—En fin. Si a vosotros dos os parece bien así, que no se hable más —dije—. Pero, Nagasawa, ¿qué vas a hacer con Hatsumi? Después del cursillo te irás de servicio al extranjero y tardarás años en volver. ¿Qué pasará con ella?
—Esto es problema suyo, no mío.
—No te entiendo.
Él, con las piernas sobre la mesa, bebió un trago de cerveza y bostezó.
—A ver. Yo no tengo la intención de casarme con nadie, y esto Hatsumi ya lo sabe. Así que, si ella quiere casarse con quien sea que lo haga. Yo no voy a impedírselo. Y si prefiere no casarse y esperarme que me espere. Eso es lo que quería decir.
—¡Ah! —exclamé admirado.
—Imagino que a ti debe de parecerte horrible…
—Sí.
—Este mundo es injusto por naturaleza. Lo cual no es culpa mía. Ha sido siempre así, desde el principio. Yo jamás he engañado a Hatsumi. Le tengo dicho que soy así y, si no le gusta, que se separe de mí.
Cuando Nagasawa acabó de beber la cerveza, se llevó un cigarrillo a los labios y le prendió fuego.
—¿No hay nada en la vida que te dé miedo? —le pregunté.
—No soy tan estúpido —dijo Nagasawa—. Por supuesto, muchas veces la vida me da miedo. Como a todo el mundo. La diferencia está en que no lo admito como premisa. Quiero llegar hasta donde pueda empleando todas mis fuerzas. Tomando lo que quiero, dejando lo que no quiero. Así es como vivo. Si meto la pata, me detengo y lo reconsidero. Si uno le da la vuelta a esta sociedad injusta, entiende que en el mundo puede explotar sus posibilidades.
—Eso me parece muy egoísta, la verdad.
—¡Yo no me quedo mirando al cielo esperando que caiga la fruta! A mi manera, me esfuerzo mucho. Me esfuerzo diez veces más que tú.
—Tal vez tengas razón —reconocí.
—Por eso a veces miro alrededor y me siento asqueado. Me digo: ¿por qué no se esfuerzan más estos tíos? Lo único que saben hacer es quejarse.
Miré, estupefacto, a Nagasawa.
—A mí me da la impresión de que en este mundo la gente se mata trabajando —tercié—. ¿Me equivoco?
—No es más que trabajo —explicó Nagasawa llanamente—. El esfuerzo del que hablo es algo que se hace por propia iniciativa, con un propósito determinado.
—¿Por ejemplo, mientras otros se quedan satisfechos al saber que han encontrado un empleo, tú empiezas a estudiar español?
—A eso me refiero. Antes de la primavera, dominaré el español. Ya hablo inglés, alemán y francés. Y el italiano, bastante bien. ¿Crees que todo eso se consigue sin esfuerzo?
Él fumaba un cigarrillo; yo pensaba en el padre de Midori. A éste jamás se le había ocurrido estudiar español siguiendo unos cursos de la televisión. Probablemente, tampoco había pensado nunca en la diferencia entre esfuerzo y trabajo. Tal vez estuviera demasiado ocupado para ello. Tenía mucho trabajo y, además, debía llevar de vuelta a casa a su hija, que se había escapado a Fukushima.
—¿Qué tal te va cenar el próximo sábado? —dijo Nagasawa.
Le respondí que bien.
Nagasawa eligió un restaurante francés tranquilo y elegante en el barrio de Azabu. Al llegar dio su nombre y nos condujeron a un reservado que había al fondo del local. Era una estancia pequeña de cuyas paredes colgaban quince cuadros. Mientras esperábamos a Hatsumi, bebimos un vino delicioso y hablamos de la obra de Joseph Conrad. Nagasawa llevaba un traje gris, a todas luces carísimo, y yo, una sencilla chaqueta azul marino.
Hatsumi llegó quince minutos después. Se había maquillado con esmero, lucía unos pendientes de oro y llevaba un bonito vestido azul oscuro y unos escarpines rojos muy elegantes. Tras alabarle el color del vestido, me dijo que se llamaba azul medianoche.
