—Habla con el rey —dijo—. Sabe muchas cosas.
—Maldito forajido —dijo el arconte. Pero su tono había cambiado—. ¿Cuándo?
—Mañana. El rey tiene que volver a las llanuras antes de que empiece a nevar en serio. Pero quiere una alianza y tiene mucho que ofrecer.
El arconte se irguió.
—Estoy borracho. —Se levantó—. Tenía razón en cuanto a ti: eres un hombre peligroso. —Se recolocó la diadema en la cabeza—. ¿Qué es lo que quieres, si se puede saber? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Recuperar la ciudadanía ateniense? —Lanzó una mirada a Kineas. Si el efecto buscado era mostrarse amenazador, su tambaleo de borracho y la diadema caída sobre la frente lo echaron a perder—. ¿Se trata de una maniobra de Atenas, jefe de caballería? —De pronto le faltó fuelle—. No importa. Sea lo que sea, me lo quitarás cuando llegue el momento. Eres de ésos. Ahora mismo no pareces querer mi pequeña corona. —Sonrió—. Yo aún la quiero. Y supongo que tu bandido bárbaro es mi mejor baza para conservarla. Tráele por la mañana.
Kineas se sintió audaz.
—¿Prometes que su vida estará a salvo?
El arconte enarcó una ceja. Parecía un viejo sátiro ojeando a una joven doncella en el teatro.
—¿Piensas que amenazo su vida? —Pasó junto a Kineas camino de sus dependencias—. ¿O la tuya? —Su voz retumbó en el salón del trono—. Aún te queda mucho que aprender sobre mi ciudad, ateniense.
Por la mañana tenía moratones en las costillas y un largo verdugón en la pierna izquierda, donde le había saltado la piel, y las articulaciones de los dedos hinchadas le escocían. No recordaba cómo se había hecho algunas de las heridas.
Sitalkes se las curó con aceite y hierbas, le vistió y le puso la armadura mientras Filocles y Diodoro discutían.
—No nos vamos —dijo Kineas—. Metéoslo en la cabeza. Es un tirano. Los tiranos temen a todo el mundo. Sobreviví. Sigamos adelante.
—Te matará. Nos matará. — Diodoro estaba plantado con los brazos en jarras—. Macedonia viene, y no podemos fiarnos de nuestro patrono. Larguémonos.
Filocles negó con la cabeza.
—Ahora confiará en Kineas.
Diodoro alzó las manos con un gesto de frustración, como invocando a los dioses.
—No se fía de nadie. ¡Es un tirano! Y, además, poco importa porque nosotros no podemos fiarnos de él. ¡Larguémonos!
Kineas se puso de pie lentamente y acusó el peso de la armadura en los hombros. Las correas de los hombros se apoyaban en las magulladuras de la noche anterior.
—El rey de los asagatje está aguardando en la granja de Gade. Doscientos caballeros de la ciudad se reunirán dentro de una hora. El menor indicio de algo de esto será como una llama en un pajar. Que quede bien claro. Nos quedamos. Vamos a preparar a esta ciudad para combatir. Si no lo podéis soportar, tenéis mi permiso para iros.
Diodoro dejó caer las manos a los costados.
—Sabes que no te dejaré —dijo. Parecía tan cansado como se sentía Kineas. Suspiró profundamente y dijo—: Kineas, ¿puedes decirme por qué? ¿Por qué pones en peligro nuestras vidas para luchar contra Macedonia?
Filocles estaba muy quieto. En voz baja, dijo:
—Ésa es la cuestión, ¿verdad? Hace pocos días, le dijiste al rey que no debíamos luchar. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
Kineas cogió su fusta sakje de la mesa de roble y acarició los adornos de oro de la empuñadura con el pulgar.
