Read Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo Online
Authors: Albert Espinosa
Tags: #Drama, Fantástico
Hice caso del consejo de mi madre sobre la trilogía. Pinté la muerte con veintitrés años y la infancia con diecisiete pero jamás el sexo.
Creo que a veces no te atreves a pintar algo que sabes que es tan profundo en ti.
Mi madre me hablaba tanto y tanto de sexo cuando era pequeño que acabé aborreciendo todo lo que tuviera que ver con él. Jamás he dejado de practicarlo, pero creo que no he sabido lidiar con él en una paleta de colores.
La muerte fue fácil de pintar.
Aunque me costó mucho que me dejaran contactar con ella. Recorrí cientos de cárceles de Estados Unidos en las que estaba en vigor la pena de muerte. Conseguí, gracias a un director penitenciario enamorado de mi madre, que me dejaran entablar amistad con presos que morirían próximamente y les pregunté sobre la muerte que les esperaba a corto plazo.
Horas y horas hablándome sobre muerte y yo escuchando. Meses en busca de algo que me mostraran que pudiera pintar. ¿O acaso ellos y los enfermos terminales no son los únicos lúcidos respecto a la muerte? La esperan, la conocen, la atisban desde hace años, a veces a medio palmo. Y creo que hasta llegan a ser buenos amigos con fecha de caducidad.
Preferí los presos a los enfermos porque de alguna manera el dolor no sería tan intenso y la muerte se definiría más claramente, sin estar mezclada con otro sentimiento duro y casi imposible de retratar.
Todos aquellos presos que conocí parecían inocentes, les hubiera perdonado la vida. No sé qué tiene la muerte que hace que todos los seres humanos parezcan tan frágiles, inocentes y
naïfs
…
Y aquellos condenados me hablaron de tantas cosas, algunas tan oscuras, otras terriblemente llenas de luz…
Hasta que conocí a uno… David se llamaba. A David iban a ejecutarlo por violar y matar a sus dos hermanas. Pidió su última comida, un extraño rito que se conserva en todas esas cárceles. Una gentileza absurda.
Él no pidió gran cosa, un helado de nata y nueces. Pero cuando se lo llevaron, en aquella inexpresiva bandeja azul, fue cuando vi que aquello era la muerte. Tan sólo debía pintar su última voluntad.
Cogí mis pinceles y pinté aquello; fui todo lo realista que pude. La blanca nata, las ocres nueces y el azul de la bandeja.
David murió, no vi cómo fue, no pude soportarlo, me había encariñado con él.
La pintura, según mi madre, rezumaba muerte.
Yo casi no podía mirarla, así que se la regalé a un viejo amigo. Ni tampoco he podido volver a comer helado de nata con nueces. Cuando lo intento es como si la muerte me produjese arcadas.
La infancia fue más fácil de dibujar. Recuerdo que mi madre siempre decía que era mentira que fuese la época más feliz de nuestra vida. Ella opinaba que es cuando más lloramos. Decía que se llora tan desconsoladamente durante esos primeros años, que la infancia es como toneladas de tristeza mezclada con kilogramos de felicidad. La gran época bipolar de nuestra vida.
Eso fue mi inspiración. Pinté a niños pequeños a los que regalaba juguetes y a los dos minutos se los arrebataba.
Buscaba las lágrimas más creíbles, los sollozos más dramáticos mezclados con la sonrisa y la felicidad increíble que aún perduraba en su rostro. La posesión y la pérdida del juguete producían ambas reacciones.
Acabé logrando una pintura realmente perturbadora. Felicidad y tristeza extrema, infancia pura. Mi madre estuvo tan orgullosa de mí… Me abrazó tan fuerte que sentí cómo nuestros dos esófagos se fundían. Seguidamente me susurró:
—El sexo. Ahora ve a por el sexo, Marcos. Píntalo.
El sexo. Jamás di un paso por pintarlo. Creo que mi madre no me lo perdonó. Comenzó a obviar mi pintura. Le prometí que acabaría la trilogía, pero habían pasado trece años y casi lo había olvidado todo.
En pocas horas su cadáver llegaría y se cumpliría una premonición que me dijo hace años en un barco rumbo a Finlandia: «Un día mirarás mis ojos sin vida y no habrás creado la trilogía sobre tu vida». Odiaba que tuviera razón como cuando creía que con catorce años no prestaría atención a su respuesta sobre mi pregunta adulta.
Odiaba que me lo dijese de una forma tan teatral. Y sobre todo odiaba que existieran ojos sin vida.
El taxista llegó al destino.
Le pagué; no le dejé nada de propina. Me esperaba mi ayudante en la puerta del complejo. Dani era de piel resplandeciente. No sé cómo la había conseguido, pero siempre respiraba frescura.
