Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
—¿Ya le han contado los detalles? —inquirió Jeanne con cierta preocupación.
—Esperaba que lo hicieran ustedes.
Fueron tan delicados que se abstuvieron de comentar el estado de Rémy la noche de la tragedia. No mencionaron la palabra
nghien
ni hablaron del opio; se limitaron a narrarme los hechos de la manera más piadosa posible. Por lo visto, diez amarillos del miserable barrio de Pootung —situado en la otra orilla del Huangpu, frente al Bund—, se colaron en la Concesión Francesa con la intención de robar y, probablemente, al ver la casa china de Rémy, pensaron que les sería más fácil entrar en ella y moverse por su interior sin despertar a los propietarios, que, a esas horas, cerca de las tres de la madrugada, debían de encontrarse profundamente dormidos. Todo esto figuraba en el informe de la policía de la Concesión que obraba en poder del cónsul y del que estaba dispuesto a darme una copia si yo así lo deseaba. Por desgracia, Rémy permanecía despierto en su despacho, quizá estudiando alguno de los objetos de arte chino a los que era tan aficionado, ya que, desparramadas por el suelo, se encontraron múltiples obras de su colección, casi todas de gran valor según el informe. Rémy debió de enfrentarse valerosamente a ellos porque el despacho presentaba el aspecto de un campo de batalla. Despertados por el ruido, los criados de la casa acudieron armados con palos y cuchillos pero, al oírles venir, los ladrones se asustaron y huyeron en desbandada, dejando a Rémy muerto en el suelo. El ama de llaves, la señora Zhong, aseguró que no se habían llevado nada, que no faltaba nada en la casa de su amo, así que, después de todo, Rémy había conseguido su propósito de defender la vivienda y sus propiedades.
—¿Qué desea hacer con los restos de Rémy, Mme. De Poulain? —me preguntó de improviso, aunque no sin delicadeza, el cónsul Wilden—. ¿Quiere llevarlos a Francia o desea dejarlos aquí, en Shanghai?
Le miré desconcertada. Hasta esa misma mañana tenía la intención de darle sepultura en Lyon, en el panteón de su familia, pero ahora ya no estaba tan segura. El traslado debía de costar una fortuna y no estaban las cosas para gastos ociosos, así que quizá fuera mejor que se quedara donde estaba.
—La tumba de Rémy en el cementerio de la Concesión es propiedad del Estado francés,
madame
—me aclaró M. Wilden, con gesto contrito—. Tendría usted que comprarla.
—No estoy en condiciones de hacerlo, como ya supondrá —precisé, dando un sorbo del café que nos habían servido después de comer—. La situación financiera me ata de pies y manos. Quizá usted podría ayudarme, señor cónsul. ¿Se le ocurre alguna manera para salir de este atolladero? ¿Qué me aconseja que haga?
Auguste Wilden y su esposa se miraron a hurtadillas.
—El consulado podría regalarle la parcela de terreno del cementerio —comentó él—, pero tendría que ser justificado como un detalle de nuestro país hacia la prestigiosa familia De Poulain.
—Se lo agradezco,
monsieur
.
—En cuanto a los problemas económicos con los que se ha encontrado usted,
madame
, no sé qué decirle. Creo que los consejos de su abogado son prudentes y acertados.
—¿Por qué no le pide ayuda a la familia de su difunto esposo, querida? —inquirió Jeanne, dejando la taza en el platillo.
—Sus abogados han expresado con claridad que no sería una buena idea.
—¡Lamentable! —exclamó el cónsul Wilden—. De verdad que lo siento, Mme. De Poulain, sería una gran felicidad para nosotros poder ayudarla, pero como cónsul de Francia no estoy en disposición de hacer nada más. Espero que lo entienda. Adquirir para usted la tumba de Rémy es un gesto que puedo permitirme porque era un destacado miembro de nuestra colonia y un notable ciudadano de nuestro país, pero cualquier otra actuación quedaría fuera de mis competencias y podría ser malinterpretada tanto por la embajada de Pekín como por el Ministerio de Asuntos Extranjeros y, de seguro, por la comunidad francesa de Shanghai. Espero que tenga mucha suerte,
madame
. Jeanne y yo le deseamos lo mejor y, si cree que podemos favorecerla en alguna otra cosa, no dude en decírnoslo, por favor.
