Tirano III. Juegos funerarios (79 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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El
taxeis
bramó.

Cinco largos de caballo. El matorral de acero apuntaba directamente a su cuello, a su cabeza, demasiado espeso para penetrarlo. Lo bastante espeso para caminar por encima de él.

Era imposible que un hombre se enfrentara a tanto hierro y saliera con vida.

Las piernas lo llevaron hacia delante.

—¡A la carga!

La voz de Filocles y la trompeta de Rafik sonaron a la vez, y la primera línea respondió como una fiera amaestrada; hombro izquierdo abajo, lanza abajo, cabeza abajo.

Las lanzas resonaban contra su
aspis
, buscando sus costillas una y otra vez, y él acometía, las piernas empujaban, un golpe contra su yelmo, paso al frente, otro golpe y otro más con suficiente impulso para hacerle tropezar, pero él empujó, empujó, sólo la potencia de sus piernas y el peso de una docena de astas de lanza sobre su
aspis
se inclinaron casi planas como una mesa, y siguió empujando; el escudo de Diocles le empujaba hacia delante… ¡y a través de la línea enemiga! ¡Arriba y al frente! Y clavó su lanza bien recta, y notó el peso de Diocles empujándolo medio paso más. ¡Atravesada la línea!

A su derecha, Filocles rugía como un toro y su lanza golpeó el yelmo de un hombre justo encima de la nariz, que reventó con una tremenda rociada de sangre, y el hombre cayó para atrás y Filocles empujó…

De pronto, como si hubiese recobrado la inteligencia, Sátiro tuvo una visión general de la lucha, y con un solo movimiento fluido mató a un falangita; no al hombre que tenía enfrente, sino al que había delante de Abraham, cuyo escudo estaba abierto, y luego puso su gran escudo contra el del enemigo y empujó, y Abraham ocupó el espacio libre, por sí mismo o empujado por su columna, y cogió al siguiente soldado por sorpresa, tirándolo al suelo, y Sátiro hincó su lanza una, dos, tres veces, acertando a ciegas. Echó una mirada a Filocles, se cubrió el hombro y su oponente cayó fulminado y Sátiro dio un paso más al frente. El hombre enfrentado a Rafik tenía desprotegido el costado derecho, y su lanza estaba allí, asestando un golpe limpio contra el yelmo del enemigo. La punta no penetró, pero la cabeza sufrió una terrible sacudida y el hombre se desplomó, y Rafik lo pisó y avanzó, y el soldado que le seguía clavó su contera en el pecho del enemigo abatido. El oponente de Sátiro rugió, empujó su escudo y Diocles lo mató por encima del hombro de Sátiro, y Sátiro dio un salto para cubrir a Filocles, que había derribado a otro hombre y avanzaba de nuevo. Los hombres a espaldas del que se enfrentaba a Filocles comenzaron a retroceder.

Ahora Sátiro estaba pecho contra pecho con otro hombre. Su oponente dejó caer la sarisa y arrancó la espada de la vaina, y Sátiro notó el olor de su aliento y se vio empujado hacia atrás, y las filas se cerraron; Abraham resoplaba y Namastis gritaba en egipcio.

La lanza de Sátiro se rompió en sus manos, atrapada entre dos escudos. Blandió la contera a modo de maza y aporreó el extremo del hombro del corpulento macedonio donde no lo cubría el escudo, y entonces su cuerpo se movió como si estuviera ofreciendo un sacrificio; mano arriba, arrancar la empuñadura de debajo de la axila, espada desenvainada, abajo, por encima, la finta y el tajo de revés. El macedonio no logró pararlo, no podía mover su
kopis
, y los huesos de la muñeca se separaron cuando Sátiro le cortó el brazo y la contera rebotó contra su yelmo tracio. La sangre de la mano cortada cegó a Sátiro, que retrocedió y dio un traspié, pero hacia delante, porque Diocles le dio un empujón y acuchilló al siguiente oponente por encima de su cabeza, cosa que le salvó la vida. Una espada le golpeó el yelmo y le cortó un trozo de oreja, aunque ni lo notó.