—Anoche, mientras discutía con el arconte, lo vi claro, como si un dios me lo hubiese dicho al oído. Amigos míos, no sé explicarlo mejor. En un momento, mi mente se despejó. No se trata4 tanto de un razonamiento lógico como de una…, revelación. —Metió la fusta en el fajín que llevaba encima del peto—. Estoy decidido y es lo que me propongo hacer.
Diodoro suspiró.
—Los hombres no estarán contentos.
—Cualquiera que quiera marcharse tendrá mi permiso —asintió Kineas.
—Ninguno de ellos se irá, pero no estarán contentos —reconoció Diodoro.
Kineas asintió otra vez.
—Eso queda en manos de los dioses. De momento, tenemos un montón de trabajo que hacer. Filocles, llévate a Sitalkes y ve en busca del rey, dile que le recibiremos con todos los caballeros de la ciudad en la hora segunda después de mediodía. Diodoro, el resto de nosotros pasaremos la mañana lanzando jabalinas y haciendo prácticas de montar en formación. Después de mediodía, saldremos en columna a recibir al rey y le llevaremos ante el arconte con estilo.
—Sería conveniente que alguien avisara al arconte —dijo Filocles—. Y no olvides que tenías que hablar con Menón.
—Envía a Crax a palacio y que pregunte a Ciro, el administrador, si el arconte estará disponible a la hora segunda después de mediodía. Envía un esclavo a Menón y que le pregunte si puedo atenderle aquí. Que le explique el motivo.
—Sí, hiparco. — Diodoro sonrió. Kineas correspondió. su sonrisa.
—A pesar de todo, me gusta cómo suena eso.
La reunión comenzó bien. Había más hombres ausentes: efectuaban sus últimos viajes comerciales del año, o estaban en casa enfermos, o daban otras excusas. Por otra parte, había muchos más hombres montados y a rmados. Niceas, Ajax y Leu conte les hicieron formar en cuestión de minutos. Pasaron lista y se anotaron las ausencias.
Kineas se situó delante del escuadrón. Había casi doscientos hombres a caballo. Llenaban la parte oriental del hipódromo en cuatro filas mal formadas. Los caballos se movían adelante y atrás, o de lado, y en la segunda fila un semental mordió a una yegua.
—¡Bienvenidos, caballeros de Olbia! —gritó Kineas por encima del alboroto. Iba sentado muy tieso; procuró ignorar la fatiga de la cabalgada del día anterior y las cicatrices de la pelea junto a la taberna—. Os doy las gracias por el honor que me habéis hecho al concederme este puesto, y también por nombrarme ciudadano de esta ciudad. No voy a extenderme más porque me faltan palabras para expresar mis sentimientos. —Miraba a la concurrencia desde debajo del casco—. Esta mañana efectuaremos nuestro primer entrenamiento. Cada hombre se presentará con su caballo y su armadura ante mi hipereta, Niceas, que os dará consejos para mejorar. En cuanto un hombre haya pasado por Niceas, irá donde Diodoro para practicar el lanzamiento de jabalina, y de allí pasará a Ajax, que os instruirá en la técnica para volver a montar durante un combate. A mediodía, comeremos un poco de pan con aceite sin desmontar, como hacen los jinetes de toda caballería que se precie. Luego ensayaremos distintas formaciones. Esta tarde, el escuadrón entero de la ciudad cumplirá su primera misión en muchos años: cabalgaremos para dar escolta al rey de los sakje. —Un murmullo de voces recorrió las filas—. Silencio, por favor, caballeros. Hasta que finalice la reunión, ya no sois libres de hablar cuando os plazca. ¿Acaso los ciudadanos que sirven a pie charlan en la falange? No. Están atentos a las órdenes. Lo mismo debéis hacer vosotros. ¿Alguna pregunta?
Una voz quejumbrosa de la cuarta fila protestó:
—Tengo una cita esta tarde para comprar lino.
Kineas sonrió bajo el frío barbuquejo del casco.
—No podrás acudir.
—No he traído comida —dijo otro.
