Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
Desde mi llegada a Shanghai había visto muchos celestes. No sólo la Concesión Francesa estaba llena de ellos sino que también se contaban los criados de la casa y había conocido a los pasantes del despacho de M. Julliard, vestidos a la occidental, pero lo que no había tenido era la oportunidad de contemplar a un auténtico mandarín, a un caballero chino ataviado a la más vieja usanza, un comerciante al que hubiera tomado por aristócrata de habérmelo cruzado por la calle. El señor Jiang, que descansaba su peso sobre un ligero bastón de bambú, vestía una túnica talar de seda negra sobre la que llevaba un chaleco de brillante damasco también negro, abrochado hasta el cuello con pequeños botones de jade de color verde oscuro. Una barbita blanca de chivo, unas gafas redondas de concha y un solideo sobre la cabeza completaban la imagen, a la que se añadía, como detalle decorativo, una uña ganchuda de oro en cada meñique. Su mirada era como la de un halcón, de esas que parecen verlo todo sin movimiento aparente, y la sonrisa que bailaba en sus labios hacía resaltar los abultados pómulos propios de su raza. Aquél era, pues, el señor Jiang, el anticuario, cuyo porte irradiaba distinción y fuerza, aunque no hubiera podido decir si era o no atractivo pues los rasgos faciales de los celestes me despistaban muchísimo, tanto para la belleza como para la edad. Que era mayor lo delataban el bastón y la barbita blanca, pero cuánto, resultaba imposible de saber.
—
Ni hao
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, Mme. De Poulain. Encantado de conocerla —murmuró en un exquisito francés, inclinando la cabeza a modo de saludo. No tenía el menor acento; hablaba el idioma mejor que Tichborne que, en realidad, lo mascullaba comiéndose casi todas las vocales.
—Lo mismo digo —repuse, levantando mi mano derecha para que la tomara y quedándome en suspenso al darme cuenta de lo absurdo que resultaba mi gesto: los chinos jamás tocan a una mujer, ni siquiera para un educado y occidental saludo de cortesía. Ellos tienen otras costumbres, así que bajé el brazo rápidamente y me quedé quieta y un poco cohibida.
—Ésta debe de ser su sobrina —dijo mirando a la niña, ante la que no se inclinó.
—Sí, Fernanda, la hija de mi hermana.
—Me llamo Fernandina —se apresuró a señalar la interesada antes de darse cuenta de que el señor Jiang ya había desviado la mirada y la ignoraba. No volvió a fijarse en ella durante todo el rato que permanecimos allí y, en las semanas sucesivas, mi sobrina, simplemente, no existió para él. Las mujeres son poca cosa para los chinos y las niñas menos aún, así que Fernanda tuvo que tragarse su indignación y aceptar el hecho de que el señor Jiang ni la vería ni la oiría aunque estuviera ahogándose y pidiendo ayuda a gritos.
Mientras nos sentábamos en unas butaquitas que se apretujaban alrededor de una mesita de café, el anticuario me dijo que su apellido era Jiang, su nombre Longyan y su nombre de cortesía Da Teh, que sus amigos le llamaban Lao Jiang y que los occidentales le conocían como señor Jiang. Naturalmente, creí que se trataba de alguna clase de broma, algo gracioso que le sucedía sin que él supiera explicar muy bien por qué, así que solté una carcajada y le miré divertida, pero fue otro grave error por mi parte: Tichborne me hizo un gesto con las cejas para que parara. Entonces, con un cierto tonillo de superioridad, me explico que para los chinos era una norma de educación presentarse a sí mismos dando su nombre completo en primer lugar —anteponiendo el apellido, ya que el nombre es algo muy personal que queda reservado a la familia; nadie más puede utilizarlo—, luego, su nombre de cortesía, al que sólo tenían derecho los hombres con formación intelectual y de cierta clase social alta, y, después, el nombre que le daban sus amigos en situaciones informales y que se componía con las palabras
Lao
, es decir, «Viejo», o
Xiao
, «Joven», delante del apellido. Había muchos otros nombres, me dijo Tichborne: el nombre de leche, el nombre de colegio, el nombre de generación e, incluso, el nombre póstumo, dado después de la muerte, pero, por regla general, en las presentaciones se utilizaban los tres que había mencionado el señor Jiang, que permanecía silencioso y animado escuchando nuestra conversación. Luego, el irlandés nos dijo a Fernanda y a mí, como si nos hiciera un gran honor, que Jiang significaba «Estuche de jade» y Da Teh, «Gran Virtud».
—Y no te olvides de mi nombre propio —añadió el anticuario humorísticamente—. Longyan quiere decir «Ojos de dragón». Mi padre pensó que sería bueno para el hijo de un comerciante que siempre debe estar atento al valor de los objetos.
En ese momento, por lo visto, ya nos podíamos reír.
—En fin, Mme. De Poulain —continuó diciendo el señor Jiang, al que el nombre de «Ojos de dragón» se ajustaba como un guante—, creo que sería oportuno preguntarle si todo ha ido bien desde que llegó a Shanghai, si ha sufrido usted, digamos, algún accidente desde que habló anoche con Paddy en el consulado.
