—Tal vez la perspectiva no sea tan apetecible: no es una mujer griega, y tiene un genio feroz. Pero no se conformará con ser tu amada: es el jefe de los Manos Crueles, un personaje demasiado importante para ser una querida. Quizá no puedas casarte con ella; ¿es posible que ya estés casado o prometido?
El rey había malinterpretado su tono de voz por completo.
—Estaría orgulloso de ser el marido de la señora —dijo Kineas, y encontró que lo decía en serio.
El rey se enderezó en la silla.
—¿Deveras? —Parecíasorprendido—. Nuncaviviráenuna ciudad. Eso la mataría. Vive libre como una gacela, y tu ciudad la mataría.
Fantaseando en voz alta, Kineas dijo:
—Tal vez podría comprar una granja al norte de Olbia; podría venir a visitarme —dijo echándose a reír.
El rey sacudió la cabeza.
—Me caes bien, Kineas. Me gustaste desde el primer momento. Pero tu aparición ha supuesto la muerte de mi felicidad. Trajiste esta guerra, y ahora te llevarás a mi prima. Trataré de hablar como un hombre y no como un joven ultrajado. La deseo para mí, pero ella te quiere sólo a ti. Ahora debo soportar no sólo su pérdida, la de una mujer que he deseado desde que tuve edad suficiente para albergar deseos de hombre, sino que además también sé que mis mejores guerreros hablan de ti como de un airyanám. Si te casas con ella, serás un aliado poderoso…, o un rival a muerte. Y yo me pregunto: ¿es eso lo que deseas? ¿Abandonarás a tus hombres para cabalgar por la estepa? ¿O los traerás contigo y formaréis otro clan?
Kineas se frotó la barba y se sintió viejo.
—Señor, estoy a tu servicio. De hecho, no había pensado en ninguno de estos asuntos. Veo que han hecho presa en ti, pero…—Kineas buscó la manera de decirlo —. Es la propia dama lo que valoro.
—¿Cómo vivirás? —preguntó el rey—. ¿Puedes abandonar a Niceas, o a Diodoro, para ser el cónyuge de una mujer bárbara? —Miró hacia el horizonte de hierba—. ¿O abandonará ella el clan de los Manos Crueles para moler harina y tejer como las mujeres griegas? Creo que tal vez lo haría…, hasta que acabara por odiarte o se volviera loca.
Kineas asintió, pues ya había pensado esas cosas, y porque la sentencia de muerte que pesaba sobre él le había ahorrado el mal trago de tener que decidir. Sólo que sentía, sabía en su corazón, que habrían encontrado la manera.
¿O habrían acabado como Jasón y Medea?
Ahora bien, ¿qué podía decir? ¿Señor, estaré muerto, de modo que no importa?
—Creo que habríamos encontrado…, que encontraremos la manera —dijo con cuidado.
El rey seguía contemplando la hierba. Se irguió.
—No me interpondré entre vosotros —dijo, realizando un gran esfuerzo. Luego agregó—: Kam Baqca dice que debo hacerlo así.
Kineas se preguntó cómo sería tener tanto poder a los dieciocho años.
—Es muy noble por tu parte, al margen de que lo haya recomendado Kam Baqca.
Satrax se encogió de hombros. Luego se irguió y procuró recobrar de nuevo la compostura.
—Creo que tu caballo de batalla murió —dijo—. Que perdiste a tu semental gris, lo cual me brinda una espléndida ocasión para demostrarte lo mucho que te valoro.
Tendió una mano, invitando a Kineas a montar detrás de él. Kineas montó con el rey.
—La gente se va a reír —dijo.
—Lo dudo —contestó el rey. Puso el caballo al trote y luego a medio galope.
Cabalgaban entre la manada real, o mejor entre la versión re ducida que el rey había llevado a la persecución de los getas. Kineas reconocía las razas.
De pronto el rey dijo:
—Mis demás caudillos piensan que eres la elección perfecta: ella tendrá un marido, y los Manos Crueles, herederos, y tú, por supuesto, ya eres un líder militar reputado. —El caballo aún dio unas cuantas zancadas—. Me dicen que elija a una chica de mi edad, con mejores caderas para dar a luz; me recomiendan a una princesa sármata.—Kineas iba pegado a la espalda del rey, y Satrax estaba tenso, enfadado. Enfadado por tener que amoldarse a los deseos de sus caudillos. Luego señaló—. ¡Allí! —dijo.
El semental era más plateado que gris, de un plateado oscuro semejante al del hierro pulido o el acero. Tenía una raya negra a lo largo del lomo, una marca que Kineas sólo había visto en la raza más recia de los sakje, y la crin y la cola más pálidas. Era alto y transmitía serenidad. De hecho, era idéntico a la montura de guerra del rey.
—No estará tan bien entrenado como tu caballo persa —dijo el rey; como todo hombre que hace un gran regalo, debía censurar sus defectos—. Pero está bien domado; iba a ser mi próximo caballo de guerra. Ahora es tuyo. Y un par de caballos de viaje; Marthax ya los ha separado, pero quería hablar contigo.
