Lejos del colosal castillo de Gormenghast, libre de la opresión del ritual y de la locura y el temor que gobernaron su infancia, Titus despierta a la madurez errando por el mundo de extramuros, un mundo moderno y arcaico a la vez, que nada tiene que ver con su universo conocido, y donde jamás se ha oído hablar de su estirpe. Perdido e incomprendido, llegará a dudar de la existencia de su propio hogar, hasta tal punto que acabará anhelando regresar para probar que la suya no es una vida soñada.
Mervyn Peake, novelista, poeta y artista, nació en 1911 en Kiling, China, hijo de un médico misionero. Llegó a Inglaterra a los once años y estudió en las Royal Academy Schools. Entre 1934 y 1936 vivió en la isla de Sark con un grupo de artistas y, de vuelta en Londres, enseñó dibujo y pintura e ilustró obras de Coleridge, Stevenson, Carroll y otros. En 1946 publicó
Titus Groan
, luego
Gormenghast
(1950) seguido de
Titus Alone
(1959), una trilogía gótica que pronto se convirtió en una obra de culto. La poesía de Peake incluye
The Glassbowers
(1950) y
The Rhyme of the Flying Bomb
(1962).
Peake murió en 1968 tras una larga enfermedad.
Mervyn Peake
Titus Alone
Los libros de Titus 3
ePUB v2.0
karpanta27.08.12
Título original:
Titus Alone
Mervyn Peake, 1959.
Traducción: Encama Quijada Vargas, Ferrán Fors
Diseño/retoque portada: Mervyn Peake
Editor original: karpanta (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
Para Maeve
NOTA DEL EDITOR INGLÉS
La edición original de
Titus solo
, de 1959, partió de un mecanoscrito basado en los cuadernos de notas en los que Mervyn Peake escribía siempre. Exámenes recientes de los manuscritos han revelado que esa edición no era completa, de modo que la presente se ha revisado para solventar varias omisiones. Los cambios afectan principalmente a los capítulos 24 (episodio enteramente nuevo), 77, 89, y todos los que van del 99 al final, donde el texto de la primera edición se ha incrementado considerablemente. Con la publicación del nuevo texto, los editores se complacen en cumplir las intenciones del autor y desean unirse a la señora Naeve Peake en el agradecimiento a Langdon Jones por las largas horas y el meticuloso cuidado que puso en comparar las diversas versiones y descubrir los verdaderos propósitos del autor.
El señor Lagdon Jones escribe: Cuando me puse a trabajar en la reconstrucción de
Titus solo
, me basé en tres versiones diferentes. La principal era el primer mecanoscrito. Ésta era la versión que se había dado primeramente para publicación y sobre la cual se habían hecho la mayoría de los cambios. El primer tercio consistía en una copia a carbón sin ninguna indicación. El segundo mecanoscrito era la versión preparada según criterio del revisor editorial en un intento de dar coherencia al libro, ya que por la época en que Mervyn Peake lo entregó estaba ya en la fase final de su enfermedad. De esta versión, el primer tercio consistía en las correspondientes páginas originales del primer manuscrito, corregidas por Peake y el revisor, y los dos últimos tercios (en los cuales se había hecho el grueso de las modificaciones) eran un nuevo mecanoscrito con las especificaciones del revisor, aunque también había esporádicas correcciones de Peake. La tercera versión, a la cual se recurrió para aclarar palabras ilegibles o buscar secciones que habían desaparecido de las otras, era el primer borrador, y estaba escrito a mano en varios cuadernos.
Así, fui reconstruyendo el libro a partir sobre todo del primer mecanoscrito, y recurriendo constantemente al segundo para asegurarme de incorporar a las partes no modificadas por el editor los cambios que Peake había hecho posteriormente.
Mi propósito ha sido incluir todas las correcciones de Peake desestimando las demás. También he intentado hacer el libro lo más consistente posible pero con un mínimo de cambios por mi parte. Me he visto obligado a aplicar mi propio juicio en muy pocas ocasiones, aquellas en las que lo normal habría sido consultar al autor. He intervenido en unas pocas inconsistencias, siendo el único cambio importante la reticente eliminación de veinticinco palabras del delirio de Tito, en el cual recordaba personajes que él conocía pero el lector no.
De haber podido hacerlo, no cabe duda de que Peake hubiera pulido la historia todavía más. Creo no obstante que en esta versión se ha conseguido expresar ese mal que alcanzó para Peake sus manifestaciones supremas cuando, sirviendo como artista de guerra, hacia el final del conflicto, entró en Belsen. Da la impresión de que Peake veía el mal y la tragedia como fuerzas tangibles, y el libro refleja una lucha que tuvo realmente, cuando él mismo se enfrentó a un horror más espantoso y prolongado que el sufrido por Titus, y al cual el propio autor sucumbiría diez años después.
Se volviera a donde se volviese, norte, sur, este u oeste, sus puntos de referencia no tardaron en quedar atrás. El montañoso perfil de su hogar, aquel desgarrado mundo de torres, junto al liquen gris y la hiedra negra, así como el laberinto que alimentaba sus sueños y el ritual que fue su vida y su perdición, toda su infancia, habían desaparecido.
Ya no eran más que un recuerdo; una discrepancia; un ensueño, o el sonido de una llave al girar en una cerradura.
Titus siguió su camino, yendo de orillas doradas a orillas heladas, por regiones sumidas en un polvo suntuoso y tierras ásperas como el metal. A veces sus pasos no se oían, otras, resonaban sobre la piedra. A veces un águila lo observaba desde una roca, otras, un cordero.
¿Dónde está ahora? ¿Dónde está Titus el Abdicador? ¡Sal de las sombras, traidor, y asómate a los salvajes confines de mi cerebro!
