Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Yo nunca le había visto tan serio.
—¿Sabes? —añadió—, también hemos conseguido averiguar hacia dónde se dirigía el Paraíso Heechee, sin lugar a dudas. ¿Puedo enseñarte una fotografía?
La respuesta, por supuesto, era retórica. Ni yo le contesté, ni él esperó mi respuesta. Se retiró a una esquina de la pantalla plana mientras aparecía la imagen. Era una media luna blanca de contornos muy nítidos. No era simétrica. La media luna quedaba a un lado de la imagen, y el resto estaba vacío salvo por un halo de tenue luz que, surgiendo desde los extremos de la media luna, completaba la figura hasta convertirla en una elipse.
—Es una lástima que no puedas verlo en color, Robín —dijo Albert desde su rincón—. Es más azul que blanca. ¿Quieres que te explique qué es lo que estás viendo? Se trata de la órbita que traza cierta materia en torno a un objeto de gran tamaño. La materia que queda a tu izquierda, que se acerca a nosotros, viaja a la suficiente velocidad como para emitir luz. La que queda a la derecha, que se aleja, viaja a una velocidad menor en relación a nosotros. Lo que estás viendo es materia convirtiéndose en radiación a medida que un enorme agujero negro la absorbe, en el centro de la galaxia.
—No sabía yo que la velocidad de la luz pudiera ser relativa —solté.
Albert aumentó de tamaño hasta volver a ocupar toda la pantalla.
—Y no lo es. Robín, pero la velocidad orbital de la materia que la produce, sí lo es. La fotografía pertenece a los archivos de Pórtico, y hasta hace bien poco no pudo situarse su exacta localización en el espacio. Pero ahora está más que claro que se trata, en el más estricto sentido de la expresión, del centro de la galaxia.
Se detuvo para encender su pipa, mirándome fijamente. No le metí prisa, y cuando acabó de encenderla, dándole rápidas pitadas, dijo:
—Robín, a menudo no estoy seguro de qué información debo proporcionarte. Si tú me haces una pregunta, la cosa cambia. Sea lo que sea lo que me preguntes, te diré tanto como estés dispuesto a escuchar. Te explicaré incluso lo que una cosa pueda ser, si es que me pides que formule una hipótesis; hasta aventuraré hipótesis cuando, de acuerdo con las instrucciones que se le han dado a mi programación, me parezca oportuno. La compañera Lavorovna-Broadhead ha establecido una normativa muy compleja a este respecto, pero, para simplificar, te diré que puede reducirse a una ecuación. Llamaremos V al «valor» de una hipótesis. Llamaremos P a la probabilidad de que ésta sea cierta. Si consigo que la suma de V más P sea igual a uno, como mínimo, entonces puedo, y lo hago, aventurar una hipótesis. ¡Pero ni te imaginas, Robín, lo difícil que es asignar a V y P los adecuados valores numéricos! En el caso que ahora nos ocupa, no tengo ni la más remota idea de qué valores asignarles para que la hipótesis pueda tener visos de probable. Pero la importancia de este caso es enorme. En todos los sentidos, su importancia puede considerarse infinita.
A esas alturas, yo ya estaba sudando la gota gorda. Lo único que soy capaz de asegurar respecto del programa Albert Einstein es que, cuanto más tarda en explicarme una cosa, menos seguro está de que me vaya a gustar oírlo.
—Albert, suéltalo ya de una vez.
—Seguro que sí, Robín —dijo, asintiendo con la cabeza pero incómodo al sentirse presionado—. Pero antes déjame que te diga que la conjetura que voy a explicarte, satisface no sólo las leyes de la astrofísica conocida, por más que a un nivel bastante complejo, sino que también contesta algunas otras preguntas, como por ejemplo adonde se dirigía el Paraíso Heechee cuando le hicisteis dar media vuelta, y por qué los mismos Heechees han desaparecido. Antes de facilitarte las conclusiones a las que he llegado, tengo que pasar revista a cuatro puntos esenciales, como sigue.
