Tokio Blues (24 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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—¿A ti qué te parece?

—No tengo ni idea. Pero no me parece muy cuerdo.

—Es un médico. El doctor Miyata —explicó Naoko.

—Es el que está más loco. Puedes apostar por ello —dijo Reiko.

—Quizá, pero el señor Ômura, el guardia de la entrada, también está muy mal de la cabeza —añadió Naoko.

—Cierto. Ése está chiflado —asintió Reiko clavándole el tenedor al brócoli de su plato—. Ése hace gimnasia todas las mañanas dando alaridos. Pero no es el único. Antes de que llegara Naoko, en contabilidad había una tal señorita Kinoshita, que estaba neurótica e intentó suicidarse, y también rondaba por aquí un enfermero, el señor Tokushima, que era alcohólico. El año pasado empeoró hasta el punto de que lo cesaron.

—Es como si el personal de la plantilla y los pacientes pudieran intercambiarse los papeles —dije asombrado.

—¡Exacto! —exclamó Reiko blandiendo el tenedor en el aire—. Veo que vas entendiendo cómo funciona el mundo.

—Eso parece.

—Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales —reflexionó Reiko.

De vuelta en la habitación, Naoko y yo jugamos a las cartas, mientras Reiko tomó la guitarra para interpretar a Bach.

—¿A qué hora tienes que irte mañana? —me preguntó Reiko en un descanso al tiempo que encendía un cigarrillo.

—Después de desayunar. El autobús sale a las nueve, así llegaré a tiempo para ir a trabajar por la noche.

—¡Qué lástima! Ojalá pudieras quedarte un poco más.

—Si estuviera aquí más tiempo, quizá querría quedarme para siempre —dije riéndome.

—Tal vez. —Reiko asintió y luego se dirigió a Naoko—: Tengo que ir a casa de los Oka a buscar las uvas. Lo había olvidado.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Naoko.

—¿Me prestas un rato a Watanabe? —sugirió Reiko.

—Por supuesto.

—Así los dos volveremos a dar un paseo nocturno. —Reiko me tomó de la mano—. Ayer casi se lo conté todo. Esta noche llegaré hasta el final.

—Como quieras. —Naoko ahogó una risita.

Fuera soplaba un viento gélido. Reiko se puso una chaqueta azul encima de la camisa y hundió las manos en los bolsillos de los pantalones. Mientras andaba, alzó la vista hacia el cielo, husmeó el aire como un perro.

—Huele a lluvia —comentó.

Yo también aspiré el aire, como ella, pero no percibí olor alguno. La luna se escondía tras las nubes que surcaban el cielo.

—Cuando llevas aquí una temporada, aprendes a predecir el tiempo por el olor del aire —dijo.

Al entrar en el bosque donde se hallaban las viviendas de los empleados de la plantilla, Reiko me rogó que la esperara un momento, se dirigió hacia una casa y llamó al timbre. Salió una mujer, al parecer la señora de la casa, que intercambió unas palabras con Reiko, soltó una risita, entró en la casa y volvió a salir con una gran bolsa de plástico. Reiko le dio las gracias, le deseó buenas noches y volvió a donde yo me encontraba.

—Me ha dado uvas. —Reiko me mostró el interior de la bolsa. Dentro había un montón de racimos de uva—. ¿Te gustan las uvas?

—Sí, me gustan.

—Puedes comértelas, están lavadas. —Me ofreció el racimo de encima.

Mientras andaba, comí los granos y escupí al suelo los hollejos y las semillas. La uva estaba muy sabrosa. Reiko también comió.

—Doy clases de piano al niño de la casa —me explicó—. Y ellos, en vez de pagarme, me dan muchas cosas. El vino del otro día, sin ir más lejos. También les pido que me compren alguna cosilla en la ciudad.

—Me gustaría saber cómo continúa la historia de ayer —dije.

—Si cada noche volvemos tarde a casa, Naoko empezará a sospechar de nosotros.

—Aun así, me gustaría escuchar tu historia.

—¡Entendido! Hablemos a cubierto. Hoy hace frío.

