentes principios.

Resumiendo la hipótesis presente: toda cualidad del espíritu es denominada virtuosa cuando produce placer por la mera contemplación, del mismo modo que toda cualidad que produce dolor se llama viciosa. Este placer y este dolor pueden surgir de cuatro fuentes diferentes, pues logramos placer por la consideración de un carácter que se halla adecuado para ser útil a los otros o a la persona misma o que es agradable a los otros o a la misma persona. Alguien puede quizá mostrarse sorprendido de que entre todos estos intereses y placeres nos olvidemos del nuestro propio, que nos toca tan de cerca en toda otra ocasión; pero nos satisfaremos fácilmente acerca de este asunto si consideramos que siendo diferentes todo placer particular e intereses de una persona, es imposible que los hombres se hallen de acuerdo acerca de sus sentimientos y juicios, a menos que escojan un punto de vista común desde el que puedan contemplar su objeto y que pueda hacer que aparezca idéntico a los demás. Ahora bien: al juzgar de los caracteres, el único interés o placer que aparece el mismo a todo espectador es el de la persona misma cuyo carácter se examina o el de personas que tienen una conexión con él, y aunque tales intereses y placeres nos afectan más débilmente que los nuestros, sin embargo, siendo más constantes y universales, contrarrestan a los últimos siempre en la práctica y son sólo admitidos en la especulación como criterio de virtud y moralidad. Sólo ellos producen esta particular cualidad afectiva o sentimiento del que dependen las distinciones morales.

Igualmente el merecimiento, bueno o malo, de la virtud o el vicio es una consecuencia evidente de los sentimientos de placer y dolor. Estos sentimientos producen amor u odio, y amor u odio, por la constitución original de la pasión humana, van acompañados con benevolencia o cólera, esto es, con un deseo de hacer feliz a la persona que amamos y desgraciada a la que odiamos. Hemos tratado de esto más detalladamente en otra ocasión.

Sección II - De la grandeza de alma.

Será oportuno ilustrar este sistema general de moral aplicándole a casos particulares de virtud y vicio y mostrando cómo el mérito o demérito surgen de los cuatro orígenes aquí explicados. Comenzaremos examinando las pasiones de orgullo y humildad y consideraremos el vicio y la virtud que se halla en su exceso o justa proporción. Un orgullo excesivo o concepto presuntuoso de nosotros mismos se estima siempre como vicioso y es universalmente odiado, del mismo modo que la modestia o un justo sentido de la debilidad se estima como virtuoso y despierta la buena voluntad de todo el mundo. Esto debe ser adscrito a la tercera de las cuatro fuentes de las distinciones morales, a saber: el agrado o desagrado inmediato que una cualidad produce a los otros, sin reflexión acerca de la tendencia de esta cualidad.

Para probar esto debemos recurrir a dos principios que son muy notables en la naturaleza humana. El primero de éstos es la simpatía y comunicación de sentimientos y pasiones, antes mencionadas. Tan estrecha e íntima es la correspondencia de las almas humanas, que apenas se aproxima a una persona a mí difunde sobre mi ser entero todas sus opiniones e influye en mi juicio en un grado mayor o menor. Aunque en muchas ocasiones mi simpatía con ella no vaya tan lejos que cambie totalmente mis sentimientos y mi modo de pensar, en general no es nunca tan débil que no perturbe el fácil curso de mi pensamiento y no conceda una autoridad a la opinión que se me recomienda por su asentimiento y aprobación. No es de ninguna importancia el objeto al que ella y yo apliquemos nuestros pensamientos. Ya juzguemos de una persona indiferente o de una de mi mismo carácter, mi simpatía concede igual fuerza a su decisión, y aun sus sentimientos y su propio mérito me hacen considerarla del mismo modo que ella se considera a sí misma.

El principio de la simpatía es de una naturaleza tan poderosa e insinuante que penetra los más de nuestros sentimientos y pasiones y frecuentemente tiene lugar bajo la apariencia de su contrario, pues es notable que cuando una persona se me opone en algo a lo que yo me inclino marcadamente, y despierta mi pasión por la contradicción, experimento siempre un grado de simpatía con ella, y mi movimiento de ánimo no procede de otro origen. Podemos observar aquí un conflicto evidente o encuentro de dos pasiones y principios opuestos. Por una parte, existe la pasión o sentimiento que me es natural, y puede observarse que cuanto más fuerte una pasión es, más fuerte es la emoción. Debe existir también una pasión o sentimiento contrario, y esta pasión no puede proceder más que de la simpatía. Los sentimientos de los otros sujetos jamás pueden afectarnos más que convirtiéndose en cierto modo en los nuestros, en cuyo caso actúan sobre nosotros oponiéndose a nuestras pasiones y aumentándolas del mismo modo que si se hubiesen derivado originalmente de nuestro temperamento y disposición. Mientras permanecen encerradas en los espíritus de los otros jamás pueden tener alguna influencia sobre nosotros, y aun cuando son conocidas, si no atraen más que a la imaginación o concepción, como esta facultad se halla tan acostumbrada a objetos de todo género, una mera idea, aunque contraria a nuestros sentimientos e inclinaciones, jamás será por sí sola capaz de afectarnos.

El segundo principio que tengo en cuenta es el de comparación o el de la variación de nuestros juicios referentes a objetos según la relación que tienen con aquellos otros con los que los comparamos. Juzgamos más frecuentemente por comparación de los objetos que por su valor intrínseco, y consideramos todo como insignificante cuando lo ponemos en oposición con lo que es superior dentro del mismo género. Sin embargo, ninguna comparación es más clara que la que se refiere a nosotros mismos, y de aquí que en todas las ocasiones tenga lugar y se mezcle con las más de nuestras pasiones. Este género de comparación es totalmente contrario a la simpatía en su actuación, como ya lo hemos hecho observar al tratar de la compasión y malicia. En todos los géneros de compasión, un objeto nos hace obtener de otro con el que se compara una sensación contraria a la que surge de él mismo en su consideración directa e inmediata. La consideración directa del placer de otro nos produce naturalmente placer, y, por consiguiente, produce dolor cuando lo comparamos con el nuestro propio. Su dolor, considerado en sí mismo, es penoso, pero aumenta la idea de nuestra propia felicidad y nos concede placer.

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