—La gente habla —dijo.
Kineas fue a caballo hasta delante de los jinetes reunidos.
—Dado que estamos todos juntos, y puesto que reconozco tantas caras de la asamblea, tal vez deberíamos pasar una breve inspección. ¿Niceas? —Kineas hizo una seña con su fusta. Niceas pareció vacilar. Kineas endureció la voz—. Hazlo —ordenó.
Niceas suspiró profundamente y soltó un bramido. Su voz atronó como una trompeta y el hipódromo quedó en silencio.
—¡Reunión de hippeis! —gritó.
Los chicos que habían cabalgado por las llanuras rezongaron, pero todos a una dejaron a sus padres y amigos plantados en la arena y regresaron junto a sus caballos. El joven Kyros tuvo alguna dificultad para montar.
Nicomedes enarcó una ceja y sacudió la cabeza, pero se puso el casco sobre los rizos cuidadosamente aceitados y se situó donde le indicaron. Los demás hicieron lo mismo. Leuconte devolvió a su padre el casco que estaba sosteniendo y, blandiendo su bastón de mando, se unió a Niceas en la tarea de hacer formar a los caballeros de la ciudad. En un extremo de la formación, Kineas vio que Cleomenes, el padre de Eumenes, cogía su casco de manos de un esclavo rubio con gesto enojado.
En la arena, Ajax se puso a ayudar a Leuconte y Niceas, y tan pronto como los esclavos de la ciudad encendieron las teas de las verjas, toda la tropa estaba reunida y montada. Había casi cien jinetes.
Kineas los miró y pensó: «Demasiado pocos para tomar la ciudad, pero suficientes para pensar en ello.» Un problema, desde luego; y poder. Se enfrentó a ellos y levantó la voz:
—Si no recuerdo mal, la jornada de ejercicio que convoqué es mañana, pero quiero dar las gracias a todos los que habéis acudido esta noche por esta muestra de espíritu. A los hombres que cabalgaron conmigo en las llanuras os digo: buen trabajo. Vuestros padres deberían estar orgullosos. Y por más que os pese, caballeros, mañana es día de prácticas, y la reunión será a la tercera hora después de que salga el sol. ¡Romped filas!
Se quedaron quietos un momento. Luego alguien gritó una acl am aci ónyfu es e cund ad o. Elmom ent opa sóyl a asam ble a comenzó a dispersarse. Varios padres se detuvieron para estrecharle la mano, y una docena de hombres le felicitaron por su nombramiento. Parecía lo normal. Vio a Cleomenes con su esclavo gálico y fue a su encuentro para decirle dónde estaba su hijo.
Cleomenes llevaba la gran barba propia de la generación mayor. Eso y la oscuridad hacían difícil descifrar su expresión.
—Has estado fuera más tiempo del previsto —dijo con cautela.
—Culpa mía. Me puse enfermo. Gracias a Apolo, ninguno de los chicos fue alcanzado por una saeta semejante. Y los sakje se portaron muy bien con nosotros. —Kineas levantaba la voz para que le oyeran los demás padres. Vio a Petrocles, el padre de Clío, apenas alumbrado por una antorcha. Kineas se dirigió a él—: Tu hijo te manda sus saludos y dice que está en la granja de Gade. Me he tomado la libertad de dejar al rey sakje allí con sus hombres.
El alivio de Petrocles fue evidente.
—Gracias por tus palabras, Hiparco. Enviaré un esclavo para asegurarme de que los bandidos, es decir, los sakje, estén bien atendidos.
Cleomenes asintió lacónicamente.
—De modo que decidiste dejar a mi hijo con los bárbaros. Muy bonito. —Se desabrochó el peto y se lo entregó a su esclavo rubio, que permaneció impasible, como si apenas notara el peso de la armadura. Incl uso a la titilante luz de las teas, Kineas acertó a ver que tenía una hilera de tatuajes en la cara.
