—Es lo mismo que dice Estratocles —asintió Tolomeo, ladeando la cabeza—. Casandro me ha pedido que le envíe un ejército.
—No lo hagas, señor —intervino Diodoro.
Tolomeo miró al pelirrojo.
—Astuto Ulises, ¿por qué?
—Llámame como quieras, señor. Casandro tiene toda macedonia para reclutar un ejército. Si le enviamos a nuestros mejores hombres, también los comprará, con granjas en la patria, por lo menos, y nunca regresarán. Estamos lejos de las fuentes de personal, y él, en cambio, cerca. Que reclute a su propia tropa. ¡Y que nos envíe unos cuantos soldados! —Miró en derredor—. Estamos reclutando infantería del Egeo y de Asia y pronto sólo dispondremos de egipcios.
—Quizá le envíe algunos barcos —dijo Tolomeo—. Pero lamento decir que te he convocado para prohibir tu expedición al Euxino, León.
El númida asintió lentamente.
—Me hiciste una promesa, señor —adujo, mirando a su sobrino.
Este permaneció inmóvil. Nadie le había contado nada abiertamente, pero sospechaba que la expedición sería pronto; Filocles lo había insinuado. No supo si estaba enojado o aliviado.
Tolomeo apoyó el mentón en la mano y asintió.
—Las circunstancias cambian. Eumeles y su reino son aliados de Casandro. En estos momentos no puedo permitir que vayas a crear problemas allí. Necesito saber que Antígono y su ejército se dirigen a Europa y no vienen hacia aquí. Entonces permitiré que te vayas; con mis bendiciones, que tendrán un efecto muy tangible. Que tú y tu sobrino gobernarais el comercio de grano en el norte sería sumamente valioso para nosotros, para Egipto y nuestros aliados de Rodas. Pero este año, no.
León apenas encogió los hombros.
—Muy bien, señor.
—Lo siento, León. Necesito algo mejor. Tu juramento, y el de tu sobrino, de que me obedeceréis en este asunto.
La voz de Tolomeo se endureció por primera vez, y de pronto dejó de ser un simpático zoquete. Era el soberano supremo de Egipto aunque todavía no se hiciera llamar faraón. Todavía.
Diodoro, uno de los hombres que más apreciaba Tolomeo, asintió, siendo este gesto el más próximo a la sumisión de que era capaz un aristócrata ateniense. Miró a los guardias.
—Señor, nos conoces —dijo.
Tolomeo asintió.
—Sabes que nosotros, Coeno, León, Filocles, yo mismo y algunos otros, seguimos el código pitagórico. —Hablaba convincentemente aunque sin levantar la voz.
Sátiro se inclinó adelante porque toda su vida había oído hablar a Filocles sobre los pitagóricos y nunca se le había ocurrido pensar que su preceptor y sus mentores fueran iniciados.
—Ya lo sé —respondió Tolomeo con una sonrisa.
—No nos tomamos los juramentos a la ligera, señor. De hecho, los evitamos, pues atan al hombre demasiado cerca de los dioses. Ahora bien, si requieres nuestro juramento, lo mantendremos. Para siempre. ¿Es eso lo que deseas?
Sátiro nunca había oído a Diodoro hablar tan apasionadamente.
—Sí —dijo Tolomeo—. Proceded.
—Muy bien, señor —asintió León, respirando profundamente—. Juro por Hermes y por Poseidón, Señor de los Caballos, por Zeus, Padre de los Dioses, y por todos los dioses, obedecerte en este asunto. Mi mano no caerá sobre Eumeles este año, aunque haya traicionado mi amistad y asesinado a la madre de Sátiro, aunque sus manos estén manchadas de sangre inocente hasta las muñecas, aunque las Furias turben mi sueño cada noche hasta que sea enterrado…
—¡Basta! —gritó el rey, levantándose de su sitial—. Basta. Me consta que tienes tantos motivos para odiarlo como yo los tengo para exigir tu juramento. ¿Y tú, chico?
Sátiro dio un paso al frente.