»Uno. Las cantidades a las que Tiny Jim se refería como "Números Universales" son, casi todas ellas, cantidades numéricas de las llamadas "adimensionales", porque permanecen invariables las midas con las unidades que las midas. El número con el que Dirac mide la diferencia entre la fuerza gravitacional y electromagnética, la constante de la estructura de Eddington y todos los demás. Conocemos esos números con gran precisión. Lo que no sabemos es el porqué son lo que son. ¿Por qué el valor de la estructura de Eddington es 137positivo en lugar de 150? Si nos encontráramos en disposición de poseer una teoría completa acerca de la Astrofísica, podríamos deducir esos números de la teoría. De hecho, tenemos esa buena teoría, pero no podemos deducir los números universales. ¿Por qué? ¿Es acaso posible —añadió con una expresión de lo más grave— que sean de algún modo "accidentales"?
Se detuvo para dar unas pitadas a la pipa, y a continuación me enseñó dos dedos.
—Dos. El principio de Mach. También a este respecto surgen preguntas, pero es más sencillo contestarlas. Mi predecesor —dijo entrecerrando los párpados, creo que para darme a entender que la cuestión era más sencilla que la anterior—, mi predecesor, digo, nos facilitó la teoría de la relatividad, según la cual todo es relativo en relación a todo lo demás excepto la velocidad de la luz. Cuando estás en tu residencia del mar de Tappan, Robín, tu peso es de ochenta y cinco kilogramos. O sea que esa medida indica la atracción que existe entre el planeta Tierra y tú. Es tu peso, digamos, relativo en la Tierra. Pero también poseemos una cualidad que se llama «masa». La mejor medida de la masa es la fuerza que hay que hacer para conseguir mover un objeto que se encontraba en reposo. Generalmente consideramos que masa y peso son lo mismo, y lo son, en la superficie terrestre, pero la masa se considera una cualidad intrínseca de la materia, mientras que el peso siempre depende de algo más.
Volvió a entrecerrar los párpados.
—Pero hagamos un experimento, Robin. Supongamos que tú eres el único objeto que hay en el universo. No hay más materia que la tuya. ¿Qué pesarías? Nada. ¿Cuál sería tu masa?
Ah, esa es la pregunta. Supongamos que posees un microacelerador y que decides autodesplazarte. Mides, pues, la aceleración y calculas la fuerza necesaria para moverte, y así obtienes tu masa, ¿no? Pues no, señor. ¡Porque no hay nada en relación a lo cual medir el desplazamiento! El concepto de desplazarse, en sí, no significa nada. Así que también la masa, de acuerdo con el principio de Mach, depende de otra cosa, de un sistema externo a ella misma. Mach estimó que sería algo así como «el resto del universo», para explicarte de algún modo, el telón de fondo en relación al cual podría medirse la masa. De acuerdo con el principio de Mach tal y como fue desarrollado por mi predecesor entre otros, lo mismo sucede con las demás características intrínsecas de la materia, la energía y el espacio, incluidos los números universales. Robin, ¿no te estará fatigando todo esto que te cuento?
—Por tu padre que sí que me estás fatigando, Albert —espeté—, pero sigue adelante.
Sonrió y levantó tres dedos.
—Tres. Lo que Henrietta llamó «punto X». Como sin duda recuerdas, Henrietta fracasó en la defensa de su tesis doctoral, pero yo he efectuado un estudio y sé qué es lo que quería dar a entender con ella. Durante los tres segundos después del Big Bang, lo que equivale a decir al principio del universo tal y como lo conocemos ahora, el universo era relativamente compacto, sobremanera caliente y totalmente simétrico. La disertación de Henrietta se basaba en las observaciones de un matemático de Cambridge llamado Tong B. Tang y de algunos más; lo que éstos ponían de relieve era que, después de ese momento, después del «punto X», la simetría del universo quedó «congelada». Todas las constantes que podemos observar quedaron fijadas en aquel momento. Todos los números universales. No existían antes del punto X. Sólo han existido, y se han mantenido inalterables, desde aquel momento.