—Tu hijo se ofreció voluntario —dijo Kineas, dominando su genio con la rienda bien corta.
—Ya, por supuesto —repuso Cleomenes.
Diodoro seguía al lado de Kineas, pero Kineas se apartó de él cuando vio que había un esclavo de palacio junto a la entrada principal del hipódromo, flanqueado por dos portadores de antorchas. Kineas enseguida reconoció a Ciro, el administrador persa del arconte. Había intentado ganarse a Cleomenes, pero éste no cambió su actitud reservada y distante. Kineas se encogió de hombros y trotó hasta donde estaba Ciro pese al dolor que sentía en sus muslos y rodillas.
—Ciro, te saludó —dijo Kineas.
—Mi amo desea que vayas a verle —dijo Ciro. No levantó la vista.
Kineas estaba cansado, y costaba ver a la luz vacilante de las teas, pero le dio la impresión de que los tres esclavos estaban asustados. Desmontó del caballo.
—Ciro, di al arconte que iré a verle ahora mismo. Tiene que entenderlo: he estado en las llanuras y llevo cabalgando desde el amanecer. Pido su permiso para darme un baño.
Ciro levantó los ojos.
—¿Irás?
Kineas enarcó una ceja.
—Claro que iré. ¿A qué viene esta estupidez?
Ciro se apartó de los otros dos esclavos.
—Corren rumores desagradables, se dice que tienes intención…, de tomar la ciudad. —Desvió la mirada hacia los hombres que seguían pululando por el otro extremó del hipódromo, y la fijó en el que tenía el mejor caballo y llevaba el manto más caro—. O que la tiene Nicomedes —agregó mirando a Kineas a los ojos.
—Me has oído disolver la asamblea con tus propios oídos —dijo Kineas. «Por todas las corrientes de la Estigia, ¿qué está pasando aquí?», pensó Kineas, pero mientras se lo preguntaba, todo fue encajando en su sitió. De hecho, era lo que había temido que ocurriera. El tirano temía a los hippeis. El tirano le temía a él. Ése era el meollo del asuntó.
Suspiró por el tiempo perdido y por su propia fatiga.
—Voy de inmediato. No vaya a ser que tu amó piense que estoy conspirando.
Ciro se quedó mirándole.
—El arconte valora la lealtad por encima de todo, Hiparco. Si yo estuviera en tu lugar, me daría prisa. O no iría para nada.
Se volvió deprisa, dejando un aroma especiado en la estela del revuelo de su capa.
Kineas dio las riendas de su caballo a Diodoro.
—Volveré enseguida —le dijo.
—No vayas —respondió Diodoro—. O ve por la mañana con algún testigo. Cuando haya gente en las calles. —Miró en derredor como si temiera que le oyeran—. Cleomenes votó contra ti en la asamblea, y piensa que dejaste a su hijo con los bárbaros como rehén por represalia.
—Ya lo he notado en su voz —contestó Kineas—. ¡Juro por Zeus, el padre de todos los dioses, que ese hombre es idiota! —Kineas se interrumpió y maldijo. Dio una palmada en la grupa a su semental—. ¿Tan mal están las cosas?
—Peor. Desde que se reunió la asamblea, el arconte ve conspiradores por todas partes. Sospecha incluso de Menón. — Diodoro agarró a Kineas por el hombro—. Habló en serió. Ve por la mañana. Hasta ese medo perfumado lo ha dicho, si has interpretado sus palabras igual que yo. — Diodoro volvió a mirar alrededor y dijo—: Nicomedes tiene un esclavo, León. ¿Le has visto? —Kineas asintió—. Unos hombres le atacaron. Dice que eran celtas, quizá de la escolta del arconte. Escapó. Desde entonces Nicomedes ha estado insistiendo en que hay que hacer algo.