—¡Un paso más! —dijo la voz del dios de la guerra—. ¡Ahora!

Toda la falange de Egipto plantó los pies en el suelo y empujó. La falange macedonia se estremeció, y entonces, habiendo dado un paso, pudieron dar otro, y los macedonios cedieron.

Los egipcios se encendieron. Quizá nunca habían tenido fe. O quizás abrigaran esperanzas. Pero en esos instantes, en esos latidos del corazón, el mismo mensaje llegó a todos los hombres del
taxeis
.

«Somos los mejores.»

—¡Alejandría! —gritó Namastis. Fue el primero, pensó Sátiro, pero de pronto todos estaban gritando.

No hubo un grito de batalla discernible, sino un fragor, un rugido de rabia y miedo, la voz de los pulmones de bronce de Ares, y la falange enemiga cedió un paso, y otro más. Algo se había roto en su retaguardia y las lanzas caían al suelo, y de repente hubo…

Nada. Hombres desperdigados y confundidos delante de Sátiro, los enemigos habían sido unos idiotas al ceder, y Sátiro mató a uno sin pensarlo, y luego lo pisó asestando mandobles; uno, dos, tres, tan rápidos como el pensamiento.

—Ares —dijo Filocles. Su voz sonó débil—. ¡Sátiro! No hemos terminado. Reagrúpalos. ¡Rafik, toca volver a formar!

Sátiro miró hacia atrás y sólo vio a sus hombres, pero en su flanco todavía había enemigos, algunos tan cerca que oyó las órdenes que gritaban sus oficiales.

Sonaron las notas para volver a formar. Filocles se apoyaba en su lanza. Sátiro pensó que sólo estaba recobrando el aliento, pero entonces vio los regueros de sangre en las piernas del espartano; sangre que le manaba de debajo del peto de bronce.

—Voy a buscar a Terón —dijo Sátiro.

—No hay tiempo —dijo Filocles. Le fallaron las rodillas y la lanza se le escurrió entre las manos, pero no volvió la cabeza—. Derechos a su flanco; ahora mismo, chico, antes de que se recuperen. —Estiró el brazo, señalando el flanco desprotegido de la falange enemiga, y Filocles cayó de este modo, de cara al enemigo, con el brazo señalando el camino de la victoria.

Y Sátiro no vaciló. Pasó por encima de Filocles, tal como había cruzado la cubierta del
Loto Dorado
, como si llevara toda la vida haciéndolo, aunque el hombre a quien más amaba en el mundo yacía en la arena a sus pies.

Diocles corrió a ocupar su lugar.

—¡Conversión a la izquierda! —gritó Sátiro—. ¡A mi orden!

A través de las carrilleras de su yelmo, su voz sonó muy parecida a la de Filocles, incluso con su deje lacedemonio.

—¡Marchad! —rugió.

El
taxeis
pivotó sobre Terón, el hombre situado más a la izquierda, salvo que también él hubiese muerto. Aquélla era la maniobra que tan a menudo habían efectuado mal, el momento en que el centro de la línea se doblaría, pues los hombres más audaces irían demasiado deprisa, y los aterrorizados, demasiado despacio.

Medio giro. Todo el tiempo del mundo para considerar lo parecido que era gobernar un trirreme y mandar una falange. Todo el tiempo del mundo para vigilar a los hombres que tenía enfrente. También estaban girando, pero los de la retaguardia ya se estaban dando por vencidos y huían para salvar la vida, haciendo caso omiso de los jefes de fila. Una falange atacada por el flanco tenía todas las de perder.

El
taxeis
de Alejandría pivotó bastante bien. El centro se combó un poco al final; alguien tropezó, un hombre recibió un golpe de contera en la cabeza y las lanzas seguían bajas, no erectas. Demasiado cerca para eso.

