Titus solo (22 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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Pero, aunque todo aquello era una pesadilla, se dio cuenta de que su vida anterior había quedado partida. Ya no estaba equilibrado, ni entero. En otro tiempo fue señor de la fauna. Trampamorro, en su casa junto a la morera, soberanamente libre entre las jaulas de hierro. Y había un segundo Trampamorro, el presente, indefinido pero amenazador, señor de nada.

Sin embargo, aun cuando él no lo supiera, la espantosa semilla de su mente era tan oscura que en esa nada había empezado a crecer algo implacable: un estado interior sobre el que no tenía ningún derecho, ningún deseo de escapar al mundo repugnante a través de cuyo cuerpo debía ahora desandar sus pasos para volver al campamento del enemigo.

Y entonces salió como sale un áspid del cascarón… una criatura venenosa cada vez más grande, conforme la vil escena tomaba forma.

Las nubes se habían ido y los colores prometidos pendían del aire como sábanas. Trampamorro dio la espalda al cielo y contempló los árboles que se elevaban ante la terraza cubierta de maleza. Y al hacer esto su odio rezumó y todo quedó muy claro. El caos de aquella ira tardía se coaguló formando un carbúnculo. Ya no estaba la necesidad de ferocidad, ni de blandir arbustos. De haber podido habría devuelto el enebro a su escarpada posición. Y, cuando volvió a girar su gran cabeza a las silenciosas hileras de vagabundos, su rostro era inexpresivo.

—¿Alguno de vosotros ha visto Gormenghast? —bramó.

Las cabezas de los espectadores de la puesta de sol no se movieron. Sus cuerpos permanecían medio girados hacia él. Los ojos miraban al hombre más grande que habían visto. Ni un solo sonido salió de las interminables hileras de gargantas.

—Olvidaos de vuestras malditas nubes —exclamó de nuevo—. ¿Habéis visto a un muchacho… señor de una región? ¿Ha pasado algún extranjero por aquí antes que yo? —Echó atrás su gran cabeza—. ¿Soy el único que habéis visto?

Nada, salvo el susurro de las hojas en el bosque. Y un silencio desdichado, un silencio feo y fatuo. En medio de este silencio, el mal genio de Trampamorro volvió a hacer acto de presencia. Su amado zoo, muerto a manos de la ciencia, se apareció ante sus ojos. Titus estaba perdido. Todo estaba perdido, salvo la posibilidad de encontrar el reino perdido de Gormenghast. Y después guiar al joven Titus de vuelta a su casa. Pero ¿por qué? ¿Para demostrar qué? Que el muchacho no era un demente. ¿Un demente? Trampamorro fue a grandes zancadas hasta el lindero del bosque, con la cabeza entre las manos, y entonces alzó los ojos para evaluar la envergadura y el peso de su disparatado vehículo. Luego soltó el freno, despertándola, y ella gimoteó como un niño suplicante. La hizo girar y, con gran esfuerzo, la impulsó hacia el precipicio. Mientras corría, el monito saltó al asiento del conductor y, cabalgando como un jinete, se precipitó con ella al abismo.

El mono se había ido. El coche se había ido. ¿Se habría ido todo?

Trampamorro no sentía nada; sólo incredulidad al pensar que un fragmento de su vida hubiera podido colgar ante él de forma tan vivida como un cuadro en la pared del cielo oscuro. No sentía angustia. Lo único que podía notar era una sensación de liberación. ¿Qué cargas quedaban sobre él y dentro de él? Ninguna, sólo amor y deseo de venganza.

Estas dos cosas excluían el suicidio, aunque, por un momento, las hileras de espectadores vieron que Trampamorro miraba abajo, a escasos centímetros del borde devorador. De pronto, dando la espalda al precipicio y a aquella sombría asamblea, se adentró a pie en el bosque sin pájaros e inició el camino de vuelta, cantando, consciente de que a su debido tiempo llegaría a una región que había dejado atrás, donde los científicos trabajaban como zánganos para gloria de la ciencia y alabanza de la muerte.

De haberlo visto Titus en aquel momento, hubiera reparado en la agria sonrisa de su rostro y la extraña luz de sus ojos, y sin duda se habría asustado.

SESENTA Y NUEVE

Entretanto, Titus, cuyos viajes en busca de su hogar y de sí mismo le habían llevado a diferentes climas, estaba en aquel momento descansando en una casa fresca y gris, en la quietud de cuyas paredes protectoras yacía con fiebre.

Su rostro, vivido y animado a pesar de su quietud, estaba medio hundido en la almohada blanca. Los ojos, cerrados; las mejillas, enrojecidas; la frente, caliente y húmeda. Se hallaba en una habitación alta, verde, oscura y silenciosa. Las persianas estaban bajadas y era como yacer en un mundo bajo el agua.

Fuera se extendía un gran parque, en cuyo extremo sureste, a pesar de la distancia, un lago hería el ojo con el desbocado destello de sus aguas. En la orilla opuesta, casi en el horizonte, había una fábrica. Su silueta, obra maestra del diseño, se adueñaba del cielo en un arco de cien grados. De todo esto Titus no sabía nada, porque su habitación era su mundo.