—Hades —dijo Kineas —. No tengo miedo del arconte, y ahora mismo están pasando demasiadas cosas para que me espere a mañana. Aún no has oído mis noticias, y no tengo tiempo para darlas. Macedonia está marchando; y viene hacia aquí. Antípatro quiere hacerse con el control del granó; quiere Pantecapaeum y Olbia. El rey de los sakje está acampado fuera de los suburbios aguardando para negociar con el arconte. Y no aguardará mucho.
Diodoro soltó el hombro de Kineas.
—El arconte, de puro miedo, podría matarte esta noche. —Se quitó el cascó, se rascó el peló y suspiró—. Vaya mierda.
Kineas se rió.
—Creó que no moriré esta noche. —Sentía el pesó del peto en los hombros—. Tengo ganas de acostarme, pero me quedaré más tranquilo si voy a verle esta noche.
—Deja que envíe a uno de los hombres contigo. — Diodoro sujetó el cascó debajo del brazo—. Vengó yo mismo.
Kineas negó con la cabeza.
—Gracias, pero no. No quiero asustarlo. Creo que ya le tengo calado. Apuesto a que una pronta demostración de lealtad ahora mismo dará mucho de sí. Si me equivoco y algún dios mueve su mano contra mí, saca a la compañía de la ciudad y reúnete con los sakje, hibernad con ellos y marchaos al sur en primavera.
Diodoro sacudió la cabeza.
—No sé por qué te tiene tanto miedo. Si estuviera en su lugar, vigilaría a Menón.
Kineas se cubrió los hombros con la clámide. Le había regalado el broche a Srayanka y no le había puesto otro.
—Eso me recuerda algo. Envía un recadero a Menón y que le diga que le veré por la mañana.
—Estás empeñado en hacerlo a tu manera.
—Lo estoy. —Kineas le estrechó la mano—. Confía en los dioses.
Diodoro negó con la cabeza.
—Eso no va conmigo.
Luego, haciendo caso omiso de las protestas de su amigo, Kineas se fue a palacio.
Kineas se dio prisa. Su confianza en el modo de proceder que había decidido, tan alta en el hipódromo, le fue abandonando en las oscuras calles de fuera. A medio camino del palacio, deseó llevar consigo a un par de portadores de antorchas, o incluso una fila de caballería a modo de escolta. En dos ocasiones oyó movimiento en los tejados y un destello de bronce atrajo su atención en el callejón que corría paralelo a la calle principal.
Avivó el paso, con la esperanza de ver a Ciro y a sus portadores de antorchas. Decidió que su dignidad no quedaría dañada si corría para alcanzar al persa. Incluso la calle principal estaba desierta. Ni siquiera había pedigüeños bajo los aleros.
La velocidad y el peto le salvaron la vida. Vio, demasiado tarde, un movimiento confuso en la esquina del callejón junto a una taberna cerrada. Quiso echar a correr y algo le golpeó con fuerza, justo en el costado, donde el bronce que le tapaba la barriga era más grueso.
Por lo menos eran dos. El que había visto y el que le había golpeado.
Se zafó del ataque, dio otro paso, dos, y se lanzó contra la pa red de otra taberna. Tenía los brazos libres de la clámide y la fusta de Srayanka en la mano. La usó tal como el rey le había enseñado: arreando directamente a los ojos del adversario.
El hombre dio un grito ahogado y se cayó hacia atrás. Pero el otro arremetió como en un asalto de lucha libre, resuelto a derribarlo y acabar con él.
Kineas se hizo a un lado para esquivarlo. No era su primera pelea callejera. Quería sitio para quitarse la clámide y desenvainar la espada. Veía que a su derecha había suficiente espacio, pero aún no sabía si sus asaltantes eran sólo dos.
Entonces el tiempo para pensar se agotó y se encontró luchando por su vida.
El primer hombre le había arreado un golpe que hizo que el espaldarón resonara como un gong. Su puño le agarró la clámide y trató de asfixiarlo o de hacerle perder el equilibrio; como no llevaba broche, lo despojó de la pesada prenda.
