—¿Me voy? —pregunté.
—No, quédate. Es mejor —me rogó Hatsumi.
—Ya que has venido, tómate el postre —añadió Nagasawa.
—No me importa irme…
Terminamos nuestros platos en silencio. Yo comí la lubina, Hatsumi dejó media en el plato. Nagasawa hacía rato que bebía whisky.
—La lubina estaba buenísima —comenté con ánimo de romper el hielo, pero nadie respondió. Fue como si hubiera arrojado una piedra en un pozo.
Nos retiraron los platos y nos trajeron un sorbete de limón y una taza de café a cada uno. Nagasawa apenas los tocó y enseguida encendió un cigarrillo. Hatsumi ni los probó. Yo comí el sorbete y bebí el café mientras me decía para mis adentros: «¡Vaya!». Hatsumi se entretenía contemplando sus manos, que descansaban sobre la mesa. Éstas —al igual que todo en ella— eran elegantes y refinadas. Pensé en Naoko y en Reiko. ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? Naoko debía de estar leyendo tumbada en el sofá y Reiko tocando
Norwegian Wood
con la guitarra. Me poseyó un violento deseo de volver a su pequeña habitación. ¿Qué hacía yo allí?
—Watanabe y yo nos parecemos en que ninguno de los dos buscamos que los demás nos comprendan —insistió Nagasawa—. En esto somos diferentes del resto de la gente. La gente se desvive buscando la comprensión de quienes les rodean. Pero yo no, y Watanabe, tampoco. No nos importa que los demás no nos entiendan. Pensamos que «uno» es «uno», y los «demás» son los «demás».
—¿Eso crees? —me preguntó Hatsumi.
—¡Qué va! —exclamé—. Yo no soy tan fuerte. A mí me importa que me entiendan. Hay personas a quienes quiero comprender y que quiero que me comprendan. Hasta cierto punto, pienso que es inevitable que el resto de la gente no lo haga. Ya me he hecho a la idea. Así que no me ocurre lo mismo que a Nagasawa, a quien no le importa que no le entiendan.
—Es lo mismo que yo decía. —Nagasawa tomó la cucharilla del café—. Muy parecido. Tan distinto como desayunar tarde o almorzar temprano. Comes lo mismo, a la misma hora, sólo difiere la manera de llamarlo.
—Nagasawa, ¿a ti no te importa saber si te comprendo? —le preguntó Hatsumi a Nagasawa.
—Me parece que no acabas de entenderlo. Si una persona comprende a otra es porque aquél es el momento propicio para que suceda, no porque ésta desee que la entiendan.
—O sea que cometo una equivocación cuando quiero que alguien me comprenda. Quiero que tú me comprendas, por ejemplo.
—No, no es una equivocación —respondió Nagasawa—. La gente lo llama amor. Éste es tu caso, dado que quieres comprenderme. Pero mi tipo de vida es muy diferente al de la otra gente.
—No estás enamorado de mí, ¿verdad?
—Tú, mi tipo de vida…
—¡Me importa un rábano tu tipo de vida! —gritó Hatsumi.
Era la primera vez que la oía gritar, y sería la última. Nagasawa pulsó el timbre de la mesa y el camarero trajo la cuenta. Nagasawa sacó una tarjeta de crédito y se la entregó.
—Watanabe, siento la escena —dijo—. Voy a acompañar a Hatsumi a casa, tú márchate solo.
—No te preocupes por mí. La comida estaba deliciosa —comenté, pero nadie añadió una palabra.
El camarero regresó con la tarjeta de crédito. Nagasawa, tras comprobar el importe, firmó con un bolígrafo. Luego nos levantamos y salimos del restaurante. Nagasawa se adelantó hacia la calzada; se disponía a parar un taxi cuando Hatsumi lo detuvo.
—Gracias. Pero hoy no me apetece estar más tiempo contigo. No hace falta que me lleves a casa. Gracias por la cena.
—Como quieras —terció Nagasawa.