Ni sabía tampoco que, sentada a los pies de la cama, con las cejas levantadas, estaba la hija del científico.

Para Titus fue bueno que no pudiera verla entre la bruma encendida de la fiebre. Pues la suya era una presencia que no se olvida fácilmente. Tenía un cuerpo exquisito. Un rostro indescriptiblemente curioso. Era moderna. La suya era una nueva clase de belleza. En su rostro todo era perfecto por sí mismo, pero —desde el punto de vista de lo que se considera normal— estaba curiosamente mal colocado. Los ojos eran grandes y de un gris tempestuoso, pero se encontraban a un pensamiento de más de distancia; aunque no tanto como para que no se los reconociera al instante. Los pómulos estaban tensos, bellamente esculpidos, y la nariz, aun siendo recta, a veces daba la impresión de ser respingona, y otras, aguileña. En cuanto a los labios, eran como una criatura adormecida, algo que podía cambiar de color como un camaleón —si no a voluntad, sí al menos de un momento para otro—. Hoy, su boca era del color de una lila, muy clara. Cuando hablaba, los pálidos labios dejaban al descubierto los dientes pequeños y permitían que una o dos palabras salieran como pétalos que el viento lleva ociosamente. La barbilla era redondeada, como el extremo más pequeño de un huevo de gallina, y de perfil parecía deliciosamente pequeña y vulnerable. La cabeza quedaba en equilibrio sobre el cuello, que se alzaba sobre los hombros como en un número de funambulismo, y la abigarrada diversidad de sus facciones, incongruentes en sí mismas, convergía y se fundía dando lugar a un rostro irresistible.

De mucho más abajo llegaban gritos y respuestas a estos gritos, pues la casa estaba llena de invitados.

—Gueparda —gritaban—, ¿dónde estás? Vamos a salir a montar.

—¡Pues id! —decía ella entre sus bonitos dientes.

Grandes hombres rubios estaban asomados a las barandillas, dos pisos más abajo.

—Vamos, Gueparda —gritaban—. Tu pony está listo.

—Por mí ya le podéis pegar un tiro a esa bestia —musitó ella.

Por un momento volvió la cabeza y, con esta orientación de sus facciones, provocó una nueva relación entre ellas… una nueva belleza.

—Dejadla en paz —exclamaron las muchachas, que sabían que con Gueparda no habría diversión para ellas—. No quiere venir… nos lo ha dicho —dijeron a gritos.

Y no quería. Ella estaba sentada muy erguida, con los ojos clavados en el joven.

SETENTA

Días atrás, un sirviente lo había encontrado durmiendo en un cobertizo, cuando hacía la ronda a medianoche. Sus ropas estaban empapadas, temblaba y balbuceaba. El sirviente, asombrado, se fue en busca de su amo, pero Gueparda, que en ese momento iba a acostarse, lo vio y le preguntó por qué corría. El sirviente le habló a la señorita Gueparda del intruso y fueron juntos al cobertizo. Sí, desde luego, allí estaba, acurrucado y tembloroso.

Durante un buen rato, ella no hizo nada aparte de observar el perfil del desconocido. En su conjunto, era un rostro joven, incluso infantil, pero había algo en él que no era fácil entender. Aquel rostro había visto muchas cosas. Era como si le hubieran arrancado la gasa de la juventud, dejando al descubierto algo más rudo, más próximo al hueso. Parecía como si una sombra le pasara por el rostro; una emanación de todo lo que había sido. En resumen, aquel rostro tenía la sustancia de la que estaba hecha su vida. No tenía nada que ver con las mejillas hundidas, o los minúsculos jeroglíficos que rodeaban sus ojos; era como si en el rostro llevara grabada su vida…

Pero también había otra cosa. Gueparda había sentido una atracción instantánea.

—No digas nada de esto —le había dicho al sirviente—, ¿lo entiendes? Nada. A menos que quieras que te despida.

—Sí, señorita.

—¿Puedes levantarlo?

—Creo que sí, señorita.

—Inténtalo.

Con dificultad, el sirviente había cogido a Titus en brazos y se dirigieron a la habitación verde del extremo del ala este. Allí, en aquel remoto rincón de la casa, lo acostaron.

—Eso es todo —dijo la chica.

SETENTA Y UNO

Tres noches habían pasado desde que la hija del científico tomó a Titus bajo su cuidado. Cualquiera hubiera pensado que en ese lapso Titus habría abierto los ojos, aunque sólo fuera por su proximidad a la peculiar belleza de ella, pero no, sus ojos permanecieron cerrados y, cuando no fue así, tampoco vieron nada.

Con una eficiencia casi desagradable en una mujer tan irresistible, Gueparda manejó la situación como si se tratara tan sólo de repasarse las cejas.

Cierto que el segundo día de fiebre del paciente quedó perpleja por la avalancha de palabras que pronunció en sus delirios, pues Titus se debatió en el lecho, y gritó una y otra vez en una lengua que casi parecía extranjera por la cantidad de nombres de lugares y personas. Palabras que jamás había oído, sobre todo una… «Gormenghast».

