—¡Aduladora! —Dio un codazo a Calisto en el costado y la esclava chilló.
—Contigo no —aseguró Calisto, riéndose—. Todos los hombres volverán la cabeza cuando entremos en el palacio. ¡Ay! Me siento como un gato entre ratones cuando voy allí.
—La libertad no te ha vuelto más modesta.
Calisto bajó los ojos en una parodia de virginal modestia.
—¿Seguro, ama mía?
—¿Cómo te fue con Amintas? —preguntó Melita, refiriéndose al oficial macedonio de Tolomeo. Se suponía que estaba al mando de la falange y era un soldado famoso, pero dedicaba poco tiempo a sus obligaciones. Había ofrecido diez talentos de plata a Calisto por una sola noche.
—Aceptable por el dinero que pagó.
—¿Nada de éxtasis?
—Puedo comprar todo el éxtasis que quiera con diez talentos de plata, señora —dijo la esclava, sonriendo.
—Haces que el amor parezca tan… ¡mercenario! —se quejó Melita.
—¡Señora, soy una hetaira! —Calisto se encogió de hombros—. Los hombres comenzaron a montarme cuando tenía once años. Nunca ha habido mucho idilio de por medio. —Acarició los hombros de su ama—. Para ti será diferente; ya me encargaré yo. Un chico de tu edad, un chico guapo.
—Afrodita te oiga —dijo Melita con una sonrisa. Se puso de pie, arreglada de pies a cabeza; de las sandalias doradas a los minúsculos toques de colorete en lo alto de las orejas y el largo mechón de pelo negro que parecía haberse desprendido ingenuamente de la diadema: una de las mejores artimañas de Calisto—. ¡Caramba, vestida así, podría pasar por una hetaira!
Amablemente, Calisto fue hasta su altar, dedicado a Afrodita de Chipre como el de la mayoría de las hetairas, y se arrodilló. Acarició la estatua de marfil y habló en voz baja como si la estatua fuese la propia diosa, y luego le dio un beso antes de devolverla a su sitio.
—¿Nos vamos? —dijo.
Melita se dirigió hacia la puerta.
—Nos esperan en palacio —dijo León, que aguardaba en el vestíbulo.
Mientras lo decía, Filocles llegó desde el jardín hablando de caza con Coeno. Diodoro se unió a ellos en la puerta principal. Llevaba armadura, y Filocles un sencillo quitón blanco y el himatión propio de los estudiosos. Coeno y León iban bien vestidos, aunque sus ropas eran más apropiadas para ricos comerciantes que para dirigentes aristócratas.
León se dirigió a todos ellos.
—Sátiro y yo tenemos órdenes de presentarnos ante el rey. Melita ha sido invitada a visitar a la princesa de Heráclea. —Los miró uno por uno—. Después de los acontecimientos de hoy, toda precaución es poca.
—Supongo que no esperas que Tolomeo cometa una estupidez —dijo Filocles.
—Más bien quiero asegurarme de que no la haga —respondió el comerciante, enarcando una ceja—. Por eso me gustaría contar con vuestra compañía, caballeros.
—¿Necesito una espada? —preguntó el espartano, rascándose el mentón.
—Si llegamos a eso, no tendremos escapatoria —dijo León.
—Pues acabemos con esto de una vez —intervino Diodoro—. Me gustaría ver a Safo antes de que termine el día. Hola, Sátiro. Lita, pareces… una ninfa de lo más seductora. ¡Y pensar que te vi nacer!
Coeno puso los ojos en blanco.
—En mis tiempos, señorita, jamás se te habría permitido salir de esa guisa. ¿Ni siquiera vas a cubrirte el pelo?
Calisto ahogó un chillido de indignación mientras Melita la cogía por la muñeca.
—Troya ha caído, tío —dijo sonriendo—. Penélope está fría en su tumba. En la era moderna, las jóvenes de buena familia están autorizadas a salir de su casa.
Coeno emitió un ruido a medio camino entre un gruñido y una carcajada y acto seguido León los condujo a la calle a través del jardín como si fuese un perro pastor.
—¡Dioses! —murmuró Calisto—. ¿Vamos a ir a pie?
Si León la oyó, no se dio por aludido. Echó a caminar a grandes zancadas y ocho portadores de antorchas se distribuyeron en torno al grupo. Sátiro los reconoció de inmediato; aunque iban disfrazados de esclavos domésticos con quitones sencillos, todos eran soldados, jinetes del escuadrón de Eumenes.
Recorrieron las calles mezclándose con la multitud, aunque los gemelos llamaban la atención como un nuevo vendedor ambulante en el ágora. Sátiro observaba a la gente mientras caminaba, molesto por si sus mejores sandalias se manchaban con los desperdicios de la calle y al mismo tiempo fascinado por las escenas que veía alrededor, como siempre que salía a la ciudad. Las mujeres aguardaban en las fuentes públicas con tinajas de agua en la cabeza o las caderas. Los hombres disfrutaban del fresco del atardecer y refunfuñaban, se interrumpían unos a otros y hacían trueques o debatían la nueva política de la ciudad. Las facciones criminales se vigilaban desde esquinas opuestas. Las parejas pelaban la pava en rincones oscuros o reñían en las casas de vecinos, y una caravana llegada con retraso desde el mar Rojo estaba detenida en el centro de la avenida, decorando profusamente la arena limpia de la calle con boñigas mientras los camellos aguardaban a que los esclavos descargaran el incienso de los reinos árabes del sur.
