Tirano III. Juegos funerarios (72 page)

Read Tirano III. Juegos funerarios Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hama se llevó la mano a la frente en cuanto reconoció a Sátiro.

—Señor —susurró.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Sátiro, porque Filocles había desaparecido en la penumbra lunar. Jeno y el niño estaban detrás de él. Hama se encogió de hombros.

—Cuando suene la trompeta, cargamos contra esa puerta —dijo Hama. Volvió a encoger los hombros—. Diodoro dice: prisioneros. —Hama mostró a Sátiro una maza de jinete persa—. Por eso la he traído.

La noche estaba llena de hombres. Sátiro pensó que Filocles tendría que haber llevado a la mitad de la falange, y usado a la otra mitad como guías. Ares y Afrodita, como le gustaba decir a Diodoro. Con los jinetes desmontados, había dos mil soldados acechando en la oscuridad.

Filocles reapareció con su trompetero, el joven nabateo que se llamaba Rafik. Jeno y el niño se habían marchado.

—¿Para qué son todos estos hombres? —preguntó Sátiro.

—Estoy usando un martillo para cascar un huevo —contestó Filocles—. Es una buena estrategia, si tienes ocasión de usarla. Dicho de otro modo, más es más.

Sátiro fue a hacer otra pregunta, pero Filocles levantó la mano.

—Prepárate. Entraremos antes de que nos vean. ¿Estás listo?

Sátiro asintió.

A una señal de Filocles, Rafik se llevó la trompeta a los labios.

Sátiro corrió hacia la puerta con Hama. Detrás de ellos, una docena de falangitas avanzó sin prisas con un tronco, y Sátiro se sintió ridículo cuando se apartó para dejar que el ariete golpeara la puerta. Se abrió de golpe como si Zeus le hubiese lanzado un rayo.

El patio estaba lleno de hombres; docenas de hombres, tal vez cientos, algunos con armadura y todos armados. Podrían haber sido un enemigo formidable, salvo que los estaban atacando miles de hombres surgidos de la nada, cogiéndolos completamente por sorpresa.

Eso no afectó a Sátiro, que fue el tercer hombre en cruzar la puerta trasera. El primero fue Filocles, que llevaba escudo, un enorme
aspis
griego, y un garrote, y el segundo fue Hama con su maza. Cada uno de ellos abatió a un hombre, y entonces Sátiro se vio enfrentado a un macedonio que gritaba de pánico; tampoco era que Sátiro le escuchara. Golpeó al macedonio con el escudo y lo derribó, y luego se dirigió al edificio.

Instantes después peleó contra otro hombre, apartándolo de Filocles y apuñalándole el pecho cuando quiso oponer resistencia. En su mayoría, los macedonios intentaban rendirse, pero los falangitas estaban enardecidos y arremetían sin piedad.

Sátiro vaciló, gritando a los hombres a los que conocía que perdonaran la vida a quienes se rendían, y Hama se adelantó a él y abrió la puerta principal con el hombro. Una flecha se clavó en su escudo, pero eso no hizo que Hama aminorase el paso. Levantó el escudo y empujó, prácticamente a ciegas, y su ímpetu fue una mala sorpresa para el hombre que estaba detrás de la puerta. Entonces se detuvo, rápido como un gato, y blandió la espada por debajo del escudo, rompiendo rodillas y espinillas.

Sátiro siguió a Hama a través de la puerta. Una flecha zumbó malignamente junto a su rostro y de pronto se vio haciendo frente a un ataque desde una habitación lateral; a pesar de su vigor, lo empujaron de espaldas contra una pared, y entonces el hombre que fue a por él soltó un alarido cuando uno de los jefes de fila de Sátiro lo ensartó en su largo puñal.

—¡Gracias! —exclamó el joven.

El egipcio sonrió y negó con la cabeza.

—¡A tu merced, señor! —contestó.

—Te había perdido —dijo Diocles, que se había acercado apartando al egipcio.