Torcimos a la izquierda antes de llegar a las pistas de tenis, bajamos una escalera estrecha y llegamos a un lugar donde se alineaban unos pequeños almacenes en forma de casas. Abrió la puerta del primer cobertizo, entró y encendió la luz.

—Adelante. Está casi vacío —dijo Reiko.

Dentro del almacén había esquíes para carreras de fondo, palos de esquí y botas, alineados en fila, y en el suelo vi amontonados varios utensilios para quitar la nieve y unos sacos de productos químicos para deshacerla.

—Hace tiempo solía venir aquí cuando quería estar sola y tocar la guitarra. Es un sitio agradable, ¿no crees?

Reiko se sentó encima de un saco de productos químicos y me dijo que tomara asiento a su lado. Así lo hice.

—Esto se llenará de humo. ¿Te molesta que fume?

—No.

—No puedo dejarlo. Otras cosas sí, pero esto… —Reiko hizo una mueca.

Fumó con fruición. He visto a poca gente que fume con tanto gusto como Reiko. Yo, mientras tanto, comía uvas pelando un grano tras otro, y tiré los hollejos y las semillas dentro de un tetrabrik que usamos a modo de cubo de la basura.

—¿Hasta dónde te conté ayer? —preguntó Reiko.

—Hasta cuando, una noche de tormenta, tuviste que escalar un abrupto precipicio para buscar un nido de golondrinas escondido entre las rocas —le recordé.

—¡Es curioso! Siempre que bromeas pones una cara muy seria —dijo Reiko pasmada—. A ver, déjame pensar. Creo que te conté hasta cuando empecé a darle clases de piano a aquella chica los sábados por la mañana.

—Sí.

—Si clasificaras a la gente de este mundo entre los que son buenos enseñando cosas a los demás y los que no lo son, creo que yo pertenecería al primer grupo —añadió—. Aunque de joven no lo creía así. Puede que no quisiera creerlo. Con el paso de los años, he comprendido que soy muy buena enseñando a los demás.

—Eso creo —asentí.

—Soy mucho más paciente con los demás que conmigo misma, y sé sacar el lado bueno de las personas. En resumen, soy como el rascador de una caja de cerillas. Pero está bien así. ¡Qué más da! No me parece malo ser de esta manera. Prefiero ser una caja de cerillas de primera categoría que una cerilla de segunda. Y eso lo comprendí cuando empecé a darle clases a aquella chica. De joven, me había dedicado a la enseñanza a tiempo parcial, pero jamás se me había ocurrido pensarlo. Lo comprendí gracias a ella. «¡Vaya! ¿Tan buena soy enseñando a los demás?», me decía. Porque las clases iban tan bien…

»Tal como te conté ayer, la niña no tenía una buena técnica, y, puesto que no se trataba de convertirla en una pianista profesional, pude tomarme el trabajo con calma. Además, iba a una escuela de niñas donde, sacando unas notas decentes, las alumnas accedían directamente a la universidad y, por lo tanto, no tenían necesidad de quemarse las cejas estudiando; la madre de la chica me insistía en que me tomara las clases con tranquilidad. Así que no la forzaba a que hiciera esto o lo otro. Porque desde la primera vez que la vi me di cuenta de que odiaba que la presionaran. Asentía con amabilidad a lo que le proponía, pero hacía exclusivamente su santa voluntad. La dejaba tocar como quisiera. Luego yo interpretaba la misma melodía de diferentes formas. Y discutíamos qué interpretación era más correcta. Después le decía que volviera a tocarla. Su interpretación mejoraba bastante respecto a la anterior. La niña intuía las mejoras y se corregía.

Reiko se detuvo un instante y se quedó observando la punta encendida de su cigarrillo. Yo seguía comiendo uvas en silencio.

