Titus estiró el brazo para cogerla de la mano e hizo que se sentara.
—Con cuidado —dijo ella. Se tendió junto a él y enarcó las cejas.
Una libélula pasó sobre ellos con una leve vibración de sus alas transparentes, y luego volvió a hacerse el silencio.
—Aparta esa mano —dijo Gueparda—. No me gusta. Me pone enferma que me toquen. Lo entiendes, ¿verdad?
—Pues no, no lo entiendo —dijo Titus poniéndose en pie de un salto—. Eres fría como el hielo.
—¿Me estás diciendo que siempre ha sido mi cuerpo lo que te atraía, y sólo mi cuerpo? ¿Quieres decir que no hay ninguna otra razón para que quieras estar conmigo?
Su voz había adquirido un matiz diferente. Era seca y distante, pero se la oía nerviosa.
—Lo curioso —añadió— es que debería amarte. A ti. Un joven que no ha sentido más que lujuria por mí. Una enigmática criatura de un lugar que no aparece en los mapas. ¿No lo entiendes? Eras mi misterio. El sexo lo estropearía. No hay ningún misterio en el sexo. Lo que importa es tu mente, tus historias, y lo diferente que eres de todos los hombres que he conocido. Pero eres cruel, Titus, muy cruel.
—Entonces, cuanto antes me vaya, mejor —exclamó él, y cuando se volvió hacia ella se encontró más cerca de lo que imaginaba, pues estaba mirando su rostro menudo, extraño, profundamente femenino y delicioso. La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. No obtuvo respuesta. En cuanto al rostro, Gueparda lo había girado para que no pudiera besarla.
—Bueno, bueno —dijo soltándola—. Esto es el fin.
Nada más soltarla, ella se puso a arreglarse sus ropas de montar.
—He terminado contigo —dijo Titus—. He terminado con tu maravilloso rostro y tu mente deforme. Vuelve con tu círculo de vírgenes y olvídame igual que yo pienso olvidarte.
—Mala bestia —exclamó ella—. Mala bestia desagradecida. ¿Es que no soy nada por mí misma para que me abandones? ¿Tan importante es copular? Hay millones de amantes haciendo el amor de un millón de formas, pero para mí sólo hay una. —Le temblaban las manos—. Me has decepcionado. Eres vulgar. Eres indigno. Débil. Y seguramente estás loco. ¡Tú y tu Gormenghast! Me ponéis enferma.
—Yo mismo me pongo enfermo —replicó Titus.
—Me alegro —dijo la hija del científico—, que sigas así mucho tiempo.
Ahora que Gueparda sabía que no era amada por Titus, la brusquedad que se había colado en su voz se estaba transfiriendo a sus pensamientos. Nunca en su vida la habían tratado de esa forma. No había ni uno solo entre sus jadeantes admiradores que se hubiera atrevido a hablarle así. Hubieran esperado mil años por una sonrisa, por que les mirara enarcando una ceja. En ese momento miró a Titus, como si fuera la primera vez, y lo odió. En cierto modo, aunque lo había rechazado, era él quien la había humillado. La brusquedad de su voz y su mente se estaba transformando en una ira innata. Se había entregado a él en todos los sentidos, salvo en el acto consumado del amor, y se había burlado de ella; la había rechazado.
¿Qué le importaba si era o no señor de Gormenghast? ¿Si estaba cuerdo o loco? Lo único que sabía es que le habían arrebatado algo milagroso y que no pensaba conformarse con nada que no fuera la venganza.
La violenta muerte de Sudario en el Subrío fue motivo de grandes especulaciones y asombro, no durante uno o dos días, sino durante meses. ¿Quién era el joven que había huido tan milagrosamente? ¿Quién era el ágil desconocido que lo había salvado? Sin duda algunos habían visto a Trampamorro en alguna ocasión en la última década, pero incluso para éstos era como un fantasma, no alguien real, y las historias que se contaban sobre él eran poco menos que leyendas.
