Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (12 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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—Sí. Sí. —Respondí con dos «sí», de nerviosismo extremo.

—Mi novio, con el que había quedado para ir al teatro pero que no se ha presentado, me espera fuera y no quiero que piense que he entrado sola, así que me gustaría pedirte si podrías fingir que… —pidió, avergonzada y sin acabar la pregunta.

—Encantado de haberte traído al teatro —dije.

Me levanté y salimos juntos del teatro. Sé que nuestra relación no era real, tan sólo una ficción para un desconocido, pero viví cada segundo que tardamos en abandonar la sala como si lo fuera.

Salimos a la calle. Resultó que el tipo que yo pensaba que me vigilaba, el de las gafas negras, era su novio. Imaginación al poder. Ella iba muy cerca de mí, casi no había distancia suficiente para transpirar entre cuerpo y cuerpo. No me cogía la mano ni nada parecido; tan sólo la notaba muy cerca. Sentía su presencia y su olor.

El chico de las gafas negras no se acercó, se marchó enfadado, casi ofendido. Ella fingía que no le miraba, aunque creo que no le quitaba el ojo de encima.

Noté que ya no estaba observándonos y que había desaparecido de la plaza, porque ella decidió apartarse un poco de mí. Muy poco, tan sólo algo.

Seguidamente se paró, diría que estábamos nuevamente en medio de la plaza, justo donde la había visto por primera vez. Yo también me detuve.

—Gracias —dijo.

—De nada —contesté.

No supe qué más añadir; sabía que se marcharía si no se me ocurría algo rápidamente. Ella se giró para irse.

—¿Me dejas invitarte a algo? ¿Una copa?

Ella me miró extrañada.

—Lo digo por si vuelve. Yo no me alejaría mucho si mi novia saliese con alguien. Volvería para comprobar si era alguien con el que había coincidido en el teatro o alguien más especial —añadí.

Ella dudó.

—Está bien —dijo.

Me dirigí a la terraza a la que yo normalmente iba. No sé por qué me parecía la menos turística. El camarero que atendía las mesas me conocía desde hacía diez años, aunque yo no supiese su nombre ni él el mío. Me gustaba porque se acordaba de lo que solía tomar. Hasta adivinaba el día que no me apetecía lo de siempre y quería cambiar.

Ese camarero, un día de confidencias, me contó que había nacido, vivido y se había enamorado en Santa Ana. Todo lo importante le había ocurrido aquí. Aquella plaza era su vida y no la cambiaría por nada en el mundo. Era curioso, yo me había criado en mil sitios diferentes y sentía lo mismo que él.

Nos sentamos. El camarero vino rápidamente.

—Por fin clientela, hoy con lo de ese E. T. no viene nadie. —Me miró—. ¿Qué te pongo?

Supo que aquel día era especial y no quería lo de siempre. Me gustó.

—¿E. T.? —preguntó ella.

El camarero rió y preguntó:

—¿No sabes lo del extraterrestre?

—Estábamos en el teatro —respondió ella.

El camarero se quedó extrañado; creo que debió de verme entrar a última hora en el teatro. Pero no comentó nada.

—Dicen que han cogido a un extraterrestre. Aunque hace poco lo han desmentido. Sea lo que sea, la gente no ha venido a las terrazas. ¿Qué os pongo?

Ella no pareció dar mucho crédito a la noticia. Yo fingí interés. Pedimos lo mismo: sendos cortados. Me hace gracia cuando alguien invita a otro a una copa y acaba tomando un café o viceversa.

El camarero se alejó.

—¿Crees que es verdad? —preguntó ella.

Me hizo gracia la cuestión. Si ella supiese… De repente, pasó una mujer con un pastor alemán y ella se apartó un poco. Daba la sensación de que le daba miedo el perro.

Aunque aquello no tenía sentido. Según el don, ella adoraba a los perros.

El perro la olisqueó y seguidamente ladró. Ella se quedó muy pálida.

Enseguida el perro salió corriendo y ella recuperó su color natural.

—¿Te dan miedo los perros? —pregunté.

—Desde siempre.

No podía ser. El don jamás me había fallado. No tenía sentido. Quizá había alguna interferencia magnética en el teatro. Pero era extraño porque yo la había visto de pequeña, el rostro era el suyo y tenía un perro en su regazo y sentí su amor hacia esos animales.

