Titus solo (29 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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Y Gueparda hubiera apostado una fortuna a que, en el momento en que sonara el gong, cualquiera que estuviera cerca de Titus vería una sombra cruzar su rostro… como si aquello le recordara otro mundo: el mundo que él había abandonado.

NOVENTA Y TRES

A pesar de su habilidad y rapidez, había llegado un momento en que no podía estar en todas partes al mismo tiempo, característica por la que era famosa. Así que, en cuestión de minutos, bajó del helicóptero, se dirigió hacia los talleres, y poco después estaba enzarzada en una breve conversación con el responsable de los trabajadores.

Era imposible seguir negándose a delegar responsabilidades; el tiempo se le echaba encima. Inevitablemente, parte del secreto debía ser menos riguroso porque, a menos que subiera un poco las cortinas, corría el riesgo de que se hiciera el caos. Casi era demasiado tarde. A pesar de la fuerza que Gueparda tenía en su cuerpo flexible, entre los trabajadores el descontento era mayor a cada día que pasaba.

Hasta la nobleza había empezado a murmurar; y Gueparda se vio obligada a tomar a uno o dos de sus miembros como confidentes.

Aparte de eso, estaba su padre. A él se lo había ganado parcialmente.

—No durará mucho, padre.

—No me gusta —dijo el hueco alfeñique.

—Harás lo que te pido, ¿verdad? ¿Tu traje está listo? ¿Y la máscara?

Una mosca se posó en la horrible cabeza con forma de huevo. Contrayendo la piel del cráneo en una pequeña convulsión, el hombre desalojó a la criatura y, para cuando fue capaz de contestar, su hija ya no estaba con él. Gueparda no podía andar perdiendo tiempo.

NOVENTA Y CUATRO

En una reunión del ejecutivo a la que asistieron nueve almas, incluida Gueparda —si es que se la podía considerar un alma—, y en la que había representantes de las diferentes clases sociales, se acordó que todos quedarían en suspenso respecto al lugar donde se iba a celebrar la fiesta; sólo estos nueve escogidos estarían medianamente iluminados.

Sólo estos nueve fueron sobornados. Sólo estos nueve tenían cierta idea de lo que se estaba haciendo en los talleres, los cobertizos y las casas particulares.

Pero había rencor entre ellos. Es cierto que, comparados con el vulgo eran unos privilegiados; pero comparados con Gueparda estaban a oscuras, y sólo tenían migajas de información, aunque sabían que, entre aquel caos misceláneo, en la mente de la chica se estaba fraguando una especie de invención mastodóntica.

NOVENTA Y CINCO

—Tengo la sensación de que Titus tiene problemas —dijo Juno—. Anoche soñé con él. Estaba en peligro.

—Ha estado en peligro la mayor parte de su vida —repuso el Ancla—. Creo que no sabría qué hacer consigo mismo si no lo estuviera.

—¿Tú crees en él? —preguntó ella tras una larga pausa—. Nunca te lo he preguntado. Supongo que me da miedo lo que puedas contestarme.

El Ancla levantó la vista y estudió el techo del salón privado en la planta noventa y nueve. Luego se recostó en un cojín de color índigo. Juno estaba de pie junto a una ventana. Tan regia como siempre. La papada y las patas de gallo no desmerecían en absoluto su grandeza. La habitación estaba inundada de una luz azul claro que daba un extraño tono a la roja mata de pelo del Ancla. A lo lejos se oía un rumor, como el murmullo del mar.

—¿Que si creo en él? —inquirió el hombre—. ¿Y eso qué significa? Creo en su existencia, del mismo modo en que creo que tú estás temblando. ¿Estás enferma?

Juno se dio la vuelta y lo miró.

—No estoy enferma —susurró— pero lo estaré si no respondes a mi pregunta. Ya me entiendes.

—¿Su castillo y su linaje? ¿Es eso lo que te preocupa?

—¡Es tan joven! ¡Tan joven y dorado! Siempre fue muy dulce conmigo. No puedo creer que nos estuviera mintiendo, a mí y a todo el mundo. ¿Qué sientes al oír esa extraña palabra?

—¿Gormenghast?

—Sí, Gormenghast. Oh, Ancla, querido mío. Siento una pena tan grande en mi corazón…

El Ancla se puso en pie con un movimiento silencioso y se acercó a ella con un leve contoneo. Pero no la tocó.

—No está loco —dijo—. Sea lo que sea, no está loco. Si él estuviera loco, entonces que los locos gobiernen el mundo. No. Quizá se trate de inventiva. Por lo que sabemos, bien puede tener la última palabra en los dominios de la imaginación, la hipótesis, la suposición, la conjetura y todo cuanto queda dentro de los entramados de la imaginación. Pero ¿loco? No.

El Ancla la miró con una sonrisa forzada en los labios.

—Entonces, a pesar de toda esa palabrería, no le crees —exclamó Juno—, ¡Crees que es un mentiroso! Oh, Ancla, ¿qué me pasa? Tengo tanto miedo.

—Es por el sueño —dijo el Ancla—. ¿Qué pasaba?