Hay quien recordaba a Trampamorro al huir, cuando las puertas que chorreaban se abrían para él con un suspiro tan grande como el que jamás haya podido oírse en el sueño de un melancólico.
Allí, hacía largo tiempo, en su inmenso escondite, pasaba horas cantando, hasta que las campanas se rendían, o pasaba horas sentado, cavilando, como un monarca, cubierto de zarzas, o manchado de tierra, según la región por la que había estado acechando. Y hubo una ocasión, un día inolvidable, en que se le vio vestido inmaculadamente de la cabeza a los pies, caminando por un corredor que parecía interminable, con un sombrero de copa y un bastón en la mano —que no dejaba de girar como un malabarista— y un aire de indescriptible dignidad.
Pero en general se lo conocía por la vergonzosa negligencia de su atuendo.
Y sin embargo, nunca vivió allí, con los otros. Para él, el Subrío era un refugio, nada más. De modo que era un misterio para sus habitantes, del mismo modo que lo era para los sofisticados personajes que habitaban en las grandes mansiones sitas en las márgenes del río.
Pero ¿Adónde habían ido aquellos dos, el feroz y autosuficiente Trampamorro y el joven al que salvó? ¿Cómo podían saberlo aquellos rebeldes auto recluidos; aquellos ladrones y refugiados? Y sin embargo, no hacían más que hablar de la huida, de dónde podían estar. No hacían más que especular, y aunque eso no los llevaba a ninguna parte, casi les daba una razón para vivir. A todos excepto a tres. Tres individuos de lo más inverosímiles. Parece ser que, cada uno a su manera, había despertado por el horror de aquel incidente espantoso. Se habían sentido sobresaltados, aunque ya no lo estaban. Lo único que querían era escapar del vacío atestado de aquel lugar, a cualquier precio.
Aparentemente eran apocados, y sin embargo estaban deseando abandonar aquella morgue saturada, inactivos, y sin embargo estaban dispuestos a arriesgarse. Porque la policía los buscaba a los tres.
Congrejo, con su rostro pálido y estreñido y ese aire de mártir. Egocéntrico, si no hasta el punto de ser un megalómano, casi. ¿Y qué hay del hecho de que lo llevaran en la cama? ¿Y del pesado «recordatorio» de volúmenes idénticos que habían servido para levantar su almohada y habían rodeado su cama durante tantos años?
Su cama, gracias a su amigo Tirachina y uno o dos más, había sido trocada por una silla de ruedas. En el respaldo de ésta había un saco colgado. Lo habían llenado de libros, y pesaba lo suyo. El pobre Tirachina, cuya misión era empujar de un distrito a otro la silla, con Congrejo, los libros y todo lo demás, no disfrutaba especialmente de aquella ocupación. No sólo tenía la más baja opinión sobre la literatura en general, sino que sentía un especial desagrado por aquel libro en particular, repetido tantas veces, convertido cada ejemplar en un gran peso para el corazón.
Pero aunque era un libro grande y pesado, aunque Congrejo se había zafado de aquel gran peso, y aunque estaba repetido montones de veces, a Tirachina jamás se le hubiera ocurrido rebelarse o exigir sus derechos. Porque sabía que sin Congrejo estaría perdido.
En cuanto al propio Congrejo, estaba tan absorto en sus especulaciones que no se le ocurrió en ningún momento que Tirachina pudiera estar sufriendo.
Sin duda de vez en cuando oía algunos gemidos, pero para lo que le interesaba, bien podría haber sido el roce de unas ramas.
La noche que escaparon del Subrío y partieron en dirección noreste fue una noche sin luna ni estrellas. Un mes más tarde, pisaban tierra extranjera.
Como habían acordado, se reunieron con Grieta-Campana en una colina pelada. A pesar de su estupidez, él era el único que tenía dinero. No mucho, como no tardaron en descubrir, pero suficiente para uno o dos meses. Este dinero fue transferido al bolsillo de Congrejo, donde, como él dijo, estaría más seguro. Cuando se trataba de dinero, la ambigüedad de Congrejo desaparecía rápidamente.