Demasiado tarde para preocuparse.

—¡Carga en tres pasos! —gritó Sátiro.

Rafik lo tocó.

Sólo la mitad de las filas reaccionó. El centro era un desastre, sólo porque dos hombres cayeron y las lanzas de sus filas volaron en todas direcciones. El extremo de Terón no llegó a oír la orden, o si lo hizo, no respondió.

No importaba. Porque las cincuenta filas que sí respondieron cubrieron la distancia que mediaba hasta el enemigo a la carrera, y sus escudos desviaron el puñado de sarisas que se opusieron a ellos. De pronto sus lanzas penetraron en el flanco del enemigo, y el regimiento enemigo se desmoronó y huyó como un rebaño de ganado aterrorizado; dos mil hombres convertidos en una turba en un abrir y cerrar de ojos; Sátiro, el hombre más a la derecha de su línea, no llegó a alcanzar a un enemigo: cuando llegó ya se habían marchado.

Se habían marchado, y nada bloqueaba a los Escudos Blancos, que gritaban de entusiasmo. Aunque habían entrado tarde en combate, se estaban moviendo, ejecutando una conversión a la izquierda, tal como lo habían hecho los alejandrinos.

Filemón, el polemarca de los Escudos Blancos, estaba llamando a Terón, y éste acudió corriendo por delante de los victoriosos alejandrinos.

—¡Bebed agua! —gritó Sátiro. Nadie salió de la formación para perseguir a los macedonios que se batían en retirada. En lugar de eso, unos cuantos hombres dieron vivas y el resto simplemente se detuvo. Como atletas al final de una carrera.

—¿Filocles? —preguntó Terón. Tenía la nariz rota debajo del yelmo y el peto cubierto de sangre.

—Ha caído —contestó Sátiro.

—Filemón quiere que marchemos hacia la derecha para dejarle espacio —dijo Terón—. Acataré tus órdenes —agregó.

—Bien —dijo Sátiro. Se irguió. Tuvo ganas de reír ante la idea de que al
taxeis
de medio soldados de Alejandría le pidieran que se volviera a la derecha y avanzara por filas en un campo de batalla, cuando esa maniobra ya era harto complicada en la plaza de armas.

Hizo lo que había visto hacer a Filocles. Corrió hasta la primera fila, repitiendo la orden una y otra vez. Aguardó unos instantes vitales, mientras el polemarca de los Escudos Blancos gritaba desde más a la izquierda. No le hizo caso, y aguardó a que los filarcos pasaran la orden hasta la retaguardia. Entonces corrió hasta donde estaba Rafik, maldiciendo sus canilleras. Le estaban destrozando los tobillos.

—¡De cara al lado de la lanza! —ordenó—. ¡Ar! Como un solo hombre —o casi, porque vio que Diocles se ponía de cara al lado del escudo para luego girar sobre los talones—, la falange de Egipto se volvió a la derecha y avanzó cien, doscientos pasos, adentrándose en las líneas enemigas.

Desde allí, a la derecha del frente de la falange, Sátiro alcanzaba a ver el combate de caballería que se libraba a la izquierda, así como los cuarenta elefantes de reserva.

—Terón —gritó. Sátiro se quitó el yelmo—. ¡De cara al lado del escudo! ¡Pon orden en tus filas! ¡Volved a formar!

Sabían que iban a darles esa orden y la ejecutaron como profesionales, y luego las filas se reordenaron. Junto a ellos, los Escudos Blancos hicieron su conversión para ocupar su puesto en la nueva línea de combate, mientras enfrente la siguiente falange enemiga comenzaba a amedrentarse y revolverse porque los hombres de los flancos se dieron cuenta de lo que se avecinaba.

Terón surgió de entre el polvo como si lo guiara la mano de un dios.

—¿Polemarca? —preguntó.