—¿Con quién? —me sorprendí.
—Conmigo —aclaró Tichborne—. Paddy es el diminutivo de Patrick.
No le quedaba nada bien ese nombre, pensé, y Fernanda me echó una mirada cargada de reproche en la que iba incluido un mensaje clarísimo: «Él puede llamarse Paddy y yo no puedo llamarme Fernandina, ¿verdad?» Hice lo mismo que el anticuario: la ignoré.
—Pues no, señor Jiang, no hemos sufrido ningún accidente. Anoche dejé a todos los criados de guardia, vigilando la casa.
—Buena idea. Haga hoy lo mismo. Nos queda poco tiempo.
—Poco tiempo, ¿para qué? —pregunté, inquieta.
—¿Ha encontrado un cofre pequeño entre las piezas de colección de Rémy, Mme. De Poulain? —inquirió súbitamente, pillándome por sorpresa. El silencio me delató—. ¡Ah, ya veo que sí! Bien, pues, estupendo. Eso es lo que debe entregarme para que pueda resolver este asunto.
Un momento... Alto. No, de eso nada. ¿Quién era el señor Jiang para que yo le entregara, porque sí, un valiosísimo objeto que podía ayudarme a escapar de la ruina? ¿Y qué sabía yo del señor Jiang aparte de lo que me había dicho Tichborne? ¿Y quién era Tichborne? ¿Acaso había metido a mi sobrina en la boca del lobo? ¿No serían aquellos dos pintorescos personajes miembros de la mismísima Banda Verde que, supuestamente, amenazaba nuestras vidas? Creo que se notó que me había puesto, de repente, muy nerviosa porque mi sobrina dejó caer su mano tranquilizadora sobre mi brazo y se dirigió al periodista para exclamar:
—Dígale al señor Jiang que mi tía no va a darle nada. No sabemos quiénes son ustedes.
Bueno, ahora tocaba que nos mataran, me dije. El irlandés sacaría una pistola de algún bolsillo y nos amenazaría para que les entregásemos el cofre mientras el anticuario, con un cuchillo, nos cercenaba los tendones de las rodillas.
—Hace exactamente dos meses, Mme. De Poulain —murmuró el señor Jiang, plegando los finos labios en una sonrisa burlona... ¿Tanto se me había notado el miedo?—, llegó a mis manos, procedente de Pekín, el cofre que usted ha encontrado en su casa. Traía los sellos imperiales intactos y formaba parte de un lote de objetos comprados en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida por mi agente en la capital. La corte del último monarca Qing
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se desmorona,
madame
. Mi gran país y nuestra ancestral cultura están siendo destruidos no sólo por los invasores extranjeros sino también, y sobre todo, por la debilidad de esta caduca dinastía que ha dejado el poder en manos de los señores de la guerra. El joven y patético emperador Puyi ni siquiera puede controlar los robos de sus tesoros. Desde el más alto dignatario hasta el menor de los eunucos sustrae sin escrúpulos joyas de un valor incalculable que pueden encontrarse a las pocas horas en los mercados de antigüedades que han aparecido últimamente en las calles aledañas a la Ciudad Prohibida. En un vano intento por impedirlo, Puyi decretó, no hace mucho, la elaboración de un completo inventario de los objetos de valor y, como era de esperar, poco después, se desató el primero de una terrible serie de incendios que han surtido en abundancia los puestos callejeros de antigüedades. Para ser más preciso, puedo decirle que ese primer incendio tuvo lugar el pasado 27 de junio en el palacio de la Fundada Felicidad, ya que así lo contaron los periódicos, y que sólo tres días después llegó a mis manos el «cofre de las cien joyas» que usted ha descubierto en su casa, de modo que su procedencia no ofrece ninguna duda.
—¡Yo no sabía nada de todo esto...! —farfulló Tichborne, enfadado. ¿Sería verdad o estaría fingiendo? Lo cierto es que, la noche anterior, en el consulado español, él sólo había mencionado «un objeto de valor», «una pieza de arte». ¿El anticuario le había ocultado de qué se trataba hasta ese momento? ¿Acaso no se fiaba de él?
—¿«Cofre de las cien joyas»? —inquirí, curiosa, aparentando ignorar el malestar del irlandés. El señor Jiang ni se inmutó.
—Es una vieja tradición china. Se les da este nombre porque contienen exactamente un centenar de objetos valiosos y, créame Mme. De Poulain, son muchos los «cofres de las cien joyas» que, como el nuestro, están saliendo de la Ciudad Prohibida desde el pasado 27 de junio.
—¿Y qué tiene el nuestro de especial, señor Jiang? —pregunté con retintín.
—Ahí está el problema,
madame
, que no lo sabemos. Alguno de sus cien objetos debe de ser realmente inestimable porque, durante la siguiente semana, la primera del mes de julio, aparecieron por mi tienda tres notables caballeros de Pekín que querían comprar el cofre y que estaban dispuestos a pagar por él la cantidad de taels de plata que les pidiese.
—¿Y no se lo vendió? —me sorprendí.