Los portadores de antorchas estaban atentos a cuanto sucedía alrededor. El hombre más próximo a Sátiro era Carlo, el gigante, y el joven se preguntó si alguien realmente creería que era un esclavo. Sus ojos se movían sin cesar, vigilantes. Levantaba la vista a los tejados y escudriñaba los portales.
—¿Ves algo, Carlo? —preguntó Sátiro para darle conversación.
El corpulento celta se encogió de hombros.
—No —dijo—. Muchos hombres malos, pero no para nosotros.
Fulminó con la mirada a un egipcio barbilampiño plantado en una esquina con los brazos cruzados sobre el pecho. Era menudo y joven, pero sostuvo la mirada de Carlo con fría indiferencia.
—Me encantaría bajar aquí con unos cuantos de mis muchachos y hacer limpieza —dijo éste—. Usura, prostitución, extorsión, incendios provocados… a eso se dedica esta escoria.
Sátiro miró al egipcio cuando pasaron delante de él, pero el joven ni siquiera pestañeó.
—¿Estás seguro? —preguntó.
Carlo gruñó.
La villa de León estaba relativamente cerca de la nueva biblioteca y del recinto del palacio, y Sátiro cayó en la cuenta de que su tío estaba haciendo desfilar a su grupo por las vías más concurridas por alguna razón. Tras media hora de caminata subieron la suave pendiente de la colina que conducía a las puertas del palacio, todavía en construcción.
Unos macedonios aburridos dieron la bienvenida a León, saludaron como por compromiso a Diodoro y se comieron con los ojos a Melita y Calisto, y sus comentarios en voz alta ofendieron a Sátiro.
—Son soldados —dijo León, apoyando una mano en el hombro de su sobrino—. Tómatelo con calma.
Unos esclavos los acompañaron desde las puertas hasta el salón principal, donde unas esclavas aguardaban para llevarse a Melita y Calisto. Las mujeres griegas podían salir a la calle e incluso asistir a fiestas, pero en el palacio se conservaban muchas de las viejas costumbres, así que eran recibidas en las estancias destinadas a ello. Sátiro besó a su hermana en la mejilla mientras la asistente personal de Amastris aguardaba pacientemente, con la cabeza cubierta con un chal. De pronto el muchacho tuvo una premonición, como si una mano helada le hubiese acariciado la espalda.
—Ten cuidado, hermana —susurró.
Melita se volvió hacia él y le estrechó la mano.
—Tú también, hermano.
Entonces las mujeres se fueron y ellos subieron la escalinata del
megaron
central. El mayordomo griego de Tolomeo los esperaba, e hizo una reverencia.
—El señor Tolomeo desea recibirte en privado —anunció—. Acompañadme, por favor. Los portadores de antorchas pueden aguardar aquí.
Chasqueó los dedos y dos esclavos surgieron del pórtico e hicieron señas a los portadores de antorchas.
—Tenía entendido que se trataba de una audiencia —dijo León.
—El señor Tolomeo desea hablar contigo en privado —insistió el mayordomo.
León miró en derredor y asintió.
—Muy bien —dijo. Se volvió para seguir al mayordomo.
El griego negó con la cabeza.
—Sólo tú y el amo Sátiro —puntualizó—. Mis disculpas a estos caballeros.
Filocles dio un resoplido de impaciencia.
—Gabines, llévanos ante Tolomeo y deja de pontificar.
El griego miró con más detenimiento a Filocles. Descontento, hizo una breve reverencia.
—Maestro Filocles. No te había visto. Los filósofos siempre son bienvenidos ante nuestro señor.
Diodoro y Coeno se acercaron a los demás en la creciente penumbra.
—Tal vez no deberías haber despachado tan pronto a los portadores de antorchas, Gabines. Venga, llévanos ante el rey —dijo Diodoro.
El mayordomo miró en derredor, como quien espera ayuda.
Sátiro comprobó que efectivamente llevaba su puñal. Resultaba absurdo sentirse físicamente amenazado en el palacio, pero tenía los nervios de punta, como si esperase una emboscada, y notó que a Diodoro y a Coeno les sucedía otro tanto, pues no quitaban ojo a las sombras. Filocles, en cambio, volvió a cubrirse la cabeza y caminó con la serenidad de un sacerdote.
Bajaron por la parte trasera del
megaron
y cruzaron el patio central hasta la residencia real. Unos relieves que representaban las victorias de Alejandro decoraban todas las superficies del exterior, pintados meticulosamente para que diera la impresión de que los caballos salían de las paredes, y en el peristilo había barcos de remos. Sátiro lo contemplaba todo embobado; ni siquiera en la villa de León había nada semejante.
El mercader, por su parte, no miraba las obras de arte, sino a los guardias. Señaló con el mentón hacia un rincón del pórtico donde había más guardias macedonios.
