—Mirad a esos cobardes —dijo Terón.
En efecto, la flor y nata de la caballería macedonia de Eumenes se había agrupado en el extremo izquierdo, en el lecho de un río. Muchas de las unidades habían formado como para un desfile, pero no avanzaban.
—Es difícil diferenciar entre cobardía y traición —comentó Filocles—. ¿Es responsabilidad nuestra decirle a Eumenes que están atacando su campamento? ¿O incluso que su falange sigue combatiendo?
—¿Y tu amigo Diodoro? —preguntó Terón.
A sus pies, una columna corta de caballos y mulas ya había formado y se dirigía hacia el sur.
—Diodoro ya tenía un plan por si ocurría esto —respondió el ateniense—. Igual que Safo. —Meneó la cabeza—. Diodoro tiene que saber lo que ha sucedido. ¿Irás tú, Terón?
El atleta contempló la vorágine de polvo de sal y bronce.
—Ni siquiera sé a quién debo buscar —objetó—. No. No es mi guerra.
—Iré yo —se ofreció Sátiro.
Filocles ni siquiera miró a su pupilo. Tenía la vista clavada en el campo.
—Tengo que saldar una antigua deuda. Tú te quedas con los niños. Diodoro es un niño grande.
—Iré yo —insistió Sátiro.
El rumor de la catástrofe se estaba extendiendo y los refugiados abandonaban el campamento en tropel, dirigiéndose hacia el sur. En el norte, los bactrianos ya estaban en las líneas de caballos, cogiendo monturas de refresco. Los saka cabalgaban hacia el este, rodeando la maraña de tiendas que entorpecería el avance de sus caballos.
—¿Qué antigua deuda? —gritó Terón—. ¡Por Ares, hombre, no puedes meterte ahí!
—Banugul —dijo Filocles a media voz. Aquel nombre no significaba gran cosa para los gemelos.
—Mamá solía hablar de ella —dijo Melita—. Una vez la pusiste como ejemplo de mujer poderosa.
—Veo que realmente escucháis todo lo que digo —señaló el espartano, sin apartar los ojos del avance enemigo.
—Tía Safo dijo que debería ser nuestra aliada —terció Sátiro.
—Vuestro padre le salvó la vida una vez —dijo Filocles, reviviendo otra batalla, lejana en el tiempo y el espacio. Levantó el brazo y soltó la correa de la vaina de la espada—. Niños, id con Terón. Bajad hasta la columna y seguid hasta el punto de encuentro. Yo voy a salvar a una ramera dorada.
Los gemelos cruzaron una mirada, comunicándose en silencio. Montaron con Terón y comenzaron a descender del promontorio, ambos mirando a Filocles mientras montaba y desaparecía por la ladera que daba al campamento.
—¿Está loco? —masculló Terón, trotando al frente de ellos.
—Iré en busca de Eumenes —dijo Sátiro en voz baja, volviéndose hacia su hermana—. Y de Diodoro.
—Bien —asintió ella—. Yo ayudaré a Filocles. —Miró el caballo pardo en el que iba Sátiro—. Ojalá tuvieras una montura mejor.
—Ya me gustaría.
Ambos sonrieron. Sátiro miró a Terón e hizo girar al animal hacia la izquierda. A lomos de un caballo pardo, sin yelmo, con un manto pardo, Sátiro desapareció entre el polvo en cuanto se desvió. Subió de nuevo por la ladera del promontorio hasta que alcanzó a ver la llanura de sal por encima de la polvareda.
El yelmo plateado de Eumenes era un destello de luz blanca, tan sólo uno o dos estadios más al norte. Sátiro apuntó la cabeza de su castrado hacia el general, le hincó los talones para hacerlo correr y salió disparado.
Melita vio que su hermano hacía girar el caballo y se agachó para comprobar que el carcaj estuviera abierto.
—¡Por aquí! —gritó Terón.
Melita lo siguió obedientemente y cuando se adentraban en la polvareda de la columna de Safo, gritó:
—¿Dónde está Sátiro?
Terón se volvió en la silla, anudándose la clámide sobre la cara para protegerse del polvo.
—¿Adónde ha ido? —preguntó—. ¡Ares!
—Estaba aquí hace un momento —dijo ella.
—Ve a reunirte con Safo —ordenó el corintio, haciendo dar media vuelta a su montura—. ¡Sátiro! —bramó.
Melita no contestó. Siguió cabalgando hacia donde le había indicado Terón hasta que el polvo la engulló. Entonces se apartó la túnica sakje del hombro, dejando desnudo el brazo derecho, y obligó a
Bión
a efectuar un viraje muy cerrado. El polvo no la molestaba: había cabalgado en posiciones retrasadas durante las marchas veraniegas con las doncellas y los muchachos asagatje. Se tapó la boca con un pañuelo mientras regresaba hacia el campamento a medio galope.
La polvareda era densa, y los saka estaban cerca: veía cómo se gritaban unos a otros un poco más al este. Los saludó agitando el arco por encima de la cabeza y le correspondieron a gritos. Acto seguido desaparecieron entre el polvo.