Abandoné el viejo caserón del consulado con paso firme, revestida de una entereza que estaba muy lejos de experimentar. Sin embargo, tras mis lágrimas iniciales, no quise que los Wilden apreciaran el temblor de mis manos ni la vacilación de mis piernas una vez que me habían expuesto, con la delicadeza que proporcionan los muchos años de ejercicio de la diplomacia, la imposibilidad de auxiliarme más allá de lo políticamente indicado. Con la compra de la parcela en el cementerio, el gobierno francés quedaba bien ante una familia tan influyente y respetada como los De Poulain, sin contar con que sería una iniciativa muy apreciada por los poderosos sederos de Lyon y que, a mí, en verdad, me sacaba de un aprieto. Es decir, un detalle barato del que se obtendrían buenos réditos sociales, económicos y políticos. Pero en cuanto a mis problemas para pagar las deudas de Rémy no se había dado ni un solo paso adelante. Montada en el
rickshaw
que me devolvía por segunda vez en aquel día a la casa que yo había tomado por una fuente de ingresos para mi maltrecha economía y que había resultado ser una propiedad efímera que no me iba a proporcionar más que disgustos, pensé que en los momentos de auténtica desgracia, en aquellas ocasiones en que la vida te supera y no puedes con el peso de los problemas, resulta perjudicial confiar en que alguien va a echarte una mano porque, cuando no es así, te tambaleas y caes. Sin duda, lo más inteligente era no pedir a nadie más de lo que puede dar y ése era el caso de los Wilden que, a fin de cuentas, ya habían hecho bastante quitándome un grave problema de encima. Estaba entrando en un callejón muy negro del que no sabía cómo iba a salir y lo peor de todo era que aún tenía muchas horas por delante para seguir tragándome mi angustia porque esa noche nos esperaban a Fernanda y a mí en el consulado español, donde no podía ni imaginar qué diantre se me habría perdido.
No quise probar la merienda que la señora Zhong preparó a media tarde; tampoco quise salir de mi cuarto ni ver a nadie hasta la hora de arreglarme para la cena. No me encontraba bien y el esfuerzo de hablar me superaba. A pesar de lo que le había dicho al abogado, intenté pensar en soluciones para conseguir los ciento cincuenta mil francos que faltaban para saldar las deudas pero no las encontré, ya que la única realmente buena —huir a España y esconderme en algún pueblo perdido— resultaba de todo punto irrealizable. Mi país estaba muy atrasado. Sólo las grandes ciudades como Madrid o Barcelona se encontraban a nivel europeo en cuanto a higiene y cultura pero el resto agonizaba de hambre, suciedad e ignorancia. Además, ¿dónde iba una mujer sola por aquellas tierras? En el resto del mundo civilizado, la mujer había conquistado un nuevo papel en la sociedad, mucho más libre e independiente, pero en España seguía siendo un objeto, en el mejor de los casos de adorno, dominado por la Iglesia y el marido. Allí me quedaría sin alas, sin aire para respirar y aquello que veinte años atrás me había obligado a salir corriendo acabaría conmigo para siempre. ¿Una mujer pintora...? María Blanchard y yo, Elvira Aranda, éramos el ejemplo de lo que podían hacer las mujeres pintoras en España: marcharse.
Alrededor de las siete, mi sobrina entró en la habitación para recordarme que debíamos irnos. Me levanté de la cama bajo su mirada escrutadora y me dispuse a arreglarme. Fernanda permaneció inmóvil en la puerta siguiéndome con los ojos hasta que ya no pude resistirlo más:
—¿Es que tú no tienes que vestirte? —le pregunté desabridamente.
—Estoy lista —respondió. La observé con atención pero no advertí ningún cambio significativo. Iba igual que siempre, con su vestido negro y anticuado, su moño y el sempiterno abanico en la mano.
—¿Estás esperando algo?
—No.
—Pues vete, anda.
Pareció dudar un momento pero terminó por marcharse. Ahora pienso que quizá estaba preocupada por mí pero en aquel momento me sentía abrumada por la pena y no podía comprender lo que ocurría a mi alrededor.
Después de ondularme el pelo y perfumarlo con
Quelques Fleurs
, me vestí con un traje de noche encantador de seda marrón que tenía unos grandes lazos de tul en los costados. Frente al espejo, el resultado era espectacular, para qué voy a negarlo, y es que, a fin de cuentas, se trataba de mi mejor vestido, copiado de un modelo de Chanel y hecho con una pieza de seda que me había regalado Rémy. Satisfecha, me ajusté los finos tirantes sobre los hombros desnudos y, tras calzarme los zapatos de color barquillo, puse en línea recta la costura de las medias. Resultaba extraño pensar en todo lo que había sucedido a lo largo del día mientras contemplaba mi imagen. Sin duda, ponerse guapa proporciona salud porque yo me encontré mucho mejor cuando, por fin, me sujeté la onda de la frente con una horquilla en forma de delicada libélula multicolor.
Aquella noche fue la primera vez que abandonamos la Concesión Francesa. Cruzamos la verja pasando por delante del puesto de guardia a bordo de dos
rickshaws
y entramos en la llamada Concesión Internacional, en la que los autos más grandes y modernos —modelos norteamericanos en su mayoría— circulaban a toda velocidad por las calles con los faros encendidos. Debo decir que en Shanghai se conduce por la izquierda, al modo inglés, y que son los impresionantes policías
sikhs
, enviados por los británicos desde su colonia de la India, los que dirigen el tráfico. Estos súbditos de la corona inglesa, de abultados turbantes rojos y anchas barbas oscuras, utilizan unos largos bastones para realizar su trabajo, bastones que, llegado el caso, se convierten en sus manos en armas muy peligrosas.