Kineas se pasó la fusta de la mano derecha a la izquierda, la cogió por la cola y desenvainó la espada. Se abalanzó hacia el hombre que tenía delante, agarrando la fusta sakje por los pelos de crin del fuete en vez de por la empuñadura.
La empuñadura salió disparada hacia arriba, alcanzó al bárbaro en la sien y éste se desplomó como si le hubieran decapitado.
Su compinche arremetió soltando un bramido, pero se tropezó con el cuerpo que caía y ambos chocaron.
Kineas volvió a retroceder, se apartó de la colisión y blandió la fusta de nuevo, cruzándole la cara al otro hombre. La pelea había terminado, dada la ausencia de más asaltantes o la voluntad de algún dios, y Kineas deseó que el segundo hombre huyera.
Pero el segundo hombre no huyó. Era alto y fuerte, y su manaza empuñaba un pesado garrote, a todas luces el arma que había golpeado a Kineas en los primeros segundos de la pelea, que blandió contra él. Silbó en el aire al tiempo que Kineas retrocedía con cierta torpeza por culpa de las botas, que restaban agilidad a sus movimientos.
Kineas azotó las manos del hombre con la fusta una, dos, tres veces a un ritmo que puso al agresor a la defensiva, empujándolo de nuevo hasta el medio de la calle al intentar protegerse las manos.
Kineas le dejó ganar un paso. Todavía creía que el otro hombre echaría a correr en cuanto recobrara el sentido.
El paso le dio tiempo al grandullón para recuperarse. Con ambas manos en el mango del garrote, pasó a la ofensiva blandiendo el garrote más deprisa de lo que Kineas creía posible. Kineas esquivaba, se agachaba, rechazaba y golpeaba con la fusta y la espada a la vez, pero estaba acorralado. La fusta alcanzó al bárbaro dos veces, pero éste no dio muestras de notarla.
Su asaltante era un luchador consumado, no un matón. Corpulento, diestro y valiente.
Kineas se vio obligado a retroceder por una sucesión de garrotazos que no podía rechazar ni esquivar sin retirarse. De pronto su pie tropezó con el estuco de la taberna y se quedó sin sitio para moverse a la derecha debido a la presencia de una enorme urna junto a la puerta.
El grandullón hizo una pausa. No había dicho palabra, sal vo para gruñir cuando la fusta le alcanzaba. Ambos estaban jadeando.
Kineas comenzó a tener miedo, no el miedo normal que siente todo guerrero, sino miedo a ser vencido. Podía morir entre vómitos rancios a la puerta de una miserable taberna. Su asaltante era muy ducho, no un asesino a sueldo cualquiera.
Hizo un amago de dirigirse hacia la zona despejada a su izquierda al tiempo que amagaba con dar un mandoble bajo contra las manos que agarraban el garrote. El grandullón cambió de guardia, se ladeó y Kineas le cruzó la cara con la fusta. El hombre gritó y blandió el garrote, y Kineas tropezó y cayó al intentar esquivar el golpe, dándose de cabeza contra la fachada de la taberna con tanta fuerza que se puso a sangrar por la nariz. Se empujó apoyándose en los talones, rodó para esquivar el segundo golpe y consiguió levantarse de nuevo pese al peso del peto y a la niebla que confundía su mente. Trastabilló.
El hombre del garrote no estaba cegado, pero s í dolorido. Agitaba el garrote como un loco, sin toda la fuerza de sus bra zos, pero casi puso fin a la pelea cuando un golpe rebotó en la coraza del hombro izquierdo de Kineas dándole a él. Aun así, el dolor le inutilizó el brazo y Kineas dejó caer la fusta.
Kineas se acercó al hombre aturdido pese al apremiante instinto de escapar mientras el otro estaba herido. Dio un puñetazo con la mano izquierda a la cabeza del grandullón y de un man doble le cortó varios dedos de una mano, que cayeron al suelo. La sangre del grandullón manaba a borbotones.