El camarero nos trajo los cafés. Pero no dejó la cuenta; con los conocidos tenía ese detalle. Se marchó al instante, porque creo que notó que necesitaba intimidad.

—¿No has tenido nunca un perro? —insistí.

—Jamás.

Bebió un sorbo de café y luego otro sorbo. Yo hice lo mismo. Me di cuenta de que ella era la primera persona con la que compartía un café desde la muerte de mi madre.

A veces no nos percatamos de esos detalles, pero para mí, pasara lo que pasase, sería la primera chica con la que tomé café a las cinco de la mañana tras la muerte de mi madre.

La noche seguía siendo cerrada. Noté cansancio. Había dormido tan sólo cuatro horas y era insuficiente. Bostecé.

—¿Duermes? —me preguntó.

—Sí. —No añadí la palabra todavía.

—¿Tú?

—También duermo.

Bebimos otros dos sorbos de café.

Un sorbo más y se iría. Ella lo dio y yo me quedé en silencio. Ella tampoco dijo nada. Sabía que se levantaría. Luego carraspeó; estaba a punto de levantarse.

Pero justo en ese instante sonó mi nombre por la plaza. La portera de mi finca pronunciaba mi nombre mientras arrastraba una maleta.

El sonido de las ruedas de aquella maleta me devolvió a los aeropuertos, estaciones de trenes y miles de pasillos de plantas de hoteles.

Conocía el sonido de esa maleta, había pasado cientos de horas cerca de ella, a su lado, y la había colocado en cientos de lugares altos e inaccesibles para que reposara entre viaje y viaje.

—Le han traído esta maleta del aeropuerto —dijo sin dejar de mirar a la chica que me acompañaba.

Dejó la maleta a mi lado y sentí como si desprendiera frío. Aquélla era la maleta de mi madre y aunque las autoridades de Boston me habían informado de que repatriarían su cuerpo y sus pertenencias, nunca pensé que el equipaje llegase antes que ella.

No me atrevía ni a mirar aquella maleta marrón con tres ruedas. Mi madre, con los años, le había hecho colocar una rueda más, porque opinaba que le era más fácil para transportarla. No toqué ni el asa porque tenía la sensación de que, de alguna manera, estaría allí su esencia, su perfume, parte de sus últimos momentos.

—Es suya, ¿verdad, Marcos? —preguntó la portera ante el poco interés que demostraba.

—Sí, lo es —dije. No deseaba dar más detalles.

Seguidamente sonreí y le di las gracias. Ella se fue desolada, porque creo que esperaba que le presentase a mi compañera de café.

—¿Habías perdido la maleta en el aeropuerto? —preguntó la chica del Español.

Quizá era la conversación que necesitaba; hablarle de lo que significaba esa maleta en mi vida. Lo que significaría abrirla, encontrar parte de su mundo y poder compartirlo con alguien ahora que ella se había marchado. Pero tampoco deseaba que sintiera pena por mí, que descubriera que aquel día era trágico en mi vida y que me había conocido en un momento en el que yo ya no era yo mismo.

—No exactamente —dije—. Era de mi madre.

Ella no se levantaba.

—¿Vive contigo, tu madre?

No quería mentirle pero tampoco deseaba decirle la verdad. Cuántas veces me he encontrado en esa disyuntiva… Quizá debería haber un concepto equidistante de estos dos.

Antes de que pudiera contestar, el teléfono volvió a ladrar. Percibí miedo en su rostro, aunque el ladrido ni tan siquiera era real. Era el jefe. Ya no recordaba que me había llamado cuando estaba en el Español. Lo cogí.

Noté que ella se disponía a marcharse; la llamada era un final perfecto. Pero esperó a que acabase para no despedirse con gestos.

Decidí que aprovecharía al máximo la llamada, la alargaría tanto como fuera necesario.

—Hemos conseguido que escape sin comprometernos. —dijo escuetamente el jefe.

—¿En serio? —pregunté.

—Sí. Ha dicho que iría a la plaza mayor de Salamanca. Debe hacer algo allí —añadió—. Él quiere que vayas allí; el extraño quiere verte. Luego te llamo y me cuentas, ahora no podemos salir de aquí. Esto está al rojo vivo.