—He jurado a los dioses matar a todo hombre y mujer que ordenara la muerte de mi madre —expuso—. Las leyes de los dioses protegen a Estratocles, y ahora tú, mi rey, me ordenas que proteja a Eumeles. ¿Puedes ordenarme que rompa el juramento que hice a los dioses?
Tolomeo asintió.
—Cargo con el peso de todos los juramentos que pido a mis súbditos —dijo el rey—. ¡Obedece!
Sátiro suspiró.
—Por Zeus el Salvador y la de los ojos grises, Atenea, diosa de la sabiduría, juro aguardar un año antes de vengarme de Herón, el que se hace llamar Eumeles —dijo—. Por Heracles mi patrón, juro no quitar la vida a Estratocles durante un año.
Tolomeo miró a León enarcando una ceja.
—¿Un año? ¿Acaso el chico trata de regatear con su señor?
Sátiro se obligó a sostener la dura mirada de Tolomeo.
—Señor, ayer ni siquiera sabía que estuviera prevista tal expedición. Puedo aguardar un año. Cuando haya transcurrido, quizá pueda aguardar otro más. —Sátiro sentía a la diosa de ojos grises a su lado, guiando sus palabras—. Tal vez podemos renovar el juramento como si de una tregua se tratara.
—¡Filocles, has formado a un retórico! —exclamó el rey.
—Sátiro se ha hecho un hombre en esta corte —dijo el espartano. Bebió un sorbo de vino—. Y parece ser que la esencia de Pitágoras se ha imbuido en su sangre.
Filocles dedicó a Sátiro una sonrisa que hizo que el muchacho se sintiera más leve que el aire.
—Hay algo más —dijo León—. No nos habrías convocado tan sólo para impedir la expedición.
—Me confundes, León —dijo Tolomeo. Alargó el brazo para que le sirvieran más vino—. O tal vez no. Sí, hay algo más. Voy a exiliar al joven Sátiro por espacio de unos meses. Para aplacar al ateniense.
—¡Dioses olímpicos! —exclamó León. Se puso de pie de un salto, irradiando ondas de ira—. ¡Obtienes mi juramento y luego exilias al chico!
Tolomeo sonrió con aire adusto.
—Envía el chico al mar, León. Más adelante, permitiré que mi príncipe errante regrese, por supuesto. —Se encogió de hombros—. Lo siento, Sátiro, pero ahora mismo necesito a los atenienses y tengo que estar a buenas con Casandro, a fin de que sea su ejército el que sufra más bajas por el ataque del Tuerto. —Se encogió de hombros—. No es tarea fácil, gobernar. Sospecho que Estratocles la Víbora tiene intención de matar a tus pupilos. —Tolomeo se encogió de hombros y sonrió—. Si te exilio a ti y te llevas a tu hermana… Bueno, el ateniense no podrá quejarse, y es poco probable que encuentre el modo de mataros. Así todo el mundo estará descontento por igual. —Tolomeo miró en derredor—. No tengo intención de dejar que mate a estos jovencitos, pero francamente, tampoco pienso poner en peligro una alianza que necesito, que Egipto necesita, por proteger a dos adolescentes, aunque sean tan maravillosos como son.
Coeno se levantó.
—Escúchame, Tolomeo. Te haces llamar señor de Egipto. Te recuerdo como paje y como oficial de batallón. ¿Esto es lo que aprendiste sobre la lealtad y el mando? ¿Qué es esto, el estilo de Hefestión? ¿Sabes lo que se dice de ti en el ejército? Que Antígono nos vencerá cada vez que quiera porque es un auténtico macedonio. Entiende el deber y el honor tanto como la lealtad a los suyos. —El corpulento Coeno se encogió de hombros—. La mitad de los hombres de la ciudad ha visto lo que ha sucedido hoy en casa de Cimon. Sabes de sobra que el chico es inocente. Si lo exilias, darás una prueba más de que no proteges a los tuyos.
—Mide tus palabras, anciano —dijo el rey.
Diodoro estiró las piernas delante de sí.