—Ya me acompañará Watanabe.
—Tú misma. Pero te advierto que Watanabe es igual que yo. Amable y cariñoso, pero incapaz de amar a nadie con el corazón en la mano. Hay una parte de él que siempre está alerta, siente un ansia que lo devora. Lo sé de sobra.
Paré un taxi, dejé subir a Hatsumi primero y después informé a Nagasawa de que la acompañaba.
—Me sabe mal —dijo Nagasawa, pero se veía a las claras que ya estaba pensando en otra cosa.
—¿Adónde vamos? ¿Vuelves a Ebisu? —le pregunté a Hatsumi. Su apartamento estaba en Ebisu. Hatsumi hizo un gesto negativo con la cabeza—. ¿Te apetece tomar una copa?
—Sí.
—A Shibuya —le indiqué al conductor.
Hatsumi cruzó los brazos, cerró los ojos y se recostó en el asiento del taxi. Los pendientes de oro refulgían con el vaivén del vehículo. El vestido azul medianoche parecía haber sido confeccionado a propósito para la oscuridad del interior del taxi. Los labios bien delineados de Hatsumi, pintados en un tono pálido, temblaban como si ella misma temiera abrir la boca e iniciar un monólogo. Mirándola de aquella forma, comprendí por qué Nagasawa la había elegido para ser su novia. Quizás hubiera muchas mujeres más hermosas que Hatsumi y probablemente Nagasawa podía seducir a muchas de ellas. Pero Hatsumi poseía algo que hacía estremecer el corazón de las personas. No lo lograba con un gran despliegue de energía. La fuerza que emanaba de ella estaba escondida, pero despertaba la empatía en los demás. En el taxi, de camino a Shibuya, mientras la observaba, me pregunté qué era aquella emoción que yo sentía de pronto. Pero entonces no logré hallar la respuesta.
La descubrí doce o trece años después. Había viajado a Santa Fe, Nuevo México, para entrevistar a un pintor. Al atardecer entré en una pizzería y, mientras bebía cerveza y tomaba una pizza, contemplé una puesta de sol tan hermosa que parecía un milagro. El mundo entero estaba teñido de rojo. Mi mano, el plato, la mesa…, todo lo que había ante mis ojos estaba teñido de rojo. De un rojo tan brillante que parecía bañado en un jugo de frutas. En aquel atardecer abrumador me acordé de Hatsumi. Y comprendí qué había sido el estremecimiento del corazón que ella me había provocado. Era un anhelo adolescente que no había sido, ni sería jamás, colmado. Durante mucho tiempo guardé este anhelo ardiente y puro en mi interior, hasta el punto que incluso había terminado olvidándome de su existencia. Hatsumi había despertado una parte de mí que llevaba largo tiempo durmiendo. Al darme cuenta, me sentí tan triste que se me saltaron las lágrimas. Ella había sido una mujer excepcional. Alguien hubiera debido salvarla.
Pero ni Nagasawa ni yo pudimos hacerlo. Hatsumi —como habían hecho muchos conocidos míos—, al llegar a cierto estadio de su vida, decidió sin más terminar con su existencia. Dos años después de que Nagasawa se marchara a Alemania, Hatsumi se casó con otro hombre y, pasados dos años, se abrió las venas con una cuchilla de afeitar. Fue Nagasawa quien me comunicó su muerte. Me escribió desde Bonn. «Con la muerte de Hatsumi, algo se ha perdido para siempre. Su pérdida es insoportablemente triste y amarga, incluso para mí.» Rompí la carta. Jamás he vuelto a escribirle.
Hatsumi y yo entramos en un bar y tomamos varias copas. Apenas charlamos. Sentados el uno frente al otro, en silencio, igual que un matrimonio aburrido, bebimos y comimos cacahuetes. Cuando el local se llenó, decidimos dar un paseo. Hatsumi se ofreció a pagar la cuenta, pero yo le dije que había sido yo quien la había invitado y la aboné.