Tenía una idea bastante aproximada de dónde se erguía la enorme tienda roja y amarilla, de modo que se dejó guiar por el instinto, confiando en que
Bión
avanzara con cuidado entre el bosque de tiendas, estacas y cuerdas. No iba muy deprisa, pero seguía la línea más corta que cabía encontrar.
Al surgir de la nube que la envolvía aterrorizó a muchos seguidores del campamento. Parecía una masageta. Bajo la máscara de suciedad y el pañuelo rojo, sonrió pícaramente, lanzó un chillido de alegría y los aterrorizó un poco más. Así correrían más deprisa. Quizá les estuviera salvando la vida.
Bión
dio un traspié en dos ocasiones, al tropezar con una estaca o un viento de una tienda, pero en ambas se recuperó sin caer.
—Buen chico —le dijo en sakje, dándole palmadas en los flancos. Hablaba y pensaba en ese idioma, y el griego de las mujeres aterrorizadas que la rodeaban le resultaba casi incomprensible. Notó que el peso de
Bión
cambiaba y se arrimó a su cuello para dar un salto; el caballo libró el obstáculo sin que Melita supiera de qué se trataba. Luego el castrado giró debajo de ella y faltó poco para que Melita se cayera de la silla, pero enseguida estuvieron avanzando a medio galope otra vez.
Entrevió un destello de color a su izquierda, y luego otro, y vio que los cascos de
Bión
pisoteaban fruta. Estaban en el ágora del campamento, cerca de la tienda de Banugul.
«Bien, ¿dónde está Filocles?», se preguntó.
Sátiro cabalgaba con soltura, inclinándose hacia atrás mientras se deslizaban por la ladera del promontorio para luego cambiar el peso hacia delante en cuanto llegaron al suelo duro del valle. Dio rienda suelta a su caballo, que no dudó en lanzarse a un galope tendido. Sátiro confiaba en su silla, y aprovechó el galope para quitarse la clámide de la cintura, donde la había atado, y envolverse la cabeza con ella.
Acababa de apartarse el tejido de lana de la cara cuando se encontró de repente con una muchedumbre de bactrianos. Los reconoció por sus largos albornoces y sus pantalones, y de pronto se vio en medio de ellos, avanzando tan rápido que no tuvieron ocasión de atraparlo. El corazón le palpitaba y por primera vez la locura de su propósito lo sobrecogió.
«Podría morir en el intento», pensó. Era muy diferente de ser acosado por asesinos; aquel riesgo lo estaba corriendo por voluntad propia, y se sintió estúpido. «¡Ni siquiera es mi batalla!», le gritó una parte de su mente. «¡Demasiado tarde!», contestó otra parte, y salió del protector muro de polvo de sal como disparado con un arco.
Se sintió desnudo al instante. Allí soplaba una brisa que había partido en dos el velo de sal, dejándolo galopando con mil bactrianos a plena vista al oeste, a menos de medio estadio de distancia. Sus piernas desnudas proclamaban que era griego y, probablemente, enemigo, y una docena de ellos hizo girar a sus caballos para dirigirse hacia él, profiriendo agudos alaridos.
Delante tenía el grupo de soldados que constituía su objetivo: caballería macedonia con
spolades
de cuero blanco y yelmos de bronce. El hombre que iba al mando llevaba un yelmo plateado y un manto púrpura, pero desde aquella distancia resultaba obvio que no era Eumenes. Estaba a unos diez largos de caballo, y gritaba órdenes en una voz tan joven y estridente como la del propio Sátiro.
El muchacho se irguió sobre las rodillas, hincó los talones en los flancos de su castrado y corrió como una exhalación hacia la brecha que se estrechaba entre la caballería macedonia y los bactrianos. Detrás de él, una docena de enemigos galopaban agachados sobre los cuellos de sus caballos, gritándose entre sí en plena persecución, pero él era un jinete más ligero, y su montura, mejor. Se le ocurrió que debería dispararles, pero le faltó coraje para hacerlo. Bastante ocupado estaba ya en ser uno con su caballo.
El joven oficial dio media vuelta y Sátiro pasó junto a él a una jabalina de distancia. El broche de su manto púrpura habría bastado para pagar el rescate de una ciudad pequeña.
En un abrir y cerrar de ojos logró cruzar la brecha y se encontró cabalgando ante una fila de soldados macedonios. Todas las cabezas se volvieron y algunos hombres lo señalaron, y los bactrianos de la derecha comenzaron a girar, y más bactrianos, tan cerca que casi podían tocarlo, también desviaron sus monturas a su paso, y de pronto los hubo dejado atrás, alejándose por la llanura de sal, donde la brisa había dejado de soplar, hasta adentrarse en otra nube de polvo.
Galopó hasta agotar a su montura y luego viró con cuidado hacia su derecha, aminorando gradualmente la marcha y aguzando el oído tanto como podía. Oyó ruido de lucha a su derecha, y su caballo, aunque cansado, piafó inquieto. No logró comprender por qué estaba tan nervioso, pero lo refrenó mientras ponía sus ideas en orden.
Estaba perdido en la bruma de la batalla.