Entraron en la habitación lateral, una especie de taberna, y otros dos hombres se abalanzaron sobre ellos desde detrás de las mesas de caballete que delimitaban la parte de la tienda que correspondía al tabernero. Uno empuñaba un hacha, pero titubeó cuando Sátiro hizo amago de ir a cortarle la cabeza, y acto seguido estuvo muerto. El otro hincó la rodilla.

De todos modos, Diocles lo mató, hundiendo la afilada punta de su
kopis
en el cuello del macedonio.

En la parte trasera de la tienda había una escalera que subía a la exedra, o eso supuso Sátiro. La puerta de la calle se abrió de golpe, y allí estaba Diodoro con armadura completa.

—¡Soy yo! —gritó Sátiro.

—¡Alto! —bramó Diodoro. Entró, y una docena de soldados de caballería entró detrás de él. Sátiro los conocía a casi todos.

Ahora o nunca. Sería muy fácil titubear y dejar que pasaran ellos delante; Diodoro y Eumenes, quizás, o Diocles y su compañero de filas egipcio. Y una mierda.

—¡Seguidme! —chilló Sátiro, y fue hacia la escalera.

Sátiro levantó el escudo y notó el impacto de la flecha que lo alcanzó, asomando la punta a través del recubrimiento de bronce, las hojas de papiro y la madera de álamo hasta pincharle el brazo. Rugió de nuevo, contuvo la oleada de miedo, y las piernas lo impulsaron hacia arriba. Embistió al arquero con el escudo y blandió la espada por debajo, por encima, por todas partes hasta que la sangre manó y el hombre se vino abajo; un perfecto desconocido, no el médico ateniense a quien veía en sus pesadillas, sino un pobre mercenario que se cayó por la escalera y derramó sus tripas como una cadena de ancla. Se volvió en cuanto un puñal rebotó contra las escamas de su coraza.

—¡Me rindo! —dijo el hombre que había intentado matarlo.

Sátiro detuvo su mandoble. El hombre retrocedió y dejó caer el puñal.

—¡Me rindo! —repitió, y salió corriendo por la puerta.

—¡Sátiro! —llamó Eumenes de Olbia desde el pie de la escalera—. ¡Aguarda, chico!

El hombre que acababa de rendirse chocó de espaldas contra él, suplicando.

—¡Por favor! ¡Ayúdame! —chilló.

Los falangitas y los soldados de caballería habían usado escalas de mano para irrumpir en la exedra y estaban matando a cuantos hombres encontraban.

—¡Parad! —gritó Sátiro—. ¡Prisioneros! —rugió con su mejor voz de timonel durante una tormenta en el mar.

Los hombres le miraron, y la locura se borró de sus ojos.

Diodoro meneaba la cabeza.

—Tenemos cien prisioneros —dijo—. Ares y Afrodita. Macedonios. Por todas las sombras del Tártaro, ¿qué demonios hacían aquí?

—No es difícil de suponer, hermano —replicó Filocles—, pero no tenemos a los hombres a los que buscábamos.

Sátiro empujó al prisionero desde el pie de la escalera.

—Se ha ido hace un rato —dijo—. Pura mala suerte. Y se ha llevado a todo su séquito y a su guardia.

—Señor —murmuró el aterrorizado mercenario—. Señor, se fue a… arreglar… es decir… ¡A matar a don Tolomeo!

—¡Zeus Sóter! —exclamó Diodoro.

Terón y Eumenes comenzaron a quitarse la armadura sin decir palabra, y Sátiro se acercó a ellos.

—¿Corriendo? —preguntó, y ambos asintieron.

—¡Todos los atletas! —gritó Sátiro, y corrió la voz.

Dio acudió con una docena de muchachos. Se quitaron los
kitoniskos
, se echaron al hombro el cinto de la espada y se marcharon.

Corrían en grupo por las calles a oscuras; sus propios hombres los demoraron durante varias manzanas, ávidos de noticias, y en un puesto insistieron para que se dieran a conocer; eran buenos hombres que obedecían órdenes, pero perdieron un tiempo valiosísimo hasta que el oficial de los
hippeis
comprobó que eran ellos y los dejó seguir.