Grieta-Campana no puso objeciones. No pasaba nada. En otro tiempo fue rico. Ahora era pobre. ¿Qué más daba? Su risa seguía siendo tan chillona y estridente como siempre. Y su sonrisa, igual de fatua. Sus respuestas, igual de rápidas. Comparado con sus dos compañeros, Grieta-Campana era vivaracho como un mono.
—Aquí estamos —exclamó—. Tirados en algún lugar. No me preguntéis dónde, pero en algún sitio. Ja ja ja. —Su risa quebradiza descendió por la colina en fragmentos rotos.
—Señor Congrejo —dijo Tirachina.
—¿Sí? —dijo Congrejo levantando una ceja—. ¿Qué quiere esta vez? Que paremos a descansar, supongo.
—Hemos recorrido hoy un terreno extenso y difícil. Y estoy cansado. Ciertamente. Me recuerda…
—Los años que pasó en las minas de sal. Sí, sí. Ya lo sabemos. ¿Le importaría ser un poco más cuidadoso con mis libros? Trata ese saco como si estuviera lleno de patatas.
—Si me permite decir unas palabras… —gorjeó Grieta-Campana— yo lo diría así…
—Desate mis libros, todos, y límpielos con un paño seco. Luego los contará.
—Cuando estaba en las minas, como usted sabe, tenía mucho tiempo para pensar… —dijo Tirachina, obedeciendo a Congrejo mecánicamente.
—¡Vaya! ¿Y lo hacía? Y ¿en qué pensaba? ¿Mujeres? ¡Mujeres! Ja ja ja. Mujeres. Ja ja ja ja.
—Oh, no. Desde luego que no. No sé nada de mujeres —repuso Tirachina.
—¿Ha oído eso, Congrejo? Qué declaración tan extraordinaria. Es como decir: «No sé nada de la luna».
—Bueno ¿y qué sabe usted de la luna? —preguntó Congrejo.
—Tanto como de usted, mi querido amigo. La luna es árida. Como usted. Pero ¿qué importa eso? Estamos vivos. Somos libres. Al diablo con la luna. De todos modos, es una cobarde. ¡Sólo sale de noche! ¡Ja ja ja ja!
—La luna sale en mi libro —dijo Congrejo—. No recuerdo exactamente dónde… pero sale mucho. Hablo, o más bien diserto, sobre el cambio que ha sobrevenido a la luna. Desde que Molusco la rodeó, se ha convertido en algo muy distinto. Ha perdido su misterio. ¿Me escucha usted, Tirachina?
—Sí y no. En realidad estaba pensando dónde vamos a acampar. En las minas era distinto. No había…
—Olvídese de las minas —lo atajó Congrejo—. Cuidado con ese codo, no lo vaya a clavar en mi manuscrito. Oh, amigos míos, ¿es que no significa nada que hayamos escapado de ese lugar pernicioso? ¿Que los tres estemos juntos como habíamos planeado? ¿Que estemos aquí tranquilamente, en el lado de sotavento de una colina desnuda?
—Pero incluso aquí no puede uno evitar recordar ese brutal enfrentamiento. Me altera muchísimo —confesó Tirachina.
—Oh, señor. Una buena pelea. Huesos, músculos, tendones, órganos de toda clase esturreados por aquí y por allá. Pero ¿qué importa eso ahora? Hace una noche hermosa. Hay dos estrellas. Tenemos toda la vida por delante… o al menos una parte. Ja ja ja!
—Sí, sí, sí. Ya lo sé, Grieta-Campana, pero no puedo evitar preguntarme…
—¿Preguntarse?
—Sí. Ese joven… No me lo puedo quitar de la cabeza.
—Yo no pude verlo bien. Estaba algo abajo. Pero, por lo que vi, y por lo que sé de la vida, puedo decir que tenía un buen trasero.
—|Un buen trasero! ¡Ja ja ja ja ja! ¡Ésa ha sido buena!
