Ilíada
, Canto XVIII
La misma racha que azotó al penteconter, escorándolo sobre las olas y llenando la vela de agua, se tragó a la otra nave mercante un poco más al sur. La carga del pequeño mercante se deslizó y se fue a pique, y el viento trajo con toda claridad los gritos de sus tripulantes. El penteconter yacía escorado: la vela izada daba fe de la inexperiencia de su trierarca y la carga inmóvil rendía tributo a la destreza de su patrón. De todos modos, el barco se habría hundido en el Euxino con toda la tripulación, pero el patrón se había arrojado desde la borda al mástil, había sacado un cuchillo de bronce de una funda que llevaba colgada al cuello y había cortado las trincas que sujetaban la vela a la verga.
Bajo la toldilla de popa, el trierarca yacía paralizado de miedo contra la borda, incapaz de digerir las consecuencias de su desastrosa decisión de dejar el mástil levantado. El caos en las bancadas fue una crisis tan inmediata como la de la vela empapada; el trierarca había ordenado a los remeros armar las palas justo antes de que arremetiera el turbión, tras lo cual fue inútil emplearlas para mantener la proa encarada al viento, y cuando el barco escoró, el agua impulsada por el viento empujó las largas varas que entraron con violencia por los escálamos, arrancándolas de las manos de los remeros, aplastando cabezas y costillares. Habían muerto dos hombres, uno de ellos el maestro remero.
El único pasajero del barco, un caballero de Atenas, también había perdido el equilibrio cuando el barco se inclinó, mas no así la cabeza. Se levantó de un salto, se agarró al otro lado del barco mientras éste cabeceaba apartando la proa del embate del mar y buscó un nuevo apoyo para los pies. Con un vistazo comprobó que la carga no se había desplazado y que los remeros se estaban dejando llevar por el pánico.
—¡Contrapeso! —bramó—. ¡Remeros! ¡A babor!
Logró hacerse oír por encima del rugido del viento que empezaba a amainar; el hábito de dar órdenes contando con ser obedecido era tan fuerte como su propia voz. Todos los hombres de la sección central que aún conservaban el dominio de sí mismos obedecieron; treparon unos por encima de otros, mientras el nivel del agua subía, para agarrarse a la banda que aún estaba fuera del agua.
El patrón cortó las ligaduras de la vela. El pasajero notó que el peso cambiaba, que la cubierta se movía muy despacio hacia una posición de equilibrio. Saltó la borda y se colgó de los brazos con todo su peso fuera, y unos cuantos remeros le imitaron añadiendo su peso al suyo. El agua de la sección central se movió, la borda de estribor salió a la superficie y el patrón se zafó de la vela y nadó hasta la proa.
—¡Está nadando! —gritaron marineros y remeros, para quienes el barco era un hombre. Cada signo de éxito concentraba a más hombres en medio del barco.
—¡Achicad! —gritó el pasajero.
Dos remeros veteranos ya habían armado la bomba de madera de olivo y el agua comenzó a salir a chorros como sangre arterial. Otros hombres usaban cascos, vasijas, cualquier cosa que tuvieran a mano.
Para cuando el pasajero trepó de nuevo a bordo, las bancadas ya no estaban sumergidas. El patrón ponía toda su atención en el mar que tenía delante.
—Otra racha como ésta y podemos darnos por muertos. Tengo que poner la proa al viento —dijo, y lanzó una mirada asesina al trierarca.
Gritó órdenes a los remeros y a los marineros, que comenzaron a talar el propio mástil. Una de las junturas de la banda de babor se había abierto cuando el barco escoró; el agua entraba con cada ola y una ola cruzada que arremetió con el ímpetu del viento volvió a inundar la sección central por encima de las bancadas. La ausencia del maestro remero se hacía notar: los remeros titubeaban, sus esperanzas se habían venido abajo con la segunda ola.
El pasajero corrió a la sección central, cogió el casco de su equipaje en la popa al pasar y se puso a echar agua por la borda.
—¡Achicad! —ordenó.
Y entonces, mientras los hombres reanudaban la tarea, comenzó a empujar a los rezagados a sus bancos. No sabía cómo se llamaban ni cuál era su sitio, pero la fuerza de su voluntad bastó para moverlos. Perdieron un tiempo precioso arrastrando remos rotos de la banda de babor hasta la de estribor para meterlos en los escálamos, pero aun así el barco flotaba. Tras la primera vacilante estrepada obedeciendo al grito del pasajero, el barco avanzó una fracción de su eslora.
—¡Bogad! —bramó otra vez, mientras ajustaba el ritmo de las paladas al de un profesional de brazos torcidos que remaba en la bancada que tenía a sus pies.