—¡Qué restaurante más bonito! —exclamó Hatsumi.
—Mi padre come aquí cuando está en Tokio. Vine con él una vez. Pero a mí no me gustan demasiado estos sitios tan pretenciosos —dijo Nagasawa.
—De vez en cuando no están mal, ¿verdad, Watanabe? —terció Hatsumi.
—No. Si no eres tú quien paga, claro —comenté.
—Mi padre viene siempre con una mujer —añadió Nagasawa—. Tiene una amante en Tokio.
—¿Ah, sí? —se extrañó Hatsumi.
Yo bebía vino fingiendo que no estaba escuchando la conversación. Poco después regresó el camarero y pedimos la comida. Elegimos entremeses y sopa, y de segundo Nagasawa pidió pato y Hatsumi y yo, lubina. Tardaron mucho en servirnos la comida y, mientras tanto, bebimos vino y charlamos. Nagasawa nos habló del examen del Ministerio de Asuntos Exteriores. Dijo que la mayoría de la gente que se había presentado era basura, que lo mejor que podía hacerse con ellos era arrojarlos a un pantano sin fondo, pero por lo visto algunos aspirantes valían la pena. Le pregunté si, en comparación con la sociedad en general, la proporción era alta o baja.
—Es la misma, claro. —Por la expresión de la cara de Nagasawa supe que le parecía una obviedad—. Es igual en todas partes. Se trata de una ley inmutable.
Cuando terminamos la botella de vino, Nagasawa pidió otra y un whisky escocés doble para él.
Luego Hatsumi empezó a hablarme de una chica que quería presentarme. Era el eterno tema de conversación entre Hatsumi y yo. Ella siempre quería presentarme a «una chica monísima de su club de estudiantes», y yo siempre intentaba eludirlo.
—Es muy buena chica. Y guapísima. La próxima vez la traeré conmigo y habláis. Seguro que te gusta.
—Déjalo —dije—. Soy demasiado pobre para salir con las chicas de tu universidad. No tengo dinero, ni temas de conversación en común con ellas.
—¿Por qué? No lo creo. Ella es muy buena chica, y muy sencilla. No es nada sofisticada.
—Watanabe, ¿por qué no lo pruebas una vez? —intervino Nagasawa—. Total, no tienes por qué acostarte con ella.
—¡Claro que no! Ella es virgen —se alarmó Hatsumi.
—Como lo eras tú.
—Sí, como lo era yo. —Hatsumi esbozó una sonrisa—. Watanabe, no me vengas con lo de «soy pobre». Eso no tiene nada que ver. No niego que en clase hay muchas presumidas. Pero el resto somos chicas corrientes. Almorzamos en el comedor de la universidad, tomamos un menú de doscientos cincuenta yenes y…
—Hatsumi —la interrumpí—, en el comedor de mi universidad hay tres menús: el A, el B y el C. El A cuesta ciento veinte yenes, el B, cien, y el C, ochenta. Y cuando yo, muy de vez en cuando, pido el menú A, todos me miran con mala cara. Los que no pueden permitirse el menú C, comen
raamen
por sesenta yenes. Así es mi universidad. ¿Crees que tendríamos algo de que hablar?
Hatsumi soltó una carcajada.
—¡Qué barato! Yo también iré a comer allí. Escúchame, tú eres un buen chico y seguro que te llevarías bien con ella. Le gustaría el menú de ciento veinte yenes.
—¡Qué dices! —Me reí—. Si no le gusta a nadie… Lo comemos porque no nos queda otro remedio.
—No nos juzgues por la apariencia, Watanabe. Es cierto que la mía es una universidad de niñas bien, pero allí hay muchas chicas que son buenas personas y tienen una visión seria de la vida. No todas quieren salir con chicos con descapotable.
—Eso ya lo sé —dije.
—A Watanabe le gusta una chica —dijo Nagasawa—, pero no dice una palabra sobre ella. Es un chico muy discreto. Y ella está envuelta en un halo de misterio.
—¿Es cierto? —me preguntó Hatsumi.