—¡Buena! Idiota. ¿Te crees que llevo toda la vida en el Subrío? En otro tiempo trabajé como ayuda de cámara.
Tirachina se puso en pie.
—Empieza a caer el rocío. Encenderé un fuego. En cuanto al joven, daría muchas cosas por verlo.
—Evidentemente —concedió Congrejo—. Tenía un algo. Pero ¿por qué íbamos a querer…?
—¿Verlo? —exclamó Grieta-Campana—. ¿Por qué íbamos a querer verlo? Oh, Señor. Él y su amigo el cocodrilo. Señor. Imposible encontrar mejor materia para las conjeturas.
—Eso dejádmelo a mí —dijo Congrejo—. Mi cabeza es como una brújula y mi nariz, como el olfato de un sabueso. Usted, mi querido Tirachina, ocúpese de los campamentos y del cuidado de mis libros… Grieta-Campana, usted se encargará de robar y retorcer el pescuezo de las gallinas. Oh, Señor, con qué rapidez y elegancia se mueve usted cuando la luna se recrea sobre las granjas y los patios están en negro y plata. Con qué rapidez y claridad acecha al ganado. Si alguna vez alcanzamos a ese joven, tomaremos pavo y vino.
—Yo no bebo —aclaró Tirachina.
—¡Chis!
—¿Qué pasa?
—¿No ha oído esa risa?
—Chis… chis…
Se oyó un sonido, y sus cabezas se volvieron a la par hacia el flanco oeste de la colina desnuda.
En el crepúsculo acechaban los devoradores de entrañas; los que tienen el cerebro en su estómago, ansiosos por encontrar carroña. Los chacales y los zorros. ¿Qué buscan cuando escarban? El arañar de sus garras continúa. Sus ojos miran como gelatina. Las orejas parecen afiladas como espadas de una baraja. ¡Eh, carroñeros! La luna tiene náuseas.
Mientras Tirachina, Grieta-Campana y Congrejo se encogían temblorosos —pues al principio aquel sonido tan extrañamente inquietante hubiera podido ser cualquier cosa—, un nuevo sonido les hizo volver la cabeza, esta vez al cielo.
Desde el espacio ciego, terrible y sin sol, como mosquitos coloridos que emergían de la noche, un escuadrón de agujas verde lima apareció velozmente dirigiéndose hacia la tierra.
Los chacales levantaron sus morros despreciables, y Tirachina, Congrejo y Grieta-Campana hicieron lo propio con los suyos.
No hubo tiempo para miedos o interpretaciones. Aquellas agujas voladoras desaparecieron casi tan pronto como habían aparecido. Pero, a pesar de la velocidad con que viajaban, había algo más.
Parecía que buscaban
a alguien.
Los chacales y los zorros siguieron con su carroña en el otro lado de la colina desnuda y por eso no pudieron ver las dos figuras con yelmos recortadas contra el cielo como estatuas, idénticas hasta en el más pequeño detalle.
Llevaban una especie de armadura, y sin embargo se movían con absoluta libertad. Cuando uno de ellos dio un paso al frente, el otro dio un paso similar. Cuando uno de ellos protegió sus ojos inmensos y huecos de la luna con la palma de su mano, su compañero hizo otro tanto.
¿Acaso estaban dirigiendo aquellos dardos aéreos y silenciosos? No lo parecía, pues sus cabezas estaban ligeramente inclinadas.
Colgadas de las columnas de sus cuellos llevaban unas minúsculas cajitas sujetas con hilo metálico. ¿Qué eran? ¿Es posible que estuvieran recibiendo mensajes de alguna remota región? ¡No! ¡Desde luego que no! No eran la clase de mortales que obedecen a nadie. Su silencio mismo era hostil y orgulloso.
Sólo en una ocasión volvieron su mirada hacia los tres vagabundos, y en aquella doble mirada había tantísimo desprecio que Congrejo y sus temblorosos compañeros sintieron un golpe helado contra sus cuerpos. No era a ellos a quien buscaban las figuras tocadas con yelmos.