Melita recordaba que la tienda roja y amarilla se alzaba en el extremo sur del ágora, y cabalgó en esa dirección. El lugar estaba desierto, salvo por los desperdicios y el cuerpo de un niño de seis o siete años con el cuello rebanado.
Impresionada, Melita se detuvo un momento a mirar el cuerpecito. Entre los últimos puestos de comida divisó el techo de la tienda roja y amarilla. Delante había una docena de caballos y unos hombres que gritaban. También se oía el creciente ruido de una muchedumbre presa del pánico que se acercaba desde el norte. Los medos sin duda habían entrado en el campamento.
De pronto el impulso de ayudar a Filocles a rescatar a Banugul le pareció una estupidez. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Cómo se enfrentaría a doce hombres? Se le acababa el tiempo: el lamento de la masa desesperada estaba justo a sus espaldas.
—¿Dónde demonios está? —gritó alguien entre el complejo de tiendas arracimadas en torno a la roja y amarilla. La joven conocía aquella voz: era la del médico; el falso médico, Sófocles.
—¡Ha huido! —dijo otro hombre.
—¡Coged a su mocoso!
—¡Tiene una espada!
Melita estaba a punto de huir por la larga avenida que conducía de regreso al barranco cuando oyó la voz de Sófocles, y la fuerza del juramento de su hermano la embargó. Levantó el arco, empuñó su
akinakes
y se aproximó a una pared lateral del gran pabellón, confiando en que
Bión
supiera abrirse camino entre la maraña de vientos y estacas. Cuando alcanzó su objetivo, alargó el brazo y rajó la tela de la tienda de arriba abajo, de modo que la lona cedió sobre sus soportes, y de pronto estuvo en el interior. Dejó el
akinakes
colgando de la correa de la muñeca, cargó una flecha y vio que un hombre intentaba atrapar a un niño algo menor que su hermano, un niño con el pelo de bronce que empuñaba una espada. El pequeño se volvió e hirió a su atacante.
—¡Mátalo de una vez! —gritó Sófocles.
La primera flecha de Melita dio al ateniense en el costado justo por debajo del brazo con el que señalaba. Sin llegar a ver el disparo, cayó desplomado. La segunda flecha se clavó en el hombre que perseguía al niño.
—¡Ven conmigo! —gritó Melita al niño. Metió el arco en el
gorytos
que llevaba atado al cinto y le tendió la mano izquierda.
Su hermano habría sabido qué hacer, pero aquel niño se limitaba a mirarla.
—¿Quién eres? —preguntó.
Sófocles había vuelto a levantarse, agarrándose el costado. El arco de Melita era ligero y la flecha no le había atravesado el
thorax
.
—¿Quién demonios eres tú? —preguntó el herido, a dos largos de caballo.
—¡Arriba! —urgió Melita al niño—. ¡Deprisa!
—¿Tengo que hacerlo todo yo mismo? —se indignó Sófocles, pasando por encima del cuerpo del otro hombre y cogiendo una lanza del suelo.
Otros dos soldados entraron en la tienda a sus espaldas y el ateniense se distrajo un instante vital cuando un tercer hombre entró en la inmensa tienda desde el corredor lateral principal, forcejeando con una mujer.
—¡La tengo!
—¡Mátala! —ordenó el falso médico—. ¡Ares! ¿Es que sois idiotas?
Finalmente, tras un titubeo que a Melita le pareció una eternidad, el niño le cogió la mano. Ella tiró del pequeño y enseguida lo tuvo en la silla, agarrándole tan fuerte la cintura que casi la derribó de su montura.
Bión
retrocedió un par de pasos. Melita cogió el arco y se hizo un corte en la parte alta del muslo con la cuchilla del
akinakes
que colgaba de su muñeca.
—Ese niño no es para ti —dijo Sófocles, levantando la lanza—. Entrégalo; te pagaré en oro. ¡Oro! ¿Entiendes? —Se señaló un brazalete que llevaba en el brazo derecho—. Oro, estúpida bárbara. —En un aparte, añadió—: Malditos bárbaros.
—El Tuerto dijo que capturásemos a la mujer y a su hijo —dijo una voz con acento macedonio, uno de los hombres que había detrás del asesino ateniense. Iba armado como un oficial, con finas tiras de oro sobre la coraza de hierro—. No la matéis.
Sófocles lo miró como quien ha sufrido demasiadas humillaciones.
—Que te jodan, macedonio —masculló. Dio media vuelta y clavó la lanza en el cuello del oficial, derribándolo al instante.
Con el arco ya en la mano, Melita vio un destello en la lejana entrada y descubrió a Filocles, que empuñando su espada dio una patada detrás de la rodilla a un hombre, que se cayó soltando una maldición.
Por supuesto, Filocles no la reconoció: se limitó a mirarla y recogió a la mujer del suelo.
—¡Mi hijo! —gritó ésta.
—Te estoy rescatando, maldita idiota —espetó Filocles.
Al oír esas palabras, todas las cabezas de la tienda se volvieron, y Melita tuvo la impresión de que la acción se aceleraba. Sófocles y Filocles se reconocieron mutuamente.
—Aquí tenemos al borracho —dijo el asesino.