—Tengo un buen sentido musical, pero aquella chica me superaba. Pensaba: «¡Qué lástima! Si desde pequeña hubiera practicado regularmente con un buen profesor, hubiese podido llegar muy lejos». Pero me equivocaba. Aquella chica no era capaz de disciplinarse. En este mundo hay gente que, a pesar de estar dotadas de un talento excepcional, son incapaces de realizar el esfuerzo necesario para sistematizarlo, y su talento se acaba malogrando. He visto a varias personas a quienes les sucedió esto. Al principio, una piensa que son unos genios. Los hay, por ejemplo, que tocan de corrido una melodía complicadísima sólo con echarle una ojeada a la partitura. Y lo hacen bien.

»Una se siente abrumada: piensa que no les llegas a la suela del zapato. Pero eso es todo. No son capaces de ir un paso más allá. ¿Por qué? Porque no se esfuerzan. Porque jamás les han inculcado el sentido de la disciplina. Porque los han estropeado. Desde niños, han tenido tanto talento que han conseguido hacer las cosas sin esforzarse, y la gente los ha alabado por ello, diciéndoles lo extraordinarios que son. Y acaban concibiendo el tesón como una estupidez. Las melodías que los niños aprenden en tres semanas, ellos las tocan en la mitad de tiempo, y el profesor, convencido de que el niño tiene talento, deja que aprenda la siguiente. Y ésta también la memoriza en la mitad de tiempo y pasa a la siguiente. Ningún profesor los ha enseñado a disciplinarse y, en consecuencia, pierden un elemento necesario en la formación del ser humano. Es una tragedia. En fin, yo también tenía todos los puntos para acabar así, pero, afortunadamente, mi profesor era muy severo e impidió la catástrofe.

»Con todo, enseñar a aquella chica era divertido, como correr por la autopista montada en un coche deportivo de lujo. Un coche que respondía de inmediato a cualquier estímulo. A veces incluso demasiado. El truco para lograr enseñar a estos niños estriba en no alabarlos en exceso. Están acostumbrados a recibir elogios desde pequeños y no los aprecian. Basta con una alabanza justa en el momento preciso. Y en no presionarlos. Dejarlos elegir y hacer que se detengan en un punto y reflexionen. No dejarlos pasar enseguida al estadio siguiente. Eso es todo lo que hay que hacer. Y si se hace funciona. —Reiko tiró la colilla al suelo y la apagó de un pisotón. Después respiró hondo como si quisiera calmar sus emociones—. Al acabar la clase, tomábamos algo y charlábamos. En ocasiones le tocaba algo de jazz. Así toca Bud Powell, así Thelonious Monk… Aunque, normalmente, hablaba ella. También conversando era buena. Captaba mi atención de inmediato.

»Tal como te conté ayer, creo que la mayoría de las cosas que decía eran embustes, pero tenían interés. Era una chica muy observadora, se expresaba con corrección, poseía cierta malicia y sentido del humor, despertaba las emociones de la gente. Ante todo, era buena desatando las emociones de la gente, conmoviendo a los demás. Y ella era consciente de esta capacidad y la utilizaba de la manera más hábil y efectiva posible. Sabía cómo dar rienda suelta a las emociones de la gente y provocar el enfado, la tristeza, la compasión, el desaliento, la alegría. Y, midiendo sus fuerzas, manipulaba los sentimientos ajenos.

»Por supuesto, también esto lo comprendí más tarde. Entonces no lo sabía. —Reiko sacudió la cabeza y comió varios granos de uva—. La chica estaba enferma —añadió—. Tenía una de esas enfermedades que recuerdan el efecto de una manzana podrida que va estropeando las manzanas que tiene a su alrededor. Una enfermedad que nadie puede curar. Podía llegar a dar lástima. A mí también me la daría si no me hubiera convertido en su víctima. Ella misma era una víctima. —Reiko se entretuvo comiendo uvas. Parecía estar pensando en cómo debía proseguir—. Durante medio año me divertí mucho dándole clases. De vez en cuando algo me sorprendía o me chocaba, sin saber muy bien por qué. A veces me horrorizaba al darme cuenta, mientras la escuchaba, de lo irracional y absurdo que era el odio que sentía hacia alguien. Otras, pensaba que aquella chica era demasiado lista. Quién sabe en qué estaba pensando. Pero todos tenemos defectos, ¿no es así? Y yo era una profesora de piano; no me competía decir qué era lo correcto en cuestiones de humanidad o carácter. Con tal de que ella progresara, debía darme por satisfecha. Además, ella a mí me gustaba mucho, la verdad.