Corrieron como velocistas hasta la puerta del palacio, donde no encontraron a la guardia, sólo a un par de esclavos muertos.

—¿Dónde en el Hades vamos ahora? —preguntó Eumenes.

Sátiro conocía bastante bien el palacio. Condujo a todo el grupo a través del patio hasta la entrada del
megaron
, donde una pareja de
hetairoi
les cortó el paso con sus hierros.

—¡Estratocles intenta matar a don Tolomeo! —chilló Terón.

Sus palabras resonaron en la columnata, en el patio y en el jardín. Los dos soldados de caballería se les enfrentaron, claramente dispuestos a combatir.

—¡Alto, alto! ¡Conozco esa voz! —gritó un griego desde el interior del
megaron
, y entonces Gabines apareció en el arco de entrada con más guardias.

Eumenes, como oficial de alto rango, dio un paso al frente.

—Señor —dijo—. Soy un oficial de don Diodoro. Acabamos de apresar a cien amotinados; más, me parece.

—¡Alabados sean los dioses! —dijo Gabines.

—Nos han dicho que Estratocles el ateniense tiene intención de matar a don Tolomeo —prosiguió Eumenes.

—Ya lo sabemos —contestó el mayordomo en tono cansino—. Llegáis demasiado tarde. No lo ha conseguido.

—Gracias a los dioses —suspiró Sátiro, y detrás de él, sus leales compañeros vitorearon.

—Tal vez tú no deberías dar gracias a los dioses —dijo Gabines, mirando al joven—. Don Tolomeo se ha marchado hoy, en secreto, disfrazado de soldado de caballería. Está a salvo. —El mayordomo negó con la cabeza—. Pero el traidor de Estratocles se ha llevado a doña Amastris.

Parte VI
El templado
23

312 a. C

Estratocles cabalgaba con desenvoltura, concentrando casi toda su atención en controlar su sed. El resto de su atención recaía en su cautiva, que cabalgaba serena, con la cabeza bien alta, y que, de vez en cuando, se dignaba sonreírle.

Sus sonrisas lo desconcertaban.

En torno a él cabalgaban los mejores entre sus asesinos a sueldo, con Lucio al frente, y más adelante, apenas a unos cuantos estadios salvo si había errado estrepitosamente en sus cálculos, se encontraba el ejército de Demetrio
el Rubio
, hijo de Antígono
el Tuerto
; el más joven y gallardo entre los contendientes de las guerras que los hombres daban en llamar los «Divinos Juegos Fúnebres de Alejandro».

Estratocles irguió la espalda, tratando de borrar capas de fatiga y el tiempo pasado en la silla, y tratando de ordenar sus ideas con vistas a la inminente entrevista. Por el momento había fracaso en su intento de matar a Tolomeo. Mejor no pensar demasiado en eso.

Hermes, dios de los espías, qué seca tenía la boca.

—¿Cuánto hace que planeaste mi secuestro? —preguntó la princesa. Sonrió con una caída de ojos, viva encarnación de la dignidad femenina.

Estratocles se encogió de hombros.

—Lo hice sobre la marcha, mi señora —admitió. Se frotó el muñón de la nariz. «¿Por qué he dicho esto?», se preguntó. «Sin duda una ficción más elaborada habría cosechado más premios que este único dato.»

—Ajá. Entonces, ¿al no lograr matar al regente de Egipto, pensaste que yo te valdría como compensación? —preguntó Amastris como si tuviera mucho interés en el funcionamiento de su mente.

Estratocles irguió la espalda otra vez y maldijo para sus adentros su propia falta de disciplina; su anhelo de que Amastris tuviera una buena opinión de él.

—Señora, mi intención es ofrecer mis servicios a Antígono a cambio de una satrapía. Frigia no tiene señor. Tú serías una eficaz aliada, incluso una apropiada consorte. O, al menos, así lo razoné.

—Vaya, vaya —respondió la princesa.