—Recuerdo una fogata en Bactria —dijo en tono soñador—. Estás en deuda con nosotros, oh, rey. Y somos tus amigos.
—¡Sí! —convino Tolomeo—. Sí, os considero mis amigos, y por eso creo que puedo pediros esto. Os llamo en privado y os pido este exilio de modo que yo pueda guardar las apariencias. Y de paso protegéis la vida del chico. No soy idiota, León. Te he dicho que me consta que Estratocles intentará matar al chico, y también a la chica. Porque el estúpido aliado de Casandro los necesita muertos.
León levantó la cara, y sus oscuras facciones mudaron de expresión.
—Ah… ¿Lo estás pidiendo, señor?
El semblante de Tolomeo sufrió una notable sucesión de cambios; ira, perplejidad, diversión, risa.
—Llevo demasiado tiempo jugando a la realeza —dijo—. Sí, lo estoy pidiendo. Si rehúsas, buscaré otra respuesta.
—¡Ah! —exclamó el númida León—. Esto lo cambia todo por completo. Si lo pides como un favor —miró a Sátiro—, por supuesto que haré lo que sea por ti.
—En cuanto al ejército —prosiguió Tolomeo, dirigiéndose a Coeno—, me consta que reina el descontento. ¿Qué puedo hacer? ¿Enviarlos a luchar a Nubia? ¿Pagarles más?
—Hacer que se sientan nobles —respondió el anciano—. Quieren ser héroes, no guardaespaldas.
—¿Acaso ya no recuerdan lo desdichada que era su vida en Macedonia? —preguntó el rey con un suspiro—. ¿O las campañas en Bactria? Zeus Sóter, aquello era el Hades en medio del mundo. Tártaro encarnado.
León se puso de pie.
—Señor, se me ocurre que podría enviar un cargamento a Rodas mañana mismo. Son nuestros aliados y están prácticamente sitiados: cada mina de grano contará. No nos hará ningún daño ver si Demetrio ha sitiado Rodas o Tiro. O si ha ido a otra parte, y de qué armamento dispone. Debo marcharme a hacer los preparativos. —Miró a Coeno—. ¿Jeno está listo para embarcarse?
El interpelado sonrió.
—¡Por fin hay al menos un hombre contento con todo esto!
Tolomeo se levantó y batió palmas.
—Me alegra que vinierais todos a ponerme en mi sitio —masculló. Se volvió hacia Coeno—. ¿Cuán descontentos están los macedonios, Coeno?
Coeno apuró su vino y dio la copa a un esclavo.
—¿Parezco un informador, Tolomeo? ¿Eh?
Sátiro pensó que aquel caballero y militar debía de ser de los pocos hombres que llamaban siempre Tolomeo al rey. Enseguida el rostro del megaro cambió, suavizando sus facciones, y meneó la cabeza.
—No lo soy, pero escucha. No te odian; algunos todavía te aman. Pero entre la tropa corre el rumor de que cualquier contienda contra Antígono tiene el resultado cantado. He oído decir a algunos hombres de los Compañeros de Infantería que los falangistas no lucharán, que se mantendrán alejados diez metros, limitándose a mirar. —Coeno negó de nuevo con la cabeza—. En cuanto a los oficiales… están corrompidos, pero eso lo sabes tan bien como yo.
Tolomeo se bebió de un trago una copa de vino.
—¿Gabines?
El mayordomo acudió a la carrera desde detrás del trono.
—Lo que dice es verdad —dijo en tono de disculpa—. Puedo traer testigos.
—Tengo todos los testigos que necesito delante de mí. León, escúchame: tú y otra docena de hombres como tú sois los pilares que sostienen esta ciudad. Te ruego entiendas mi situación y que se la expliques a tus amigos, a los nabateos, a los judíos y a todos los demás mercaderes. No podemos permitirnos combatir. Soy consciente de que el ejército está corrompido hasta el cuadro de oficiales. ¡Lo sé! Y eso significa que dependo de la astucia para mantener a Casandro y a Antígono lejos de mí.