»Sin embargo, opté por no hablarle de cuestiones personales. Porque, instintivamente, me había dado cuenta de que era mejor no hacerlo. De modo que, aunque ella me preguntaba esto y lo otro (parecía querer saberlo todo sobre mí), yo no le contaba más que nimiedades: qué clase de educación había recibido de niña, a qué escuela había ido, cosas por el estilo. “Quiero conocerla mejor”, me decía. “No hay mucho que contar”, le respondía. “Mi vida no es muy interesante. Tengo un marido y una hija. Me agobian las tareas domésticas.” “Usted me gusta mucho”, me soltaba clavándome la mirada. Como si me implorara. Cuando me miraba así, me daba un vuelco el corazón. Y no porque me molestara. Con todo, no le explicaba más que lo necesario.

»Un día, creo que era en mayo, la chica me espetó a media clase que se encontraba mal. Al observarla, vi que estaba muy pálida, sudorosa. “¿Quieres irte a casa?”, le pregunté. Me respondió que no, que si se tendía un rato se le pasaría. Le sugerí que se acostara en mi cama y la llevé, casi en brazos, a mi dormitorio. El sofá de mi casa era muy pequeño y no tuve más remedio que tenderla en mi cama. Ella rogó que la perdonara por ocasionarme tantas molestias; yo repuse que no tenía ninguna importancia. Le pregunté si le apetecía tomar un vaso de agua. “No, no. Quédese a mi lado un rato”, dijo. “Me quedaré todo el tiempo que quieras”, la tranquilicé.

»Unos instantes después me preguntó con voz quejumbrosa si podía pasarle la mano por la espalda. Vi que estaba sudando a mares, así que le froté la espalda con todas mis fuerzas. Y ella continuó: “Perdón, ¿podría quitarme el sujetador? Me estoy ahogando”. ¿Qué podía hacer yo? Se lo desabroché. Llevaba una camisa ajustada, de modo que se la desabotoné. Para tener trece años, tenía mucho pecho. Casi el doble que yo. ¡Y el sujetador! No llevaba uno de jovencita, sino de mujer adulta. Y bastante caro, además. ¡En fin! ¿Qué más daba? Yo seguía frotándole la espalda como una imbécil. Ella seguía disculpándose con voz plañidera, fingiendo que lo sentía mucho. A cada paso le repetía que no se preocupara, que no pasaba nada.

Reiko sacudió la ceniza de su cigarrillo, dejándola caer a sus pies. Yo dejé de comer uvas y me quedé esperando, expectante.

—La chica empezó a llorar en silencio.

»“¿Qué te pasa?”, le dije.

»“Nada.”

»“Algo debe de sucederte. Cuéntamelo con franqueza”, repuse.

»“Eso me ocurre a menudo. No sé qué hacer. Me siento sola y triste. No tengo a nadie en quien confiar, no le importo a nadie. Me desespero y entonces me pongo así. Por las noches no puedo dormir. Apenas tengo apetito. Asistir a su clase es lo único en el mundo que me gusta hacer.”

»“¿Por qué te ocurre esto? Dímelo. Te escucho.”

»Me contó que en su familia las cosas no iban bien. Ella reconoció que no amaba a sus padres, y sus padres tampoco la querían a ella. Su padre tenía una amante y apenas aparecía por la casa; su madre estaba medio loca por lo de su padre y lo pagaba con su hija. Me dijo que le pegaba todos los días. Y que le resultaba muy duro volver a su casa. Lloraba desconsoladamente. Con las lágrimas asomando a sus hermosos ojos, al verla, Dios se hubiera enternecido. Yo le dije que, si tan duro le resultaba regresar con sus padres, podía quedarse en mi casa siempre que quisiera. Ella me abrazó berreando: “¡Perdón, perdón! No sé qué haría sin usted. ¡No me deje! Si usted me dejara, no tendría adónde ir”.

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