»Así que en el punto X, tres segundos después del Big Bang, algo ocurrió. Pudo haber sido un hecho casual, tal vez turbulencias en la nube en expansión. Pero pudo haber sido provocado.
Se detuvo y echó un par de bocanadas de humo mientras no dejaba de mirarme. Como yo no hiciera el menor signo de reaccionar ante lo que acababa de decirme, suspiró y me mostró cuatro dedos.
—Cuarto y último punto, Robin. Pido disculpas por este preámbulo tan largo. El último punto de la disertación de Henrietta tiene que ver con la cuestión de la pérdida de masa. Se trata, pura y sencillamente, de que no parece que haya suficiente masa en el universo para dar sustento a teorías acerca del Big Bang que, de otro modo, se verían confirmadas. A este respecto, la tesis doctoral de Henrietta constituye un enorme avance. Sugirió que los Heechees habían descubierto el modo de crear y eliminar la materia. No ya la materia de una nave espacial —y de haber dicho que la de una nave espacial también, habría acertado plenamente—, sino a una escala formidable. A la escala del universo, de hecho. Aventuró la conjetura de que los Heechees hubieran estudiado los números universales igual que hemos hecho nosotros, y llegado a ciertas conclusiones que parecen ciertas. En este punto, Robin, tendrás que seguirme muy atentamente porque es un poco complicado. Pero casi hemos acabado.
«¿Sabes?, todas esas constantes fundamentales como los números universales determinan la existencia de vida en el universo. Entre otras muchas cosas, eso seguro. Ahora bien, si algunas de esas constantes fueran algo mayores, o inferiores, la vida no podría existir. ¿Ves cuál es la lógica consecuencia de lo que acabo de decir? Sí, me imagino que sí. Es un silogismo de lo más sencillo. Premisa principal: los números universales no son fijados por las leyes naturales, pero hubieran podido ser diferentes si sucesos distintos a los que tuvieron lugar hubieran ocurrido en el punto X. Premisa secundaria: si hubieran sido distintos en cierto sentido, el universo difícilmente habría albergado vida. Conclusión. Éste es el meollo de la cuestión. La conclusión es que si las condiciones hubieran sido diferentes en otros sentidos distintos, las condiciones de la vida en el universo hubieran podido ser mucho más acogedoras.
Albert dejó de hablar, se sentó mirándome sobre la moqueta y se rascó la planta del pie.
No sé quién de los dos hubiera empezado a hablar antes. Yo estaba tratando de digerir un montón de información indigeridle, y el bueno de Albert se había empeñado en concederme todo el tiempo que necesitara para digerirla. Pero antes de que ninguno de los dos tomara la iniciativa, Paul Hall entró al galope en mi cubículo gritando:
—¡Eh, Robín, tenemos visita!
Claro, mi primer pensamiento fue Essie; habíamos hablado; yo sabía que estaba de camino, por lo menos, de Cabo Kennedy, si es que no había llegado ya allí y estaba a la espera de poder despegar. Miré a Paul y acto seguido miré mi reloj.
—No ha tenido tiempo —dije.
Y no había tenido tiempo, esa era la verdad. Paul me sonreía.
—Ven a ver a los pobres bastardos —me dijo.
Y eso es lo que eran. Seis bastardos amontonados en una Cinco. Habían salido de Pórtico menos de veinticuatro horas después de que yo despegara desde la Luna, con un armamento suficiente como para aniquilar a toda una división de Primitivos. Después de haber cubierto la distancia que había hasta el Paraíso Heechee, dieron media vuelta y regresaron. En algún punto a medio camino debíamos de habernos cruzado con ellos sin saberlo. ¡Pobres diablos! Lo cierto es que eran unos tipos bastante decentes, voluntarios que se habían apuntado a una misión que debía de parecer arriesgada incluso según los parámetros de Pórtico. Les prometí que recibirían parte de los beneficios de la operación: había de sobra para todos. No era culpa suya si no los habíamos necesitado, sobre todo considerando lo mucho que nos habrían hecho falta de haberles necesitado.