Filocles enarcó una ceja. Levantó la mano para hablar, abrió la boca y se quedó callado, moviendo los labios como si fuesen los de un pez. Era inusual que el espartano se comportara así, pero era tal su autoridad en la corte que el rey aguardó y, en el segundo intento, se las arregló para hablar.
—Me parece a mí que ya va siendo hora de cambiar el origen de los reclutas —dijo Filocles.
—¿Qué sugieres? —preguntó Tolomeo, asintiendo—. ¿Espartanos?
Filocles frunció el ceño.
—Egipcios. Una leva de ciudadanos, como los hoplitas de cualquier ciudad griega.
Tolomeo se rascó la papada, con la vista fija en sus guardias, algunos de los cuales murmuraban ante la idea planteada.
—Como soldados son un desastre —objetó.
—Una vez conquistaron el mundo, o eso tengo entendido —repuso Filocles—. Además, me refería más bien a los ciudadanos de esta ciudad: griegos y helenos. Y nabateos, judíos y egipcios nativos, además del resto de personal políglota. Has sido generoso concediéndoles la ciudadanía. Ahora es el momento de ver si esas personas son ciudadanos de verdad o sólo de nombre.
—Por los dioses, Filocles, hablas como un éforo. ¿Quién va a tener el mando de esa mezcla de gente? —preguntó el rey.
Se hizo el silencio en la sala. Tolomeo miró a Sátiro a los ojos, y el muchacho fue incapaz de apartar los suyos. Resultaba extraño que le estuviera mirando un soberano y que quisiera apartar la vista. «¿Por qué me mira a mí?»
—El ejército macedonio tiene una bonita tradición —dijo Tolomeo—. Considera que el autor de una «gran idea» se ha ofrecido a llevarla a cabo. ¿Por qué no te encargas tú de la leva de esta ciudad, espartano? Sé que eres el
hoplomachos
de todos los lanceros de la ciudad. ¡Puedes entrenarlos para que también sean espartanos!
—Te burlas de mí —dijo Filocles, ruborizado.
—Cuidado, espartano. Se supone que tus pitagóricos eluden el peligro. —Tolomeo sonrió—. Pero no me burlo de ti. Es una buena idea, y puedo permitírmela. Dinero, tenemos. Encuéntrame un
taxeis
de lugareños y yo los armaré. Cuando menos, me ofrece… —Vaciló un momento y, al cabo, sonrió—. Opciones.
Tolomeo no explicó a qué opciones aludía.
Filocles asintió y frunció la boca. Sátiro lo conocía tan bien que presintió la reprimenda que se avecinaba. La piel de encima de las ventanas de la nariz del espartano se puso blanca, igual que los nudillos de la mano con la que agarraba el bastón que solía llevar. Pero de pronto su semblante se ablandó y esbozó una sonrisa.
—Muy bien —dijo finalmente—. Acepto.
—Bien. Caballeros, por más que seáis parte del sostén de mi soberanía en Egipto, es tarde, y he bebido demasiado vino.
Tolomeo se levantó.
León y Sátiro hicieron una cortés reverencia. Diodoro, Filocles y Coeno inclinaron la cabeza y estrecharon la mano de Tolomeo como los viejos amigos que eran, por más poder que éste ostentara.
—Siempre estaré dispuesto a recibiros. Incluso al chico. Escucha, muchacho: hoy te he visto luchar contra Terón y me ha gustado lo que he visto. Vete lejos por un tiempo y cuando regreses vivirás a lo grande. Te doy mi mano como garantía.
Sátiro estrechó la mano del rey y acto seguido Tolomeo los miró a todos como un conspirador y desapareció tras una pantalla de soldados, y ellos se retiraron.
—Me parece a mí que pese a todas nuestras quejas has obtenido exactamente lo que querías —dijo Filocles en voz baja a León.
—Quien corre peligro eres tú —replicó éste—. ¿Un
taxeis
de lugareños? De pronto vas a tener poder político. Y enemigos. Bienvenido a mi mundo.