—Sí. Pero no tiene ningún «halo de misterio». Las circunstancias son un poco complicadas y se me hace difícil hablar de ello.
—¿Es un amor ilícito? Tú consúltame a mí —aventuró Hatsumi.
Bebí un trago de vino esperando que olvidaran el asunto.
—Fíjate lo discreto que es. —Nagasawa tomó su tercer whisky—. No suelta prenda.
—¡Qué lástima! —se lamentó Hatsumi cortando su
terriné
a pedacitos, que se llevaba a la boca con el tenedor—. Si tú y esa chica os hubierais llevado bien, hubiéramos quedado los cuatro.
—Y nos hubiéramos emborrachado e intercambiado parejas —añadió Nagasawa.
—No digas estupideces.
—¿Estupideces? A Watanabe le gustas.
—Eso no tiene nada que ver —susurró Hatsumi—. Él no es así. Se respeta mucho a sí mismo. Lo sé. Por eso quiero presentarle a chicas.
—Sí, pero hace tiempo nos intercambiamos nuestras chicas. ¿No es verdad, Watanabe? —dijo Nagasawa con expresión de indiferencia, vació su vaso de whisky y pidió otro.
Hatsumi dejó el tenedor y el cuchillo, se limpió las comisuras de los labios con la servilleta y me miró a los ojos.
—Watanabe, ¿hiciste eso?
Como no sabía qué responder, permanecí en silencio.
—Díselo. No importa —añadió Nagasawa.
«¡Vaya!», pensé. Nagasawa, cuando bebía, se ponía muy desagradable. Y aquella noche su agresividad no parecía estar dirigida a mí, sino a Hatsumi. Al darme cuenta, me sentí aún más incómodo.
—Quiero oírlo. Debe de ser muy interesante —me dijo Hatsumi.
—Estábamos ebrios —solté.
—Si no tiene importancia… No os lo reprocho. Pero me gustaría que me lo contarais.
—Nagasawa y yo estábamos tomando unas copas en Shibuya y conocimos a dos chicas con quienes congeniamos. Estudiaban en una escuela universitaria, ellas también estaban muy bebidas, entramos en un hotel cercano y nos acostamos. Pedimos dos habitaciones contiguas. A medianoche Nagasawa llamó a la puerta y me dijo: «¡Eh, Watanabe! ¡Cambio de pareja!», y yo me fui a su habitación y él vino a la mía.
—¿Ellas no se enfadaron?
—Ellas también estaban muy borrachas. Tanto les daba una cosa que otra.
—Pero había una razón para hacerlo —dijo Nagasawa.
—¿Cuál? —preguntó Hatsumi.
—Que entre las dos chicas había una diferencia abismal. Una era muy guapa y la otra era poco agraciada, y a mí me pareció injusto. Vamos, que yo me quedé la guapa, pero me sabía mal por Watanabe, que estaba con la fea. Por eso hicimos el intercambio. ¿Recuerdas, Watanabe?
—Sí.
A decir verdad, me gustó mucho más la chica que no era guapa. Tenía una conversación interesante y buen carácter. Después de hacer el amor, estuvimos hablando en la cama hasta que de pronto apareció Nagasawa y propuso el intercambio. Cuando le pregunté a ella qué le parecía, me dijo que, si eso era lo que queríamos hacer, a ella no le importaba. Tal vez pensó que yo quería acostarme con la chica guapa.
—¿Fue divertido? —me preguntó Hatsumi.
—¿El intercambio?
—Todo.
—No especialmente —dije—. Acostarse con chicas de esa manera no es divertido.
—¿Y entonces por qué lo hiciste?
—Porque yo se lo propuse —intervino Nagasawa.
—Se lo preguntaba a Watanabe —replicó Hatsumi con determinación—. ¿Por qué haces cosas así?
—De vez en cuando me entran unas ganas irrefrenables de acostarme con alguien —reconocí.
—Pero si estás enamorado de una chica, ¿por qué no lo haces con ella? —preguntó Hatsumi tras reflexionar unos instantes.
—La situación es muy complicada.