Sé que sentía un gran aprecio por mí y siempre intentaba ofrecerme una amplia sonrisa. Tenía una galería de doce o trece sonrisas, aunque aquel día su piel estaba retraída y su sonrisa era una mueca de preocupación. Todo su rostro estaba completamente encogido.
Me miraba con sus ojos verdes llenos de preocupación.
Bajé del taxi; el taxista arrancó casi en el instante en el que yo cerraba la puerta. Un poco más y se me lleva. Creo que le había jodido que no le dejara propina.
—Está dentro —dijo mi ayudante en cuanto el taxi huyó—. No sé cómo es, pero quieren que lo veas inmediatamente. Todo el mundo está nervioso.
—¿Es verde, diminuto, antenas y ojos gigantescos y negros? —bromeé.
—No —respondió sin reír.
Subimos a un segundo coche y nos dirigimos a las oficinas. No estaba nada nervioso; tan sólo pensaba que debería acabar el cuadro del sexo antes de que llegase el cadáver de mi madre, antes de mirar sus ojos sin vida.
Realmente todavía no los había visto, así que aún podría acabar mi trilogía.
Sé que parecía estúpido. Iba a conocer al primer extraño que llega al planeta Tierra y mi cabeza sólo pensaba en hacer un extraño cuadro sobre sexo.
Me gustaba mucho el corto trayecto de la entrada a la oficina central. El conductor, un peruano de sesenta años con alma joven, siempre colocaba un CD de los Cranberries en cuanto me veía subir al coche. Seguidamente me sonreía mostrando sus dos dientes de oro.
Un día me contó que eran de su padre. Que cuando murió, él se los hizo arrancar, se los quedó, se hizo sacar dos de sus dientes sanos y se implantó los de su padre.
—Mi padre está dentro de mí —me dijo un día mientras me sonreía por el retrovisor mostrando sus dientes dorados paternales.
—Seguro que estaría orgulloso de ti —contesté.
—No lo creo —añadió—. Ésta era la única parte brillante de mi padre; el resto no era bonito de ver, ni iluminaba a nada ni a nadie.
No volvimos a hablar de su dentadura nunca más, pero siempre que sonreía yo me sentía unido a él.
Me gusta la gente que te hace sentir cálido tan fácilmente. Lo consiguen de una manera tan sencilla que no reconoces cómo lo logran. Es como uno de esos códigos ocultos de Microsoft. La fuente la conoce sólo el creador.
Dice un proverbio chino que adoro: «No abras una tienda si no sabes sonreír». Mi conductor peruano podría abrir cien grandes almacenes.
Dani continuaba muy nervioso; su piel iba perdiendo la poca textura que le restaba. Hizo una señal al peruano y su sonrisa desapareció tras un cristal negro que nos apartaba de él y de la música de los Cranberries.
—Cuenta, ¿es cierto lo que dicen las noticias? —Decidí adelantarme a su inquietud.
—Sí. Lo tenemos dentro. Quieren que hables con él, utilices tu don y confirmes que de verdad es quien dice ser —respondió Dani intentando como siempre que «don» no sonará excesivamente extraño en sus labios.
Me quedé pensando. No estaba seguro de si con él funcionaría mi don. Esperaba que sí, ya que nunca me había dejado tirado, pero no las tenía todas conmigo.
Dani respetó mi silencio durante casi medio minuto, pero enseguida volvía a interrumpir mis pensamientos.
—¿Has dejado de dormir ya?
Eso sí que no me lo esperaba, un cambio radical de conversación. Supuse que deseaba distenderme. Saqué las dos inyecciones que llevaba en el bolsillo y se las mostré. Él las miró con tanto deseo como si fuesen panecillos en la época de la Gran Depresión. Creo que nunca las había visto tan de cerca.
—¿Son de verdad? —preguntó mientras las acariciaba suavemente cual gato.
—Me han costado como si lo fueran.
—¿Y por qué no te las has puesto? —preguntó mientras se las acercaba a su piel.
—No sé, no era el momento.
—¿Y la otra para quién será? —dijo devolviéndolas antes de que se las inyectara en un rapto.
Sí, es verdad, no os había contado que siempre que comprabas una te regalaban otra. No es que hubiera una oferta de 2 por 1 con las inyecciones de dejar de dormir sino que, por una razón de fabricación, la medicina necesaria para crear una inyección era la misma que para dos. Así que era como si te regalaran la otra.
Yo intenté disuadirles, no me interesaba tener otra y me hubiera ido bien una rebaja, pero no conseguí nada. La verdad es que no había pensado en lo que me preguntaba Dani; no sabía a quién le daría la otra.
—¿La querrías tú? —pregunté.
Sé que él deseaba dejar de dormir. Lo había comentado cientos de veces, pero su nivel económico no se lo permitía.