Cabalgaron en silencio durante más de un estadio, y Amastris se fue rezagando. Se tapó el rostro con un chal y prosiguió con la cara cubierta, y Estratocles alternaba sus pensamientos entre aquel rostro y su deseo de agua.

Luego espoleó a su caballo y el cansado animal regresó al lado de Estratocles, que sintió que el corazón se le llenaba de una estúpida alegría.

—¿Es porque mi padre es el tirano de Heráclea? ¿O porque has observado alguna cualidad en mí que me convertiría en, cómo lo has dicho, una eficaz aliada?

Estratocles consideró distintas respuestas, desde ofensivas hasta halagadoras, pero una vez más, pese a largos años de experiencia, se encontró con que su boca escupía la verdad.

—Por tu padre y su ciudad, por supuesto. Aunque —agregó con una reverencia—, ahora que te tengo calada,
despoina
, me consta que he subestimado tus cualidades.

—¡Oh, qué bien expresado! —se rio la princesa, echando la cabeza para atrás sin un ápice de falsedad—. Que un hombre tan cauto y astuto como tú admita que ha subestimado mis cualidades constituye todo un cumplido.

El comentario hizo sonreír a Estratocles. ¿Cuándo había sonreído tantas veces en tan poco tiempo?

—Has captado a la perfección lo que quería decir, mi señora.

Mientras proseguían la marcha, se encontró contando la verdad a aquella dama, si bien no por otro motivo que sus incesantes preguntas, pues parecía contenta de poder preguntar, cabalgando a su lado y hablándole como si él fuera un leal consejero. Cosa que hizo que Estratocles se sintiera idiota. Y viejo.

Estaban riendo de buena gana cuando se toparon con los primeros piquetes de caballería.

—Es como hablar con Pericles —dijo doña Amastris.

Estratocles se puso radiante de felicidad.

—¿Intentaste matar a Tolomeo? —preguntó Demetrio. Estaba sentado en una simple banqueta plegable en medio de un círculo de sus compañeros, pero toda simpleza terminaba en eso. Sus cabellos dorados a juego con su peto dorado contrastaban con la piel de leopardo que lucía en lugar de clámide, y calzaba unas magníficas botas sin puntera de cuero labrado y dorado. En efecto, parecía la imagen de uno de los héroes, Teseo, Heracles o un fornido Aquiles.

Estratocles lo había visto antes, pero nunca se había enfrentado a su encanto y su carisma cara a cara.

—Sí, señor —dijo Estratocles.

—Bien, pondremos buena nota a la intentona, pero preferiría derrotarlo en persona. Hombre a hombre, si es posible. Así es como se construyen los mitos, ateniense.

Demetrio irradiaba su juventud como la luz de una lámpara.

Estratocles aún tenía que esforzarse para mantener la espalda derecha, los hombros le pesaban cada vez más y sólo deseaba tenderse en el suelo y dormir. Había pasado una semana muy dura. Y no le gustaba la manera en que los ojos del chico rubio se desviaban de él. Los hombres siempre habían reaccionado de igual modo ante su fealdad. Excepto Casandro. Casandro al menos era capaz de mirarlo de hito en hito.

—Sin duda vencerás a Tolomeo, mi señor, ya sea en combate o de cualquier otra forma, pero quienes te aman harán cuanto puedan por allanarte el camino —dijo Estratocles. Pericles no lo habría expresado mejor.

En su fuero interno, Estratocles comenzaba a cuestionar su compromiso con aquel cachorro arrogante. Pérdicas, hijo de Bión, uno de los jóvenes oficiales de Demetrio, de pelo rizado y con unos labios igualmente curvados que prometían insolencia, chascó los dedos.

Other books

Roadmarks by Roger Zelazny
The Beach Girls by John D. MacDonald
Monkey in the Middle by Stephen Solomita
Ancient Shores by Jack McDevitt
Cyndi Lauper: A Memoir by Lauper, Cyndi
The Tarnished Chalice by Susanna Gregory
Stolen Love by Joyce Lomax Dukes
Black Mischief by Evelyn Waugh
Black Ships by Jo Graham