—Ve en busca de Filocles. Sálvalo si puedes —dijo Sátiro con su voz de guerrero, desprovista de toda emoción. «¿Por qué no puedes ser así siempre?», le había preguntado Melita una vez. Se preguntó dónde estaría y si seguiría viva.

—Soy el único filarco que queda…

—Si no rehuimos la contienda, nada en la tierra ni en el cielo puede salvar al ejército de Demetrio —dijo Sátiro. Señaló hacia donde el centro de la falange se estaba descomponiendo, arrojando al suelo las sarisas antes de que ellos hubiesen iniciado la carga. Ni siquiera la súbita llegada de los elefantes de reserva salvaría a Demetrio. Su centro había perdido.

Sátiro se volvió hacia donde los Compañeros de Infantería aguardaban en la arena, sin una mancha de sangre, a medio estadio de ellos.

Terón no necesitó que se lo dijeran dos veces. Dio media vuelta y se echó a correr hacia donde se había librado el primer combate. En torno a Sátiro, todos los hombres bebían de sus cantimploras.

Sátiro salió a la carrera de la formación, dirigiéndose hacia el polemarca de los Escudos Blancos.

—Mis hombres necesitan un momento —dijo—. Voy a avergonzar a los Compañeros de Infantería para que se sumen a la línea.

El yelmo de Filemón tenía forma de cabeza de león. Se lo echó para atrás y lanzó una mirada desafiante a los Compañeros de Infantería.

—Se supone que son nuestros mejores hombres —dijo, encogiéndose de hombros—. Sin ellos no venceremos a los elefantes.

Sátiro saludó al oficial y regresó corriendo por la arena; tan sólo un estadio, la misma distancia de un
hoplitomodromos
, la carrera con armadura que se disputaba en los Juegos Olímpicos. Nunca un estadio le había parecido tan largo.

La formación de los macedonios era impecable, ni siquiera la brisa agitaba sus penachos. Panion no estaba a la vista. Sátiro se quitó el yelmo.

—¿Queréis que los hombres digan que vencimos esta batalla mientras vosotros mirabais? —gritó—. ¿O es que somos mejores soldados que vosotros?

Escupió, giró sobre sus talones y regresó corriendo a su
taxeis
. Cuando llegó a su puesto en la formación, estaba tan cansado que le temblaban las rodillas.

—Los Compañeros de Infantería están haciendo una conversión a la izquierda —dijo Diocles.

Sátiro volvió a ponerse el yelmo, se colgó el
aspis
de nuevo al hombro, un hombro que le dolía como si se lo hubiese quemado, y alzó su lanza.

—¡Alejandría! —gritó, y mil quinientos hombres rugieron.

Y de pronto estuvieron avanzando, con los Escudos Blancos en un flanco y los Compañeros de Infantería en el otro, y Sátiro tuvo la visión de Niké sosteniendo su corona de laurel sobre las líneas enemigas.

Melita y el resto de los
toxotái
terminaron su batalla al vencer a los elefantes. Cuando las falanges se enfrentaron en serio, las compañías ligeras huyeron en todas direcciones, y Melita no sintió la menor vergüenza de huir con ellas. Corrieron tanto para rodear el flanco de los Compañeros de Infantería que se quedó sin resuello, igual que tantos camaradas. Mejor eso que estar muerto. Se arrodilló en la arena, respirando tan pesadamente que casi le dieron arcadas.

—Mira eso —dijo Idomeneo, casi sin aliento. Melita siguió su mirada.

Los Compañeros de Infantería habían aflojado el paso y la falange de Egipto se estaba separando de ellos.

Idomeneo escupió.

—A esos cabrones los han comprado —dijo, sentándose en cuclillas—. Hemos vencido a los elefantes en balde.

Y entonces vieron la carga de la falange de Egipto. Se levantó polvo, junto con el ruido de mil cocineros golpeando mil calderos de cobre. «Sátiro. Jeno.» Los Compañeros de Infantería se detuvieron poco antes de entrar en contacto con sus oponentes.

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