—No puedo pagártelas —contestó mientras se sonrojaba como siempre que le dirigían un halago excesivo.
—No te la estoy vendiendo Dani, te la estoy regalando.
—No puedo pagártela, lo siento. —Seguidamente bajó el cristal negro—. El jefe te estará esperando en la entrada, desea hablar contigo antes de que veas al extraño.
Pronunció la palabra extraño justo en el instante en el que el cristal desaparecía totalmente. Sé que ya no debía preguntar nada, porque ya no poseíamos intimidad, pero no pude evitarlo.
—¿Le llamáis el extraño?
Finalmente Dani dudó en contestar, miró al peruano, luego a mí y debió de decidir que el peligro de filtración era mínimo o que la información no tenía ningún valor.
—Sí, así lo han decidido. Hasta que se confirme su procedencia será: «el extraño».
El coche frenó. Habíamos llegado al edificio central. Vi los zapatos del jefe al lado del vehículo.
Estaba a la espera de que Dani abriera la puerta pero él no lo hacía, permanecía inmóvil, como si quisiera decirme algo más. Yo le miré como invitándole a que lo hiciera. Pero él tardaba y los zapatos del jefe cada vez se notaban más nerviosos, más llenos de espera. Era como si bailasen claqué.
—Te agradezco el ofrecimiento —dijo finalmente sonrojándose de nuevo—. Ya sabes que no hay nada que desee más en esta vida que dejar de dormir. Dame dos horas para reunir algo de dinero; si te parece suficiente te compraré la otra inyección.
Abrió la puerta tan rápido que no tuve tiempo de responderle. Me encantaba la fragilidad de Dani. Sonreí al peruano antes de abandonar su territorio.
—Yo creo que el extraño es un extraterrestre —me dijo sonriendo—. Suerte con su don, a ver qué descubre.
Siempre había sospechado que aquel cristal oscuro no servía para nada. Cuando lo subíamos sentía la respiración del peruano absorbiendo todo lo que decíamos. Asimilándolo, procesándolo y finalmente mirándonos cuando creíamos que no se había percatado de nada.
Aunque, seguramente, si el peruano nos escuchaba o no tras el cristal os da bastante igual. Creo que ahora mismo os estaréis preguntando cuál es mi «don». A qué me dedico, con qué me gano la vida.
La pintura, como bien intuís, fue un
hobby
que no llegó a profesión. Creo que no hay nada más duro que reconocer que tu vena artística no te dará un futuro profesional.
Hay algo desolador, triste, cuando sientes que formas parte del saco de aquellos para los que su trabajo y su creación quizá no van a la par.
Pero eso no quiere decir que haya abandonado la pintura. Aún pinto en mis ratos libres. Aunque no de verdad, no en lienzos, sino en mi imaginación. Y la verdad es que tengo muchos ratos muertos; mi trabajo no me ocupa mucho, ya que es poco habitual.
No sé bien si el don me encontró a mí o yo lo encontré a él.
—Esperamos mucho de ti, Marcos —me dijo el jefe en cuanto pisé el suelo.
Seguidamente me apretó tan fuerte la mano que sentí cómo dos de mis dedos estuvieron a punto de fracturarse.
Mi jefe era un sesentón belga que había sido campeón olímpico de tiro con arco. Le había visto disparar en una sola ocasión; su rostro era de placer absoluto cuando cogía el arco. Me encantan los rostros que aparecen junto a la pasión de nuestra vida.
Mi madre opinaba que el mundo sería mejor si nuestro yo sexual invadiera nuestro yo de ir por casa. Ella me contó cuando yo tenía quince años que debía entender que había dos personas en mí: mi yo sexual y mi yo de ir por casa.
—Tu yo sexual, Marcos, quizá aún no lo conoces —me dijo mientras esperábamos en el patio de butacas antes de un ensayo general en Essen—. Pero pronto lo sentirás. Aparecerá en momentos puntuales de tu vida: cuando desees a alguien, cuando practiques sexo o simplemente en los momentos más inverosímiles.
Tu yo sexual es lo más importante de tu vida porque cuando entres en un lugar donde nunca has estado se activará. Notarás cómo rastrea, busca lo que desea, se enamora, se encandila, se llena de pasión.
Quizá aún no lo has sentido, pero dentro de poco, siempre que conozcas gente acabarás preguntándote qué significarán esas personas en tu vida.
Sólo entrar en un avión sabrás al instante qué personas deseas, qué personas serían capaces de sentir amor por ti o sentir tú amor por ellas y con cuáles desearías tener sexo.
Es innato en las personas y debes comprender que desear, que sentir, no es malo. Forma parte de tu yo sexual. Tu yo de ir por casa, tu yo formal, apagará tu yo sexual, lo hará dócil a ojos de la sociedad, presentable.