Esté donde esté, no puede saber que, a través de puertas infestadas de gusanos y paredes agrietadas, a través de ventanas reventadas que boquean ablandadas por la podredumbre, una tormenta se abate sobre Gormenghast. Erosiona las baldosas; agita el foso sombrío; arranca las largas vigas de sus soportes ruinosos, y ¡aúlla! No puede saber de las múltiples acciones que tienen lugar en su casa, momento a momento.
Un caballito de madera, enjaezado de telarañas, se mece en un desván ventoso y vacío.
Ignora también que, mientras él vuelve la cabeza, tres ejércitos de hormigas negras, en orden de batalla, marchan como sombras sobre los lomos de una gran biblioteca.
¿Acaso ha olvidado el lugar donde los petos de las armaduras bullen como la sangre en el interior de los párpados y las inmensas cúpulas reverberan al sonido de la tos de una rata?
El sólo sabe que atrás, en el lugar más remoto del horizonte, ha dejado algo desmesurado; algo brutal; algo tierno; algo que es mitad realidad, mitad sueño; la mitad de su corazón; la mitad de sí mismo.
Y, durante todo el camino, la risa lejana de una hiena.
El sol se puso con un sollozo, la oscuridad se extendió por el horizonte, haciendo que el cielo se contrajera, el mundo se quedó sin luz y entonces, en ese mismo instante de aniquilación, como si hubiera estado esperando su turno, la luna apareció surcando la noche.
Sin saber apenas qué hacía, el joven Titus amarró su bote a la rama de un árbol en la orilla y bajó trastabillando a tierra. Las márgenes del río estaban cubiertas de juncos, un poderoso ejército cuyos contagiosos susurros sugerían descontento. Con este sonido en los oídos, Titus se abrió paso entre los juncos, con los pies hundidos hasta los tobillos en el cieno.
Tenía la vaga intención de aprovechar el terreno elevado que se alzaba en la orilla derecha y trepar por la estribación más próxima, a fin de echar un vistazo a lo que tenía por delante, pues se había perdido.
Pero cuando consiguió llegar a lo alto entre la vegetación, después de una serie de percances y de añadir nuevos desgarrones a sus ropas, de suerte que era sorprendente que se mantuvieran unidas, para ese entonces, aunque se encontró en lo alto de una colina cubierta de hierba, no tenía ojos para el paisaje, sino que cayó al suelo al pie de lo que parecía una enorme roca tambaleante. Pero era Titus quien se tambaleaba, y se desplomó agotado por el cansancio y el hambre.
Y allí quedó, acurrucado, con la apariencia frágil y adorable que suelen tener cuantos duermen por razón de su desamparo, con los brazos abiertos, la cabeza en un extraño ángulo que conmueve el corazón.
Pero los sabios son comedidos en su compasión, pues el sueño puede ser como la nieve sobre una áspera roca y fundirse al primer contacto con la realidad.
Y así fue con Titus. Al volverse para aliviar el hormigueo del brazo, vio la luna y la odió; odió la vil hipocresía de su luz; su rostro fatuo; la odió con una repugnancia tan real que le escupió y le gritó: «¡Mentirosa!».
Y entonces, una vez más, pero ya no tan lejana, se oyó la risa de la hiena.
A cierta distancia del pie de Titus, el lustroso caparazón de un escarabajo, minúsculo y heráldico, reflejaba los rayos de la luna. Su sombra, tres veces más larga que su cuerpo, rodeó una piedrecilla y trepó por una brizna de hierba.
Titus se puso de rodillas, con el regusto de un sueño que sólo había dejado remordimiento, aunque no recordaba nada, salvo que era sobre Gormenghast, una vez más. Cogió un palo y se puso a dibujar en la tierra con un extremo, y la luz de la luna era tan intensa que cada línea que trazaba era como una estrecha trinchera llena de tinta.
Al ver que había dibujado una especie de torre, se palpó de forma involuntaria el bolsillo, buscando la piedra que había llevado consigo, como para demostrarse que su infancia era algo real, y que la Torre de los Pedernales seguía alzándose, como había hecho durante siglos, por encima de cualquier otra edificación de su antiguo hogar.
Titus alzó la cabeza, paseó por primera vez la vista sobre lo que le rodeaba, y entonces sus ojos siguieron en dirección norte, recorriendo las grandes pendientes fosforescentes de robledos y encinas, hasta que se posaron sobre una ciudad.
Era una ciudad dormida, sumida en un mortal silencio y el vacío de la noche. Titus se puso en pie y tembló al verla, no sólo por el frío, sino por la extrañeza de pensar que, mientras él dormía, mientras trazaba líneas sobre el suelo, mientras observaba al escarabajo, aquella ciudad había estado allí todo el tiempo, y con tan sólo volver la cabeza sus ojos se hubieran llenado de cúpulas y agujas de plata; de suburbios relucientes; de parques, arquerías y un río sinuoso. Y de las laderas de una gran montaña, poblada de bosques canosos.
Pero, mientras contemplaba las altas pendientes de la ciudad, sus sentimientos no eran los de un niño o un joven, ni los de un adulto con inclinaciones románticas. Sus respuestas ya no eran claras y sencillas, porque había pasado por muchas cosas desde que escapara del ritual, y ya no era niño o adolescente, sino que, por causa de su conocimiento de la tragedia, la violencia y la conciencia de su propia perfidia, era mucho más que eso, aunque menos que un hombre.
Arrodillado en aquel lugar, Titus parecía perdido. Perdido en la luminosa noche. Perdido en su distanciamiento. Perdido en una franja espacial en la que la ciudad reposaba como un todo, segura en su cohesión, como una inmensa criatura bañada por la luz de la luna que respiraba en sueños con un único aliento.