«Gormenghast.» Aquélla era la clave de todo. Al principio Gueparda no entendía nada, pero poco a poco, entre las febriles repeticiones, los nombres y los lugares empezaron a encajar y formaron una especie de imagen.

Mientras escuchaba, Gueparda la sofisticada se vio arrastrada a una zona, una capa de personas y sucesos, que se contorsionaba, se invertía, se movía en espirales, y a pesar de todo tenía consistencia dentro de sus confines. Desde el frío eje de su vida de elegancia y placeres planificados, se le estaban mostrando los abismos de una región bárbara. Un mundo de capturas y huidas. De violencia y miedo. De amor y odio. Pero, por encima de todo, de una calma subyacente construida sobre una fe sólida como la roca en la tradición inmemorial.

Ante ella, agitándose y sudando en el lecho, yacía un fragmento de esa gran tradición, con una confianza inquebrantable en su verdad hereditaria, a pesar del ajetreo exterior. Por primera vez en su vida, Gueparda sintió que estaba en presencia de sangre mucho más azul que la suya. Se pasó la lengua por los labios.

Allí estaba aquel joven, tumbado en la penumbra de la habitación verde, mientras las voces de la casa resonaban débilmente por los pasillos y los caballos se movían impacientes.

—¿No me oyes?… Oh, ¿no me oyes?… ¿No me…?

—¿Es ése mi hijo…? ¿Dónde estás, hijo?

—Y tú ¿dónde estás, mamá?

—Estoy donde siempre…

—¿Asomada a tu ventana llena de pájaros?

—¿Dónde iba a estar si no?

—¿Es que nadie va a decirme…?

—¿Decirte qué?

—¿En qué lugar del mundo estoy?

—No es fácil… no es fácil…

—Nunca se te han dado bien los números, joven. Nunca.

—Oh, acójame en los repugnantes pliegues de su toga, oh, señor Bellobosque.

—¿Por qué lo has hecho, chico? ¿Por qué has huido?

—¿Por qué has…?

—¿Por qué…, por qué…?

—¿Por qué…?

—Escucha… escucha…

—¿Por qué me das la espalda?

—Los pájaros se han posado en su cabeza como si fueran hojas.

—Y ¿a los gatos les gustaría una inundación blanca?

—Los gatos son fieles en un mundo de traidores.

—¿Pirañavelo…?

—¡Oh, no!

—¿Bergantín…?

—¡Oh, no!

—No puedo soportarlo… Oh, mí querido doctor.

—Te he añorado, Titus… Te he añorado tanto… por todo lo que abdica, coge tu pastel.

—Pero ¿Adónde has ido… amor?

—¿Por qué lo has hecho… por qué?

—¿Por qué lo has hecho?

—¿Por qué… por qué?

—¿Por qué?

—Tu padre… tu hermana y ahora… ahora tú…

—Fucsia… Fucsia.

—¿Qué ha sido eso?

—Yo no he oído nada.

—Oh, doctor Prune… Le amo, doctor Prune…

—He oído un paso.

—He oído un gato.

—Eh, jovenzuelo, Titus el mancillado…

—¡Señor, cuánto te has alejado! ¿Con quién hablabas?

—¿Quién era, Titus?

—No lo entenderías, él es diferente.

—Él bebe el cielo rojo del anochecer como si fuera vino. Él la amaba.

—¿A Juno?

—A Juno.

—Me ha salvado la vida. Me ha salvado muchas veces.

—Ya basta. Extirpa la mujer que llevas dentro con un cuchillo.

—Dios salve la dulzura de tu corazón de acero.

—Y todos murieron… todos… peces, animales y aves.

—Ja ja ja ja ja. Después de todo no eran más que criaturas enjauladas. Mira ese león. No es más que eso. Cuatro patas… dos orejas… una nariz… un estómago.

—¡Pero mataron al zoo! ¡El zoo de Trampamorro! Plumas, cuernos y picos, todos juntos. Una franja de vida eliminada. La melena del león, apelmazada por la sangre, se desintegra.

—Te quiero, niño. ¿Dónde estás? ¿Te estoy inquietando?

—Hace tanto tiempo que se fue…

—Tanto tiempo… ¿Qué estabas haciendo en esa parte del mundo, que estás tan empapado?

—Estaba perdido. Siempre he estado perdido. Fucsia y yo siempre lo estuvimos. Perdidos en nuestra enorme casa, donde los lagartos se arrastraban y las malas hierbas se abrían paso por las escaleras y florecían en los descansillos. ¿Quién llama? ¿Por qué no abres la puerta? ¿Por qué pareces tan nerviosa? ¿Te da miedo la madera? No te preocupes, te veo a través de la puerta. No te preocupes. Tu nombre es Filomargo. Rey de la policía. Detesto tu rostro. Está hecho de tachuelas. Tus brazos se aguantan mediante clavos… pero Juno está conmigo. El castillo flota. Pirañavelo, mi enemigo, se sumerge en el agua, con un puñal entre los dientes. Pero lo maté. Lo maté.

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