Hatsumi lanzó un suspiro.
La puerta se abrió y nos trajeron la comida. A Nagasawa le sirvieron pato asado y, delante de Hatsumi y de mí, en sendos platos, dejaron las lubinas. De acompañamiento había verduras cocidas regadas con salsa. Los camareros se retiraron de inmediato. Nagasawa cortó el pato con el cuchillo, comió con apetito y bebió whisky. Yo comía espinacas. Hatsumi aún no había probado bocado.
—Watanabe, no sé a qué circunstancias te refieres, pero no creo que este comportamiento sea propio de ti. ¿Qué opinas?
La chica posó las manos sobre la mesa y fijó su mirada en mí.
—No lo sé —dije—. A veces yo también lo pienso.
—¿Por qué lo haces?
—Porque a veces necesito calor —volví a reconocer—. Si no tengo la calidez de una piel me siento muy solo.
—En resumen —intervino Nagasawa—. Watanabe está enamorado de una chica pero, dadas las circunstancias, no puede acostarse con ella. Por eso ha decidido que sólo busca sexo. ¿Qué hay de malo en eso? Tiene su lógica. No tiene por qué encerrarse en casa y estar todo el día masturbándose.
—Pero, si realmente quieres a esa chica, podrías aguantarte, ¿no es cierto, Watanabe?
—Tal vez sí. —Me llevé a la boca un trozo de lubina bañado en salsa.
—Tú no entiendes el deseo sexual masculino —le espetó Nagasawa a Hatsumi—. Yo, por ejemplo, llevo saliendo contigo tres años y, además, he estado acostándome todo el tiempo con otras mujeres. Pero de ésas ni me acuerdo. Ni sé cómo se llaman, ni recuerdo sus caras. Jamás me acuesto con la misma chica más de una vez. Las conozco, me acuesto con ellas y me marcho. Nada más. ¿Qué hay de malo en ello?
—No soporto tu arrogancia —replicó Hatsumi con voz áspera—. No se trata de que te acuestes con otras. Que yo sepa, hasta ahora no me he enfadado nunca por tus devaneos…
—A eso no puede llamársele «devaneos». No es más que un juego. No hago daño a nadie —se defendió Nagasawa.
—A mí sí me lo haces —dijo Hatsumi—. ¿Por qué no tienes bastante conmigo?
Nagasawa permaneció un rato en silencio, removiendo el whisky en su vaso.
—No se trata de que no me baste contigo, sino de algo muy distinto. En mi interior hay una especie de sed que tengo que saciar. Y, si esto te hiere, lo siento mucho. Yo soy así. Tengo que vivir con esta sed. Esta ansia define mi vida. No puedo evitarlo.
Por fin, Hatsumi tomó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer la lubina.
—Por lo menos, podrías dejar en paz a Watanabe.
—Watanabe y yo nos parecemos, no creas —continuó Nagasawa—. Los dos somos incapaces de interesarnos por nadie más que no sea nosotros mismos. Dejando de lado que uno sea arrogante y el otro no. A ambos sólo nos interesa qué pensamos, qué sentimos, qué hacemos. Por eso no podemos pensar en nadie más. Esto es lo que a mí me gusta de él. Pero todavía no tiene plena conciencia de ello y a veces duda, se siente herido.
—¿Hay algún ser humano que no dude y no se sienta herido? —reflexionó Hatsumi—. ¿Estás diciéndome que tú jamás has dudado ni te has sentido herido?
—Es obvio que yo también dudo y me siento herido. Pero esto, con disciplina, puede mitigarse. Incluso las ratas aprenden a elegir el circuito donde reciben menos descargas eléctricas.
—Pero las ratas no se enamoran.
—«Las ratas no se enamoran» —repitió Nagasawa, y me miró—. ¡Qué bonito! Quiero música ambiental. Una orquesta con dos arpas…
—No me tomes el pelo. Estoy hablando en serio.
—Ahora estamos comiendo —dijo Nagasawa—. Además, Watanabe está presente. Sería conveniente que dejaras el tema para otra ocasión.