El consulado español no estaba muy lejos. En seguida nos encontramos frente a una moderna villa de estilo mediterráneo y frondoso jardín, iluminada como uno de esos brillantes farolillos chinos, en la que flameaba de un mástil situado en el primer piso la bandera de España. Dos o tres coches muy lujosos dormían estacionados a un lado del parque, señal de que otros invitados ya habían hecho acto de presencia. Mi sobrina, curiosamente, estaba hecha un manojo de nervios —no paraba de abrir y cerrar el abanico con golpes secos— y, en cuanto descendió del
rickshaw
, empezó a parlotear en nuestra lengua de manera incontrolada. Esto me alegró y me di cuenta, conmovida, de que en un día tan raro y aciago como aquél cualquier pamplina pueril servía para levantarme el ánimo.
El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, resultó ser un hombre extraordinario
3
, de gran personalidad y cariñosísimas maneras, hijo de la famosa actriz española María Tubau y del dramaturgo Ceferino Palencia. Pero aún había más: su hermano, llamado también Ceferino, estaba casado con mi muy admirada escritora Isabel de Oyarzábal
3
, a quien había tenido el inmenso gusto de conocer dos años atrás, en el curso de una interesantísima conferencia que dio ella en París. Entre otras muchas actividades igualmente loables, Isabel era la presidenta de la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, entidad que luchaba por la igualdad de derechos en un país tan difícil como el nuestro. Era una mujer cultísima que tenía la firme convicción de que era posible cambiar el mundo. Fue una alegría para mí descubrir este parentesco del cónsul, lo que me llevó a simpatizar rápidamente con él y con su esposa, una elegante dama de origen griego. Y mientras yo departía con ellos y con algunos de los invitados (empresarios españoles que habían hecho grandes fortunas en Shanghai, acompañados por sus mujeres), Fernanda estaba disfrutando de lo lindo en compañía de un sacerdote de barbita quijotesca y cabeza abultada y completamente calva. La distribución de los invitados en la mesa les permitió seguir conversando sin parar. Se trataba, según supe, del padre Castrillo, superior de la misión de los agustinos de El Escorial y distinguido hombre de negocios, que había sabido utilizar el dinero de su comunidad adquiriendo terrenos en Shanghai cuando no costaban ni un céntimo para venderlos a precio de oro en años posteriores, convirtiendo así a los agustinos en propietarios de muchos de los principales edificios de la ciudad.
Otro personaje singular que asistía a aquella cena era un irlandés calvo y cincuentón que deambuló a mi alrededor buena parte de la noche. Se llamaba Patrick Tichborne y el cónsul me lo presentó como un lejano familiar político de su esposa. Tichborne tenía una gran barriga de bebedor y la piel atezada de un campesino y, puesto que era periodista, trabajaba como corresponsal para varios periódicos ingleses aunque, sobre todo, lo hacía para el
Journal
de la Royal Geographical Society. Estuvo toda la noche siguiéndome, dando vueltas a mi alrededor y escapando torpemente en cuanto nuestras miradas se cruzaban. Tan pesado se puso que llegó a incomodarme y poco faltó para que le hiciera alguna observación al cónsul.
Acababa de terminar una charla muy interesante con la esposa de un tal Ramos, el acaudalado propietario de seis de las mejores salas de cinematógrafo de Shanghai, cuando Tichborne se me acercó, rápido como una exhalación. El resto de invitados estaba ocupado en otras conversaciones así que me temí lo peor y puse, a modo de defensa, un gesto áspero en la cara.
—Si me permite unos minutos, Mme. De Poulain... —farfulló en francés. El aliento le hedía a alcohol.
—Usted dirá —repuse haciendo un mohín de desagrado—. Pero dése prisa.
—Sí, sí... Tengo que ser muy rápido. Lo que voy a decirle no puede escucharlo nadie más.
¡Oh, oh! Mal había empezado el irlandés.
—Un amigo de su marido necesita hablar urgentemente con usted.
—No entiendo tanto secretismo,
mister
Tichborne. Si quiere verme, que deje su tarjeta en mi casa.
El hombre empezó a impacientarse, echando miradas furtivas a derecha e izquierda.
—El señor Jiang no puede ir a su casa, madame. Usted está siendo vigilada de día y de noche.
—¿Qué dice? —me indigné; había conocido muchas formas en las que un hombre aborda a una mujer pero aquélla era la más descabellada de todas—. Creo,
mister
Tichborne, que ha bebido usted demasiado.
—¡Escuche! —exclamó él, aferrándome nerviosamente por el brazo; me zafé con un gesto brusco e intenté alejarme en dirección al cónsul pero Tichborne volvió a sujetarme, obligándome a mirarle—. ¡No sea necia,
madame
, está usted en peligro! ¡Escúcheme!