—Cuando hagamos la pausa, podréis enviar a vuestros esclavos a por comida; la próxima vez no lo olvidéis: una reunión dura todo el día.
—¿Todos tenemos que llevar la clámide azul? —preguntó un tercero.
—Niceas os informará. ¿Algo más?
Los miró. Estaban sentados en sus caballos en silencio. Como grupo, eran eran más disciplinados que sus homólogos atenienses, aunque tenían todo el aspecto de lo que eran: hombres ricos jugando a los soldados. Kineas suspiró.
—¡Hippeis! —gritó. Miró en derredor. Niceas, Ajax y Leuconte estaban junto a las gradas, con los caballos amarrados y el equipo expuesto sobre una manta a modo de ejemplo. Diodoro y los dos galos habían despejado una pista para la práctica de jabalina, y Antígono estaba sujetando un escudo pesado contra dos picas para que hiciera de blanco. Todo estaba a punto—. ¡A vuestros puestos! —ordenó.
El escuadrón entero se puso en movimiento. Una cuarta parte de los hombres cabalgó directamente hacia él con quejas, exigencias y sugerencias. Ya contaba con ello. No eran soldados; eran hombres ricos. Y griegos.
Kineas sabía cómo abreviar. Likeles le echó una mano; otro veterano de las reuniones de hippeis atenienses. Likeles circuló entre ellos, escuchando sus quejas y resolviendo las más fáciles él mismo. Kineas se mostró paciente pero firme con el resto. Media hora bastó para atenderlos a todos y enviarlos a alguno de los puestos.
Junto a las gradas, se oía a Niceas urgiendo a los jinetes a comprar jabalinas de cornejo. Había hecho sus pesquisas y ya sabía qué mercaderes de la ciudad podían traer aquella madera de Persia y qué herreros hacían las mejores puntas. Él y Leuconte, con el hábil apoyo de Coeno, revisaron la calidad y el grado de entrenamiento de los caballos que montaban los hombres.
Coeno fue a pie por la arena hasta Kineas y aguardó para hablar. Cuando Kineas le miró, dijo:
—Tenemos un problema con los caballos.
Kineas gruñó y se echó el casco hacia atrás.
—¿Yeguas y sementales?
Coeno asintió.
—Los caballos son baratos, aquí. Deberíamos fijar un sexo estándar. De lo contrario, cuando las yeguas se pongan en celo, esto será el caos.
Kineas se atusaba la barba.
—¿Qué habría dicho Jenofonte?
—¿Caballos castrados? —sonrió Coeno.
Kineas tenía la sensación de que si no dormía, moriría. Se encorvó un poco.
—Caballos castrados, pues. Excepto los del hipereta y los oficiales.
Dicho esto, se dirigió a ver cómo le iba al primer grupo con el lanzamiento de jabalina. Lo formaban todos los jóvenes que habían ido con él a los territorios sakje, y efectuaron una exhibición meritoria. Mientras los observaba tuvo una idea: agruparía a los hippeis en escuadrones de cincuenta jinetes. A los mejores hombres los pondría juntos en una misma compañía.
Kyros galopó arena abajo; su caballo bayo corría con brío y los cascos emitían destellos. Su lanzamiento fue potente y certero, y derribó el escudo con un estruendo ensordecedor.
—Ese chico lanza como la manó de Zeus —dijo Filocles a un lado de Kineas—. El rey te envía sus saludos. Te estará aguardando a la hora segunda.
Los muchachos eran competentes, pero el restó de los jinetes no. Nicomedes, que cayó de la silla cuando intentó montar en marcha y fallaba cada vez que lanzaba la jabalina contra el escudó, demostró su poca preparación. Afectaba un aire desdeñoso, pero disimulaba mal su irritación. Kineas supuso que no estaba acostumbrado a fallar en nada.
Igual que los demás caballeros presentes en la arena.