—Veía a Titus —susurró Juno al fin— tambaleándose, con un castillo a su espalda. Altas torres entrelazadas con mechones de cabellos rojo oscuro. Y tambaleándose, gritaba «¡Perdonadme! ¡Perdonadme!». Detrás veía ojos suspendidos. ¡Sólo ojos! Enjambres de ojos. Y cantaban, con las pupilas dilatadas o contraídas, según las notas. Era horrible. Estaban tan concentrados… como sabuesos a punto de despedazar a un zorro. Pero cantaban todo el rato, y en medio de aquel sonido continuo a veces resultaba difícil oír a Titus. «Perdonadme. Por el amor de Dios, perdonadme.» —Juno se volvió al Ancla—. Titus está en peligro. ¿Por qué si no iba a soñar algo así? No debemos descansar hasta que lo encontremos. —Alzó la cabeza hasta la de él—. Ya no se trata de amor. Mis celos y mi amargura han desaparecido. Nada de eso forma ya parte de mí. Quiero a Titus por otro motivo… del mismo modo que quiero a Trampamorro y a otros que fueron importantes para mí en el pasado. El pasado, sí. Sí, eso es. Necesito recuperar mi pasado. Sin él no soy nada. Me bamboleo como un corcho sobre las aguas. Quizá no soy lo bastante valiente. Tal vez tenga miedo. Pensábamos que podíamos volver a empezar. Pero yo no dejo de pensar en los tiempos pasados. La bruma se ha instalado en mí como un polvo dorado. Oh, mi querido amigo. Mi querido Ancla. ¿Dónde están? ¿Qué debo hacer?

—Partiremos y los encontraremos. Conjuraremos a sus fantasmas, querida mía. ¿Cuándo empezamos?

—Ahora mismo —dijo Juno.

El Ancla se puso en pie.

—Ahora mismo —repitió él.

NOVENTA Y SEIS

Titus sólo sabía que estaba por los aires; que nadie le contestaba cuando hablaba; que parecía estar en movimiento; que oía el suave zumbido de un aparato; que el aire nocturno era cálido y tonificante; que ocasionalmente oía voces allá abajo y que había alguien a su lado, compartiendo el mismo aparato y negándose a hablar.

Llevaba las manos cuidadosamente atadas a la espalda y, aunque las cuerdas no le hacían daño, estaban lo suficiente apretadas como para que no pudiera soltarse. Igual que el pañuelo de seda que le tapaba los ojos. Se lo habían colocado de forma que no sufriera ninguna molestia, salvo la de no ver.

El hecho de que estuviera en semejante situación no dejaba de ser sorprendente. Sí, ciertamente, de no ser porque estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier situación disparatada, ya se hubiera puesto a gritar exigiendo que lo soltaran.

No tenía miedo. Le habían explicado que, puesto que aquélla era la noche de la fiesta, debía esperar cualquier cosa. Y que, para que fuera una noche entre todas las noches, sólo hacía falta una cosa, y era el elemento sorpresa. Sin eso, todo se estropearía.

En algún momento futuro, tenían que quitarle la venda de los ojos para que viera la gran hoguera, un centenar de brillantes invenciones.

Tenía que esperar a que llegara el momento y dejar que floreciera. Bajo el firmamento plagado de estrellas, bajo el susurro de hojas y helechos estaba la Casa Negra. Escenario de un oscuro esplendor, del rocío de la noche. Testimonio de la triste decadencia de siglos que, cuando Titus pusiera sus ojos en ella, no dejaría de recordarle el clima negro que había tratado de quitarse de encima como un manto, pero que ahora sabía que no tenía fuerzas para evitar.

Sin el elemento sorpresa, todo lo demás estaba condenado al fracaso. Gueparda lo sabía. No importaba la brillantez de la idea o lo maravilloso que pudiera ser el espectáculo; todo estaría perdido a menos que Titus sufriera la degradación máxima.

No por nada había pasado horas y horas sentada a los pies de su cama cuando él deliraba o desvariaba por la fiebre. Escuchando una y otra vez los mismos nombres; las mismas escenas. Ella conocía hasta el más mínimo detalle sobre su vida, a quién amaba, a quién despreciaba. Conocía las tortuosas entrañas de Gormenghast con la misma seguridad que si tuviera un mapa ante sus ojos. Sabía quién había muerto. Quiénes seguían con vida. Quiénes habían permanecido al lado de Gormenghast. Sabía quién era el Abdicador.

Que tenga su sorpresa. Su banquete dorado. Su fantástica fiesta, para la que no había gasto excesivo. Sería una despedida inolvidable.

Gueparda había susurrado: «Arderá como una antorcha en la noche. El bosque se encogerá al oírlo».

En un momento de debilidad, en el calor del momento, cuando su mente y sus sentidos estaban enfrentados y apareció un resquicio en su armadura, él había dicho: «Sí».

«Sí», aceptaba… aceptaba la idea de ir a un lugar desconocido, con los ojos vendados, para que fuera una sorpresa.