Les dimos la bienvenida. Janine les llevó, orgullosa, a verlo todo. Wan, sonriente y enarbolando la pistola con la que les habíamos dormido, presentó a los Primitivos la tripulación de la Cinco, complacido sobremanera por esta nueva invasión. Cuando todo el jaleo pasó, me di cuenta de que lo que más necesitaba en aquellos momentos era comer y dormir. Y eso fue lo que hice.
Cuando desperté, la primera noticia que me dieron fue que Essie estaba de camino, pero que aún tardaría en llegar. Mientras intentaba matar el rato a la espera de que Essie llegara, deambulé de un lado a otro, tratando de recordar todo lo que Albert me había explicado, tratando de imaginar el Big Bang y lo que había ocurrido en aquel momento crítico tres segundos después... sin demasiado éxito. Volví a llamar a Albert y le pregunté:
—Más acogedoras, ¿cómo?
—Ah, Robín —nada le coge jamás por sorpresa—, ésa es una pregunta que no puedo contestar. No podemos ni tan siquiera imaginar todas las conjeturas que se desprenden del principio de Mach. Tal vez... —y comprendí, por las arrugas que se formaron en torno a sus ojos, que eran conjeturas destinadas a divertirme—. Tal vez ¿inmortalidad? ¿Inteligencia superior? ¿O simplemente más planetas en que pueda desarrollarse la vida? La que tú prefieras. O todas ellas, si lo deseas. Lo importante es que somos capaces de hipotetizar que esas condiciones de vida más favorables pueden existir, y que sería posible deducirlas, o haberlas deducido, de una base teórica sólida. Eso fue lo que hizo Henrietta. Fue incluso un poco más lejos. Supongamos, decía Henrietta, que los Heechees sabían más Astrofísica que nosotros, y que dieron con las condiciones que más favorables eran para que la vida se desarrollara. ¡Y se pusieron manos a la obra para producir ellos mismos esas condiciones! ¿Qué es lo que hubieran tenido que hacer? Bien, una de las maneras de hacerlo hubiera podido ser comprimiendo el universo para devolverlo a su estadio primordial y... ¡producir un nuevo Big Bang! ¿Y cómo hacer eso? Bien, es fácil si eres capaz de crear y hacer desaparecer masa. Unos pocos juegos malabares, se consigue detener la expansión del universo, se empieza a contraer de nuevo y entonces, de algún modo puestos a salvo de la explosión, lejos, fuera del punto de concentración, esperar a que el universo vuelva a estallar. Y entonces, desde ese refugio exterior, hacer lo necesario para cambiar esos fundamentales números adimensionales, de manera que el universo resultante podría llamarse... bueno, el paraíso.
Mis ojos se salían de las órbitas.
—¿Es eso posible?
—¿Para ti y para mí? ¿Ahora? No. Es absolutamente imposible. No sabríamos ni por dónde empezar.
—¡Para ti o para mí no, bobo! ¡Para los Heechees!
—Ah, Robin —dijo lamentándose—. ¿Quién puede decirlo? No sé cómo, pero eso no quiere decir que no les fuera posible hacerlo. Soy totalmente incapaz de imaginar cómo habría que manipular el universo para hacer, simplemente, que surgiera tal y como lo conocemos. Pero quizás ni siquiera ese tipo de conocimiento les fuera necesario. Tienes que admitir, de entrada, que ellos tendrían que ser inmortales. Ésa es una condición necesaria aun para hacer el experimento una sola vez. Y si son inmortales, al menos en lo relativo a su esencia, bueno, entonces pueden ir introduciendo cambios esporádicos para ver qué ocurre, hasta obtener el universo deseado.