Ajax cabalgó juntó al rey de la moda de la ciudad revoleando una jabalina con el puño. Gritó algo que Kineas no entendió pero que a todas luces fue una broma, y enfiló hacia el blanco espantando a los esclavos que habían acudido en ayuda de su amó. Nicomedes maldijo, montó a su caballo agarrándolo de las crines y prosiguió, y Ajax hizo diana. El lanzamiento de Nicomedes pasó un palmó por fuera del blanco. Sus maldiciones le siguieron por la arena.
—Los hombres mayores montan como sacos de cagarrutas de cabra y los de mediana edad tienen tanto miedo de ensuciarse que me hacen pensar en jodidas princesas —dijo Niceas—. Y eso que aún no hemos comenzado con las formaciones.
Kineas procuró no sonreír.
—Los chicos no lo hacen mal. Quiero juntar a los mejores hombres en un escuadrón de cincuenta jinetes. Hazme una lista. Encárgate de que se sepa para que los hombres hagan lo posible por estar en esa unidad.
—Se te ha ocurrido a ti solo, ¿verdad? —dijo Niceas con una sonrisa elocuente. Las seis compañías atenienses de caballería eran rivales en toda suerte de procesiones y juegos. Señaló con el mentón al padre de Eumenes, Cleomenes, que estaba sentado tranquilamente con un grupo de amigos. No estaban participando. No puede decirse que sea un motín —dijo— pero él es la mitad del problema.
—Ya me ocupo yo —contestó Kineas haciendo girar a su caballo.
Un hombre mayor pasó la pierna por encima del caballo para montar y cayó por el otro lado del animal.
—¿Pretendes luchar contra Macedonia con esta tropa? —preguntó Niceas.
—¿Y tú?
—Yo el primero. Me han dicho que los propios dioses te han susurrado que lucharás contra Macedonia. ¿Te enviaron esa fusta, también? —Niceas señaló la fusta que Kineas llevaba remetida en el fajín—. Un escuadrón de compañeros los esparcirá como caspa a la primera carga. Los dejarán para que los peltastas los liquiden. La mitad de ellos caerá del caballo y se quedará en el suelo hasta que los degüellen. Dime si miento.
Kineas dio media vuelta a su caballo.
—En tal casó, diría que tienes mucho trabajó que hacer.
La cara de hurón de Niceas se arrugó con una sonrisa traviesa.
—Sabía que dirías eso.
Kineas fue hasta dónde se hallaba Cleomenes con una veintena de amigos y aliados.
—¿Por qué puesto te gustaría comenzar, señor? —preguntó . Cleomenes no le hizo el menor casó. Uno de sus amigos se rió.
—Somos caballeros, no soldados. No nos incluyas en esta farsa.
Kineas miró al hombre que había hablado.
—No llevas peto. Tu caballo es demasiado pequeño. Por favor, preséntate ante mi hipereta.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Y si digo que no? —replicó.
Kineas no levantó la voz.
—Tal vez te imponga una multa —dijo—. Tal vez te denuncie al arconte.
El hombre sonrió, como si no temiera esa amenaza.
—Tal vez te dé una paliza que te deje hecho polvo aquí mismó, en la arena —agregó Kineas—. Como hiparco, estoy legal mente autorizado a emprender cualquiera de las tres acciones.
El hombre dio un respingo. Kineas se volvió hacia Cleomenes.
—Soy un caballero de Atenas —dijo—. No os guardo rencor porque votarais en mi contra como ciudadano y también como hiparco. Así es como funciona la democracia. Pero si no cumplís con vuestro deber, no tardaremos en vernos en una situación que no beneficiará a ninguna de las partes.
Cleomenes no le miró a los ojos. Estaba pendiente de otra persona, seguramente Nicomedes, su principal rival en la ciudad.
—Muy bien —dijo lacónicamente—. Siento una repentina necesidad de lanzar una jabalina.
Fue una victoria curiosamente vacía. Cleomenes se dirigió al campo de tiro, montó a su caballo, lanzó bastante bien y luego volvió a sentarse.