Fuera había refrescado. Hatsumi se echó una chaqueta gris claro sobre los hombros. Continuó sin hablar, y yo anduve a su lado. Caminamos por las calles oscuras, despacio y sin rumbo, yo con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. «Igual que cuando andábamos Naoko y yo», se me ocurrió pensar.
—Watanabe, ¿conoces algún billar por aquí? —me preguntó Hatsumi de repente.
—¿Un billar? —repetí sorprendido—. ¿Juegas al billar?
—Sí, y bastante bien. ¿Y tú?
—Sé jugar con cuatro bolas. Pero no soy muy bueno.
—Vamos.
Encontramos un billar por allí cerca. Era un pequeño local en el fondo de un callejón. Nuestro aspecto —Hatsumi con su elegante vestido y yo con chaqueta azul marino y corbata— llamaba la atención en aquel billar, pero ella, sin concederle importancia alguna, eligió un taco y frotó la tiza por la punta. Después sacó un pasador del bolso y se recogió el pelo hacia un lado para que no le molestara mientras jugaba.
Hicimos dos partidas de cuatro bolas. Hatsumi, tal como había dicho, era muy buena, y yo, con el grueso vendaje que me envolvía la mano, no podía golpear bien la bola. Su victoria fue aplastante.
—¡Qué bien juegas! —le dije admirado.
—Las apariencias engañan. —Hatsumi sonrió mientras colocaba las bolas con cuidado sobre la mesa de billar.
—¿Dónde aprendiste a jugar así?
—Mi abuelo era un hombre de mundo y se hizo llevar una mesa de billar a casa. Desde pequeña, cuando iba a visitarlo jugaba con mi hermano. Al crecer, mi abuelo me enseñó a jugar bien. Era una buena persona. Guapo y elegante. Pero ya ha muerto. Siempre presumía de haber conocido tiempo atrás a Deanna Durbin en Nueva York.
Hatsumi acertó tres veces seguidas y falló la cuarta. Yo acerté una por los pelos y fallé un golpe fácil.
—Es culpa del vendaje —me consoló Hatsumi.
—Hacía mucho que no jugaba. Dos años y cinco meses.
—¿Por qué te acuerdas tan bien?
—Porque la última vez jugué con un amigo que se murió aquella misma noche.
—¿Y no has jugado desde entonces?
—No, no es por eso —respondí después de reflexionar un momento—. Simplemente, no he tenido la ocasión de jugar.
—¿Cómo murió tu amigo?
—En un accidente de tráfico —mentí.
Cuando enfilaba las bolas, ponía una mirada concentrada, y la manera de medir la fuerza al golpearlas era precisa. Al observarla —su cabello peinado con esmero hacia atrás, los pendientes de oro brillando, los escarpines firmemente clavados en el suelo, sus finos y hermosos dedos presionados contra el fieltro al golpear la bola—, me pareció que el rincón de aquel antro sucio se había convertido en una elegante recepción. Era la primera vez que estaba con Hatsumi a solas y, para mí, fue una experiencia maravillosa. A su lado, tenía la sensación de haber sido ascendido a un estadio más alto de la vida. Después de acabar la tercera partida —Hatsumi ganó las tres, por supuesto—, empezó a dolerme la mano y decidimos interrumpir el juego.
—Lo siento. No tenía que haberte propuesto jugar al billar —me dijo Hatsumi apenada.
—No importa. La herida no es grave; además, lo he pasado muy bien —dije.
Cuando nos disponíamos a salir, una mujer delgada de mediana edad, al parecer la dueña del salón de billares, le comentó a mi acompañante:
—Chica, tienes madera.
—Gracias —contestó Hatsumi sonriendo. Y pagó la cuenta—. ¿Te duele? —me preguntó al salir.
—No mucho.
—¿Crees que se te habrá abierto la herida?
—No lo creo.
—Ven a casa. Te miraré la herida y te cambiaré el vendaje. En casa tengo vendas y desinfectante. Vivo muy cerca de aquí.