—No podía,
madame
. Se lo había ofrecido a Rémy el mismo día que llegó el lote en el Shanghai Express y, naturalmente, él lo había comprado. El cofre ya no estaba en mi poder y así se lo comuniqué a aquellos honorables caballeros de Pekín, a quienes no sentó nada bien la noticia. Insistieron mucho para que les diera el nombre del nuevo propietario pero, por supuesto, me negué.
—¿Cómo sabe usted que eran de Pekín? —objeté, suspicaz—. Podrían ser miembros de la Banda Verde, disfrazados.
El anticuario Jiang sonrió tanto que sus ojos desaparecieron bajo los pliegues de sus orientales párpados.
—No, no —repuso, contento—. Los de la Banda Verde aparecieron una semana después, muy bien acompañados por un par de Enanos Pardos... de japoneses, quiero decir.
—Japoneses...! —exclamé. Recordaba perfectamente lo que nos había dicho M. Favez a Fernanda y a mí sobre los nipones, aquello de que eran unos peligrosos imperialistas, dueños de un gran ejército, que llevaban mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai y de China.
—Déjeme seguir con orden,
madame
—me rogó el señor Jiang—. Me hace usted perder el hilo de los acontecimientos.
—Perdón —musité mientras observaba, sorprendida, cómo el barrigudo Paddy sonreía con satisfacción ante el reproche que me acababa de hacer el anticuario.
—Los distinguidos hombres de Pekín se marcharon de mi tienda bastante disgustados y no me cupo ninguna duda de que volverían o de que, al menos, iban a intentar localizar al propietario del cofre. Su actitud y sus palabras habían dejado muy claro que pensaban conseguir lo que querían por las buenas o por las malas. Yo sabía que el valioso objeto que ahora estaba en manos de Rémy era una pieza excelente, un original del reinado del primer emperador de la actual dinastía Qing, Shun Zhi, que gobernó China desde 1644 hasta 1661, pero ¿por qué tanto interés? Hay miles de objetos Qing en el mercado y muchos más desde el incendio del 27 de junio. Si hubiera sido una pieza Song, Tang o Ming
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lo hubiera entendido, pero ¿Qing...? Y, en fin, para que termine usted de comprender mi extrañeza bastará con que le diga que, si bien al principio no me llamaron la atención las agudas voces de falsete de aquellos obstinados clientes, cuando caminaron hacia la puerta de mi establecimiento para marcharse ya no pude ignorar, viéndoles dar esos pasitos cortos con las piernas muy juntas y el cuerpo inclinado hacia adelante, que se trataba de Viejos Gallos.
—¿De qué habla? —pregunté—. ¿Viejos Gallos?
—¡Eunucos, Mme. De Poulain, eunucos! —profirió Paddy Tichborne con una risotada.
—¿Y dónde hay eunucos en China? —observó retóricamente el señor Jiang—. En la corte imperial,
madame
, sólo en la corte imperial de la Ciudad Prohibida. Por eso le decía que eran caballeros de Pekín.
—Yo no les llamaría caballeros... —comentó desagradablemente el irlandés.
—¿Qué son eunucos, tía? —quiso saber Fernanda. Por un momento dudé si responder a su pregunta, pero al instante decidí que la niña ya tenía edad de conocer ciertas cosas. Lo raro fue que me arrepentí:
—Son los criados de los emperadores de China y de sus familias.
Mi sobrina me miró como esperando alguna explicación más, pero yo ya había terminado.
—¿Y por ser criados del emperador hablan con voz de falsete y caminan con las piernas juntas e inclinados hacia adelante? —insistió.
—Las costumbres de cada país, Fernanda, son un misterio para los forasteros.
El señor Jiang terció en nuestro breve diálogo.
—Espero,
madame
, que comprenda mi sobresalto cuando descubrí quiénes eran aquellos compatriotas vestidos a la occidental que salían, furiosos, por la puerta de mi tienda. Esa noche cené con Rémy y le conté lo sucedido, advirtiéndole que el «cofre de las cien joyas» podía ser peligroso para él. Pensé que lo mejor sería aconsejarle que me lo entregara y así yo podría vendérselo a aquellos Viejos Gallos, quitándonos ambos un conflicto de encima. Pero no me hizo ningún caso. Creyó que, como él no me lo había pagado todavía, mi intención era conseguir un precio mejor y se negó a devolvérmelo. Intenté hacerle comprender que alguien muy poderoso de la corte imperial, quizá el emperador mismo, quería recuperar el cofre y que esa gente no estaba acostumbrada a ver frustrados sus deseos. Hasta no hace muchos años hubieran podido matarnos y conseguir la pieza sin incumplir ninguna ley. Sin embargo, ya sabe usted,
madame
, cómo era Rémy —El anticuario, muy serio, se caló las gafas meticulosamente—. Muerto de risa, me aseguró que pondría el cofre a buen recaudo y que, si los eunucos volvían a mi tienda, él en persona acudiría a decirles que no estaba interesado en venderles nada.
—¿Y no cambió de opinión tras la visita que le hicieron a usted los japoneses y la Banda Verde? —No daba crédito a la inconsciencia de Rémy, aunque, bien pensado, ¿de qué me sorprendía?