No supe qué decir, el extraño estaba liberado y quería verme. Sé que debía hacer a mi jefe muchas preguntas sobre la fuga, sobre el motivo por el cual el extraño necesitaba ir a esa ciudad castellana o por qué quería hablar conmigo. Pero no pude hacer ninguna, porque el jefe colgó sin darme tiempo a nada.

Yo hice ver que la llamada no había terminado; no deseaba que ella se marchase. Fui diciendo «sí» y «no» sin sentido. Algún «ajá» y finalmente, cuando vi que igualmente se levantaría aunque yo siguiese con la llamada, solté un «perfecto, allí estaré».

Colgué. Ella se levantaba. De repente, noté que la perdía y me arriesgué.

—¿Quieres venir conmigo a un sitio? —pregunté.

Ella no contestó. Tan sólo esperó a ver qué más decía.

—Cuando tú me has dicho que no deseabas salir sola de
Muerte de un viajante
porque había alguien a quien no deseabas ver, yo te he creído. Yo ahora te pido algo más extraño: que me acompañes a Salamanca a ver a una persona a la que tampoco quiero ver solo.

Ella continuó en silencio. Yo no sabía qué más decir para convencerla.

—Te prometo que no es ninguna trampa ni nada turbio. Confía en mí.

Ella sonrió.

—¿Nos conocemos? —preguntó en un tono tan bajo que casi fue imperceptible.

Me extrañó mucho su pregunta.

—No —dije—. No lo creo.

—Tengo la sensación que te he visto antes. Pareces…

Tardó unos segundos en encontrar la palabra. Yo no intenté ayudarla.

—…De confianza. Me fío de ti.

Ahora fui yo quien sonrió. Me levanté, ella también. Hice el gesto de «apúntalo» al camarero, que no había dejado de observar nuestra conversación desde la lejanía.

Nos dirigimos hacia donde estaba aparcado el peruano. Sus dientes dorados eran mi norte.

Tuve que coger la maleta; noté algo extraño cuando mis dedos sintieron el asa.

Mi madre nunca dejaba que yo se la llevase; decía que el día que no fuera capaz de transportar su propia maleta sería el día que dejaría de viajar.

Ahora su maleta era mía. Era injusto que el destino permitiese que yo la llevase. Sentí un dolor terrible, inimaginable, pero no se lo comenté a la chica del Español.

De camino al coche vi que las televisiones mostraban la foto del extraño, pero como si no estuviera relacionada con el extraterrestre. Debajo de su foto había un cartel de: «Se busca pederasta». Seguidamente vi las fotos que había visualizado en la carpeta «anexos» del jefe de seguridad, pero con su cara borrada y la cara del extraño superpuesta.

Sentí asco ante tal montaje. Debían encontrarlo y pretendían que la gente sintiese repulsión por alguien que no había llevado a cabo esas monstruosidades, ya que eran obra de su posible captor.

Pobre extraño, sus primeros momentos en la Tierra y ya le culpaban de algo que no había hecho.

De nuevo, no dije nada. Subimos al coche; el peruano trató a la chica como si la conociera de toda la vida.

—Vamos a Salamanca —dije al peruano.

—Lo sé —contestó él mientras ponía mi música.

El coche arrancó, la maleta quedó en medio, entre ella y yo.

La presencia de mi madre se hizo evidente.

Hacía años que no visitaba Salamanca. La última vez fue cuando tenía 12 años. A mi madre la contrataron para un bolo de verano al aire libre.

Le gustaban mucho este tipo de eventos; solía decir que el público se relajaba, los bailarines se sentían cómodos y que el influjo de las estrellas, de la luna y del aire fresco revitalizaban esas funciones mediocres.

A veces me contaba que el espectáculo era ese todo y que le encantaba mezclarse entre el público y ver cómo el que tenía a su izquierda escuchaba la música del espectáculo mientras miraba el cielo estrellado y cómo el de la derecha seguía con atención los movimientos de los danzarines pero que su olfato estaba totalmente ocupado deleitándose con los olores de la noche veraniega mezclados con cientos de aromas de bronceadores.

Ella actuó en la plaza Mayor de Salamanca con su compañía, un verano muy caluroso. El lugar, el público y el clima eran tan maravillosos que recuerdo que mi madre dijo que le hacían una competencia que rozaba la ilegalidad.

—Cuéntame —pidió la chica en cuanto tomamos la primera avenida madrileña con más de cuatro carriles.

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