Le repliqué que no había ningún motivo para preocuparse, que estaba bien, pero ella insistió en que teníamos que comprobar si la herida se había abierto.
—¿O es que no te gusta estar conmigo y quieres volver a casa lo antes posible? —bromeó Hatsumi.
—¡Qué dices! —exclamé.
—Entonces deja de hacer cumplidos y vámonos. Llegaremos enseguida.
El apartamento de Hatsumi estaba en Ebisu, a unos quince minutos a pie de Shibuya. Aunque no podía calificarse de lujoso, era acogedor, con un pequeño vestíbulo y ascensor. Hatsumi me hizo sentar a la mesa de la cocina, fue a la habitación contigua, se cambió de ropa. Apareció con una sudadera con la inscripción PRINCETON UNIVERSITY y unos pantalones de algodón; ya no lucía los pendientes de oro. Sacó un botiquín de alguna parte, me quitó el vendaje y, tras comprobar que la herida no se había abierto, la desinfectó y me envolvió la mano con un vendaje limpio. Lo hizo con gran habilidad.
—¿Eres tan buena en todo? —le pregunté.
—Hace tiempo trabajé como voluntaria en un hospital. Hacía de enfermera. Allí aprendí a curar heridas —explicó Hatsumi.
Una vez terminó de vendarme la mano, sacó dos latas de cerveza de la nevera. Ella bebió media lata, y yo, una y media. Luego me enseñó una fotografía de sus amigas del club de estudiantes de la universidad. Realmente, tenía unas amigas muy guapas.
—Si te decides a echarte novia, pásate por aquí cuando quieras —me ofreció—. Te presentaré a una de ellas.
—Así lo haré.
—Watanabe, debes de pensar que soy una alcahueta.
—Un poco sí —le dije con franqueza, y me reí. Hatsumi también se rió. La risa le sentaba bien.
—Watanabe, ¿qué opinas de Nagasawa y de mí?
—¿Qué opino? ¿Sobre qué?
—¿Qué crees que debería hacer a partir de ahora?
—Diga lo que diga, no servirá de nada. —Bebí un sorbo de cerveza fría.
—No importa. Dime lo que piensas.
—Yo de ti me separaría de él. Busca a una persona con unas ideas más normales que te haga feliz. Por más simpatía que uno le tenga a Nagasawa, al final acaba viendo que no es un hombre con quien se pueda ser feliz. Él no busca la felicidad, ni para él ni para los demás. A su lado sólo conseguirás destrozarte los nervios. En mi opinión, es un milagro que hayas aguantado tres años con él. Por supuesto, lo aprecio a mi manera. Lo encuentro un chico interesante, tiene buenas salidas, posee un talento y una fuerza que yo jamás tendré. Pero su modo de pensar y de vivir es atípico. A veces, cuando hablo con él, tengo la sensación de estar en un círculo vicioso. Mientras él, siguiendo el mismo proceso, llega a alguna parte, yo voy dando vueltas y más vueltas y siento un vacío tremendo. En resumen, nos regimos por sistemas distintos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Lo entiendo muy bien. —Hatsumi sacó otra cerveza de la nevera.
—Nagasawa, cuando entre en el Ministerio de Asuntos Exteriores, después del cursillo de preparación, se irá al extranjero por algún tiempo. ¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás esperándole? Él no quiere casarse con nadie.
—Ya lo sé.
—Entonces no tengo nada más que decir.
—Está bien.
Llené el vaso de cerveza y bebí despacio.
—Hace un rato, mientras jugábamos al billar, se me ha ocurrido algo —dije—. Verás. Yo no tengo hermanos, me he criado solo, pero, a pesar de ello, jamás me he sentido solo, ni nunca he deseado tener hermanos. Siempre he estado bien solo. Sin embargo, hace un rato he pensado que me hubiera gustado tener una hermana mayor como tú. Una hermana guapa y elegante, a quien le sentara bien un vestido azul medianoche y unos pendientes de oro y que fuera tan buena como tú jugando al billar.