Kineas dio una vuelta entera al semental, admirando su grupa. Tenía la cabeza corta, sin la pureza de líneas que presentara el persa, pero era grande, y el color podía ser feo o magnífico. Desde luego era un animal único.
—Gracias, señor. Es un regalo regio.
El rey sonrió, un tanto avergonzado y viéndose muy joven.
—Lo es, ¿verdad? —Satrax sonrió, mostrando su buen ta lante innato—. Es una de las ventajas de poseer diez mil caballos —dijo el cabo de un momento.
—Lo siento —dijo Kineas. No se le ocurría ninguna otra cosa que decir. El rey hizo una mueca.
—Los reyes a veces tienen que pensar cosas desagradables. Si te conviertes en su marido, serás un hombre con mucho poder entre mi gente. Un baqca que además es hombre y con una esposa que es jefa de clan. Un gran soldado con aliados griegos. Quizá seas mi rival. —Miró al caballo—. Tal como lo es Marthax. —Miró hacia la estepa—. ¿O son sólo los celos lo que me hace hablar así?
—Eres franco —dijo Kineas—. Piensas como un rey.
—Tengo que hacerlo. —El rey señaló al caballo—. Pruébalo.
Kineas agarró la crin del semental con una mano y saltó a los lomos de la bestia. Era tan alto que casi no lo logró; aquel monstruo era un palmo más alto que el persa, y dio gracias a que el animal aguardara pacientemente mientras se empujaba con los pies.
Satrax contuvo la risa con dificultad, complacido de ver al griego desconcertado con el caballo. Kineas chasqueó la lengua y el portentoso corcel comenzó a trazar una curva.
—¡Qué andares! —gritó Kineas. El fluido batir de cascos del caballo le resultaba vagamente familiar. Probó a manejarlo sólo con las rodillas, sin manos, y llevó el semental al lado de la montura del rey con suma facilidad. Los dos caballos se olieron como compañeros de cuadra, cosa que seguramente eran. Tenían el mismo color.
—¿De la misma madre? —dijo.
Satrax sonrió.
—La misma madre y el mismo padre —dijo—. Son hermanos. Kineas inclinó la cabeza.
—Es un honor. —Palmeó el cuello del caballo pensando en su conversaciónconFilocles—. Tejuroqueningúnactomío atentará contra tu realeza. Como tampoco me casaré con Srayanka, ni le pediré la mano, sin tu permiso. —Dio una palmada al caballo—. Es un regalo maravilloso.
—Bien —dijo el rey. Asintió, obviamente aliviado e igualmente atribulado. Y celoso—. Bien. Pongamos en marcha al ejército.
Fue mucho más avanzado el día cuando Kineas, que a cada hora que pasaba estaba más prendado de su nuevo caballo, cayó en la cuenta de por qué sus andares le parecían familiares.
El caballo plateado era el semental del sueño de su muerte.
Cruzaron las llanuras de oeste a este a buena velocidad. Los sakje iban a su ritmo habitual y los olbianos, gracias a los caballos de refresco, pudieron seguirles el paso. Recorrían cien estadios al día, según estimaciones de Kineas, abrevándose en ríos que surcaban la estepa a intervalos regulares, acampando en lugares predeterminados con hierba fresca para forraje y unos pocos árboles para leña.
El nivel de organización era asombroso, para ser bárbaros. Aunque Kineas ya había dejado de considerar que lo fueran.
Kineas nunca había visto a un ejército de cinco mil hombres que se moviera tan deprisa. Si Zoprionte presionara a su tropa con tanta dureza como el propio Alejandro, quizás hiciera sesenta estadios, aunque sus patrullas llegaran más lejos. Y Kineas sospechaba que aún no había visto la marcha más rápida de la que eran capaces los sakje.
Casi todos los campamentos estaban a la sombra de altos montículos de turba que surgían de la llanura, a menudo el punto más alto en muchas horas a caballo a la r edonda. El cuarto anochecer, con los músculos doloridos pero el cuerpo limpio, Kineas pasó un buen rato sentado con la espalda apoyada contra la de Niceas, untando de sebo el cuero de la brida y luego remendando el cabestro, cuyas costuras habían comenzado a reventarse, para modificarlo un poco. El caballo nuevo tenía la cabeza muy grande.
Srayanka llegó con Parshtaevalt e Irene, su trompetera. Ahora le daba menos apuro ir a su encuentro.
—Ven a pasear, Kineax —dijo.
Kineas usó el punzón que tenía en la palma para abrir dos agujeros nuevos, manipulando con cuidado el cuero viejo. Necesitaba que el cabestro resistiera hasta que estuvieran de regreso en el campamento del Gran Meandro.
—Enseguida —contestó.
Srayanka se sentó a su lado y mostró su trabajo a Irene, que frunció el entrecejo. Niceas estaba cortando un manto getón para hacer una manta para su silla.
Irene habló deprisa en sakje. Torció los labios, pero Kineas no supo si sonreía o se mofaba. Srayanka se echó a reír, un sonido encantador, y se sentó graciosamente sobre la manta de Kineas.
—Irene dice que para algo sirves, pese a todo —dijo Srayanka—. ¡El gran líder militar cose cuero!