—Tiene a la mitad de los Compañeros de Infantería de servicio —dijo Diodoro—. Algo va mal.
—Ya sabíamos que algo iba mal —respondió León, encogiéndose de hombros. Subió la escalinata, asintió a los guardias y entró.
Sátiro subió tras él. Se dio cuenta de que la columnata estaba llena de hombres y vio el trémulo brillo de las nuevas armaduras acolchadas que llevaban los guardias. Sintió un hormigueo en la espalda al pasar junto a ellos, y de pronto se halló en la residencia, directamente bajo el fresco de Heracles que ocupaba toda la arcada de la entrada. En el techo centelleaban los dioses, cuyos rostros adornados con piedras preciosas parecían observar tanto a los hombres vivos como las hazañas del semidiós. El suelo era de mármol de cinco colores que formaban un complicado dibujo que desconcertaba a la vista. En medio de la arcada, Heracles ascendía a los cielos en su cuadriga para convertirse en un dios.
—¿Majestad? León de Tanais, su sobrino el príncipe Sátiro, el maestro Filocles de Esparta y el
strategos
Diodoro, así como el filarco Coeno de Olbia, comparecen ante tu presencia.
El mayordomo hizo una profunda y muy poco griega reverencia y, mientras pronunciaba sus nombres, los condujo al salón principal, una suerte de jardín cubierto en medio del edificio. En el techo, los dioses retozaban. Un fornido Apolo imponía sus favores a una ninfa no del todo renuente mientras sonreía medio vuelto hacia… ¿Atenea?
A Sátiro le pareció blasfemo… y muy bonito.
—¿León? ¿Vienes a verme con todo un ejército?
Tolomeo estaba engordando, y la frente despejada y la nariz recta lo hacían tan feo que resultaba casi guapo. Se levantó de un pesado sitial de limoncillo y marfil para estrechar la mano del númida.
Aquél no era el tono de un rey a punto de asesinar a uno de sus súbditos más ricos. Sátiro notó que le bajaba la sangre del rostro y se le normalizaba el pulso.
—Nos ha parecido más prudente venir todos juntos —expuso Diodoro.
—Me estás diciendo que temíais mi reacción por el ataque de este joven pícaro contra el embajador de Atenas. No me sorprende. Chico, ¿qué demonios del Hades, la Tierra o los Cielos te han impulsado a atacar al embajador ateniense?
Sátiro miró a León, que asintió transmitiéndole su aprobación. De modo que dijo la verdad.
—Había intentado asesinarme tiempo atrás, y también a mi hermana. Deseo matarlo. A pesar de esto, señor Tolomeo, no emprendí ninguna acción contra él. Uno de sus hombres me atacó, y ofrecí resistencia. —Inclinó la cabeza—. Soy consciente de las obligaciones religiosas de un hombre hacia un heraldo o un embajador.
Tolomeo sonrió. Sus grandes ojos parecían cándidos, confiriéndole aquel aire de complacida sorpresa que le había valido el apodo de Granjero. Quienes lo conocían bien sabían que tal apariencia era sumamente engañosa.
—Dicho de otro modo, ¿tú eres el inocente ultrajado y él una víbora en mi pecho? —preguntó el rey.
—Sí, señor. Así es exactamente —respondió León, poniéndose delante de su sobrino.
Tolomeo se acarició la barbilla mientras volvía a sentarse.
—Sillas y vinos para mis invitados. No soy un puñetero persa para tenerlos ahí de pie por respeto a mí. Chico, me has puesto en un gran aprieto. Necesito a Casandro. Necesito a Atenas. Estratocles es el precio que pago por ello, y me ha traído noticias. ¡Lo necesito! —Fulminó con la mirada a León—. Tú y ese ateniense tenéis una historia. No lo niegues: Gabines es un competente jefe de espías y sé cosas.
León fue quien se quedó más cerca del rey cuando trajeron banquetas.
—¿No te sirve de nada, señor Tolomeo, que haya terminado mi crucero de verano y que también yo traiga noticias?
—Reconóceme un poco de inteligencia, León. Te he invitado a venir, nadie ha sido arrestado.
Tolomeo señaló una mesa auxiliar con una jarra de vino y cerró el puño. A su señal, una cuadrilla de esclavos apareció y comenzó a servir vino.
León cogió un
fiale
de la mesa auxiliar y ofreció una libación.
—A Hermes, dios de los mercaderes, los caminantes y los ladrones —dijo. Fue un gesto curioso; lo usual era que la libación la ofreciera el anfitrión. Sátiro pensó que su tío le estaba diciendo algo al rey, pero no sabía qué.
—Dado que tú eres las tres cosas —dijo el rey, sonriendo.
León se encogió de hombros.
—Heráclea es un hervidero de rumores de guerra —expuso—. Antígono está planeando una campaña contra Casandro y ha puesto a su hijo al frente de una expedición… hacia alguna parte. Nadie sabe adónde se dirige el niño mimado; ya se había marchado cuando yo zarpé. —Miró en derredor—. Su flota está en el mar y no sabemos qué rumbo lleva. Los rumores apuntan a que va a sitiar Rodas.