Y ahora estaba volando por los aires en medio de la noche, navegando sin saber Adónde, hacia su fiesta de despedida. De haber estado sus ojos libres, habrían visto que un hermoso globo blanco los sostenía en el aire, como una ballena gigante, teñida bajo la luz.

Sobre el globo, muy arriba en el cielo, había bandadas de artefactos de todos los colores, formas y tamaños.

Por debajo, volando en formación, aeronaves como dardos dorados y, mucho, mucho más abajo, en dirección norte, hubiera visto una gran extensión de marismas cubiertas por un resplandor que se extendía en el horizonte.

Hacia el sur, en los bosques, hubiera visto el humo de la hoguera que les indicaba el camino.

Pero Titus no veía nada de todo esto… no veía el juego de luces sobre las marismas sedosas ni las sombras de los variados artefactos voladores que se deslizaban lentamente por encima de las copas de los árboles.

Ni veía a su acompañante. Ella estaba allí sentada, a escasos centímetros, erguida, menuda y supremamente eficiente, con las manos en los mandos.

Los trabajadores ya se habían ido. Habían trabajado como esclavos. Habían desbrozado zonas de bosque para que los helicópteros y toda clase de aeronaves pudieran aterrizar. Los pesados carros estaban atestados de hombres agotados.

El gran cráter de la Casa Negra, que hasta entonces había bostezado a la luna, tenía en su interior algo muy distinto a su propio aliento. Su vacío había desaparecido, y escuchaba como si tuviera oídos.

Desde luego, hubo mucho que oír. Porque en la última semana o más, por el bosque habían resonado los martillazos, las sierras, los gritos de los forestales.

Lo bastante cerca para observar sin ser vistos, pero lo bastante lejos para evitar el peligro, montones de pequeños animales del bosque —ardillas, tejones, ratones, musarañas, comadrejas, zorros y aves de todas las plumas—, olvidando sus enemistades tribales, permanecían sentados en silencio, siguiendo cada movimiento, aguzando los oídos. Poco sabían ellos que habían formado un círculo de carne y hueso mientras respiraban y observaban el cascarón de la Casa Negra. El cascarón y las cosas extrañas que sucedían dentro de él.

Conforme pasaban las horas, esta circunferencia viva iba creciendo, hasta que un día se hizo el silencio y, en este silencio, la respiración de la fauna se oía como el sonido del mar.

Desconcertados por el silencio —porque llegó el momento de que los trabajadores se fueran y los invitados aún no habían llegado—, estos montones de ojos observaban la Casa Negra, que ahora presentaba al mundo una cara tan extraña que pasó un buen rato antes de que bestias y aves rompieran el silencio.

NOVENTA Y SIETE

Proyectando sus sombras traviesas, dos gatos monteses se liberaron por fin del trance en que habían caído todas aquellas criaturas hechizadas y con un sigilo casi inverosímil se adelantaron lado a lado.

Bajo la mirada de las hordas misceláneas y calladas, salieron a la manera de los felinos de aquel bosque que escuchaba y finalmente llegaron a la pared norte de la Casa Negra.

Durante un buen rato, permanecieron allí sentados, muy tiesos, ocultos por una maraña de helechos. Sólo las cabezas eran visibles, como si flotaran en aceite, tal era la fluidez con que se volvían a un lado y a otro.

Finalmente saltaron a la vez, como si hubieran seguido un impulso mutuo, y se encontraron sobre un amplio alféizar cubierto de musgo. Habían efectuado ese mismo salto muchas veces, pero nunca hasta entonces habían bajado la vista sobre una metamorfosis tan increíble.

Todo estaba cambiado y no lo estaba. Por un momento sus ojos se encontraron. Fue una mirada de una sutileza tan exquisita que un escalofrío de placer les recorrió la columna.

El cambio era completo. Nada era como solía. Donde antes había un montón de piedra verdosa, ahora se veía un trono. Viejas armaduras colgaban de las paredes. Había linternas y grandes alfombras y mesas con las patas hundidas entre la cicuta. Los cambios no tenían fin.

Y sin embargo todo seguía igual, porque la misma atmósfera lo anegaba todo. Una atmósfera de indecible desolación que ni todos los cambios del mundo hubieran podido alterar. Los gatos, conscientes de que eran el centro de todas las miradas, cada vez se mostraban más confiados, hasta que, descendiendo por un muro cubierto de hiedra, sonrieron positivamente con todo su cuerpo y saltaron en el aire con una mezcla de exaltación y furia. Exaltación porque había nuevos mundos que conquistar; furia porque sus caminos secretos habían desaparecido para siempre, y sus verdes dominios y guaridas ya no existían. Las ruinas cubiertas de malezas que formaban parte de sus vidas desde que no eran más que unas bolitas que se acurrucaban buscando el calor del vientre de su madre, de pronto eran otra cosa, algo que había que asimilar y explorar. Un mundo de nuevas sensaciones… un mundo que en otro tiempo resonaba con el eco, pero que ahora no daba respuesta, porque su vacío había desaparecido.

¿Dónde estaba ahora el saliente gastado y polvoriento, festoneado de helechos? Había desaparecido y lo que había en su lugar jamás había sentido la impronta del cuerpo de un gato montés.

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