Kineas dio una puntada en el último agujero, luego otra más y finalmente una tercera, y mordió el hilo de lino tan cerca del cuero como pudo. Sacó brillo al cabestro con la palma de la mano y lo dejó cuidadosamente encima del resto de sus arreos. Parshtaevalt se arrodilló junto a éstos para examinarlos.
—No buenos nuestros —dijo—. Pero buenos.
Su griego, como el sakje de Kineas, mejoraba día a día. Niceas echó la manta sobre sus cosas e hizo una seña a Ataelo para que tradujera. A Parshtaevalt le dijo:
—Enséñamelos, colega.
Y guiñó el ojo a Kineas con ademán amistoso. Irene parecía confusa; quería seguir a su ama pero Srayanka negó con la cabeza. Volvié ndose a Kineas, le dijo:
—Trae tu espada.
Kineas pensó que estaba viviendo el noviazgo más raro desde que Alexandros conociera a Helena, pero fue en busca de la espada egipcia que guardaba enrollada en su manta.
Srayanka le cogió de la mano, y juntos caminaron hacia el anochecer rojo. En el campamento el suelo era liso y la hierba, corta y de un verde brillante, pero ella le condujo hacia el mar de hierba, donde los montículos hacían traicionero el suelo. Rieron como niños cuando la mutua negativa a soltar la mano del otro les hizo perder el equilibrio.
Kineas se volvió para mirar por encima del hombro y vio que estaban a plena vista del campamento, que se extendía hacia el norte y el sur a lo largo del río, y que muchas cabezas estaban vueltas hacia ellos, observándolos.
Leyendo sus pensamientos, Srayanka dijo:
—Deja que miren. Esta colina es tumba del padre de mí. Aquí matamos doscientos caballos, lo enviamos a Ghanam. Yo baqca aquí.
Llegaron a los pies del montículo. Visto de cerca, quedaba más claro que estaba construido por la mano del hombre. Una especie de grada subía rodeando el túmulo, y una profunda zanja, invisible a un estadio, discurría en torno a la base protegida por un muro de piedra por el lado exterior.
Srayanka le hizo recorrer una cuarta parte del perímetro de la zanja, entraron en el recinto por una abertura flanqueada por rosales silvestres y comenzaron a subir al túmulo. Srayanka entonó un cántico monótono.
La bola del sol poniente se apoyaba en el distante horizonte, bañando la hierba verde del montículo de luz roja, naranja y dorada, de modo que el promontorio parecía una amalgama de hierba, oro y sangre. Su cántico subió de volumen y de tono.
—¡Deprisa! —dijo. Tiró de su mano y subieron corrie ndo los últimos peldaños hasta la cima, donde una piedra descansaba en una ligera depresión. De la piedra surgía una barra de hierro oxidado. De cerca resultó ser lo que quedaba de una espada, con el oro de la empuñadura destacando orgulloso sobre el deterioro de la hoja.
El sol era inmenso, una cuarta parte se había ocultado bajo la curva del mundo.
—Desenvaina tu espada —ordenó Srayanka.
Kineas desenvainó la espada. Srayanka agarró con reverencia la empuñadura de la espada oxidada y la arrancó de la piedra. Cogió la de Kineas y, mientras los últimos rayos del sol convertían en fuego la empuñadura, la clavó con decisión en la piedra, donde quedó más hundida, en todo caso, de lo que lo había estado la otra espada.
Mientras el sol se desvanecía dejando el cielo como un tinte, con vivos rojos y pálidos rosas contrastando con el creciente velo púrpura y azul oscuro de la noche, dejó de cantar. Se arrodilló de cara a la piedra.
Kineas se quedó de pie a su lado, incómodo por ignorar sus costumbres, e igualmente incómodo por el alcance de su barbarismo; pero era una sacerdotisa, y no era propio de griegos ridiculizar a los dioses de otros pueblos, de modo que se arrodilló junto a ella en la húmeda depresión. Olía el musgo de la piedra, y el aceite de su espada egipcia, y el humo de leña de sus cabellos.
Permanecieron arrodillados hasta que le escocieron las rodillas y toda su espalda era una columna de piedra contra sus músculos. Se hizo la oscuridad, absoluta, de modo que la llanura circundante desapareció y sólo quedaron el cielo y la piedra, los olores del hoyo, y luego el reclamo de un búho, y…
… estaba volando sobre la llanura de hierba, buscando una presa; el minúsculo resplandor de un sinfín de estrellas era suficiente luz para ver.
Se elevó más sobre la estepa, trazando círculos perezosos, y cuando vio un corro de fogatas…, una docena de corros de fogatas, cien corros de fogatas…, entonces volvió a descender, vigilando el campamento mientras bajaba en espirales…
Tan repentinamente como se había arrodillado, Srayanka se levantó, sacó un puñado de semillas de la bolsa del cinto y las esparció por el hoyo y la piedra.
Kineas se puso de pie con mucha dificultad. Tenía un pie dormido, pero la mente despejada, aunque una parte de ella aún seguía en lo alto del cielo oscuro.
—Tú eres baqca —dijo Srayanka—. ¿Has tenido sueño poderoso?