Sólo seis remos por banda en el mar, el buque lleno de agua y con el fondo sucio de algas y caracolillo, y de nuevo el barco apenas se movió. Fue chapoteando hasta otro banco, sentó por la fuerza a dos hombres asustados y les puso el remo en las manos. El banco opuesto lo ocupaba un cadáver. Levantó el cadáver, más pesado que cualquier cosa que recordara, y otro par de manos le ayudaron a arrojar tan macabra carga por la borda mientras gritaba «¡bogad!» otra vez. La vara del remo, liberada del cadáver, pareció cobrar vida y le golpeó de refilón derribándolo sobre el banco. El hombre que le había ayudado la agarró, la levantó para sacar la pala del agua y se sentó en la bancada, todo ello en un solo movimiento. El pasajero la asió a la siguiente palada, sumó su fuerza y gritó «¡bogad!» cuando el remo alcanzó el punto más alto de su recorrido. La vara siguió su curso y bajó, la pala golpeó el agua con firmeza, el remo parecía vivo entre sus manos. Levantó la cabeza y vio al patrón en la popa, plantado junto al remo de gobierno. Aquél se dio por aludido y asumió la voz de mando, y dejó que el pasajero bogara; las manos suaves y mojadas ya empezaban a notar el peso del remo.
—¡Bogad! —gritó el patrón.
A la cuarta palada o la quinta, el hombre del remo de gobierno gritó:
—¡Ya responde!
Y el patrón le dio una orden.
Luego vino una hora de infierno físico para el pasajero, aunque sin el apuro del peligro inminente, sólo dolor en los hombros mientras veía cómo sus manos se ponían en carne viva bogada tras bogada, al tiempo que el agua iba subiendo desde los tobillos hasta los muslos. Los alcanzó otra racha y aún otra más. Apenas avanzaban; de hecho, seguían viendo la vela a estribor cada vez que los alzaba una ola. Lo único que podían hacer los remos era mantener la proa del bajel inundado hacia el viento para impedir que el oleaje lo volcara.
Hicieron todo lo humanamente posible y rezaron a los dioses. Justo cuando a los remeros comenzaron a flaquearles las fuerzas y las paladas para mantenerse proa al viento rayaban en lo desesperado, justo cuando el segundo remo de babor falló y amenazó con desbaratar la bogada, el viento aflojó, y antes de que el pasajero pudiera volver a mirar el penoso estado de sus manos, el sol apareció entre las nubes, y luego las nubes se fueron dispersando, y se encontraron subiendo y bajando en el oleaje de un día soleado en el Euxino, y estaban vivos.
Sólo cuando el viento amainó, el pasajero pudo oír los débiles gritos que llegaban de estribor, por debajo de la borda, donde un pobre diablo luchaba contra el mar para no morir ahogado.
—¡Remos dentro! —gritó el patrón con la voz tan cascada como las manos del pasajero. No estaba acostumbrado a vocear las bogadas durante tanto rato. Los hombres inclinaron los remos y tiraron de ellos, un movimiento desigual pero, a fin de cuentas, eficiente, de manera que cruzaran las bancadas y las empuñaduras encajaran debajo del banco opuesto, las palas bien apartadas del agua. El compañero de bancada del pasajero se dejó caer contra el reposacabezas previsto a tal efecto, los brazos encima de los remos, la mejilla apoyada en las varas. Respiraba pesadamente.
El pasajero oyó otro grito a estribor. Salió de debajo de las varas cruzadas de los remos; los restos de agua salada le ardían en las manos como brasas.
Su compañero de banco levantó la vista hacia él y le sonrió. —Bien remado, colega.
—Hay un hombre en el agua —contestó el pasajero, y se puso de pie encima de un banco vacío de estribor. La bodega que tenían bajo sus pies no tenía cubierta y el agua cubría casi toda la carga. Aún estaban a flote de milagro.
El patrón se estaba ocupando de eso. Tenía a los marineros y al personal de cubierta arrojando cadáveres y cualquier otra cosa que considerase inútil por la borda. Minuto a minuto el barco se iba aligerando, dejando los bancos un poco menos hundidos en el agua.
El pasajero miró el mar vacío haciendo visera con la mano, pues el sol se reflejaba con cegadora intensidad en el agua rizada, y aguzó el oído por si oía gritar otra vez. Cuando oyó el grito, fue mucho más cerca de lo que había esperado; un hombre nadaba sin fuerzas pero todavía a flote a tan sólo unas cuantas brazas de la proa. Se zambulló sin detenerse a pensarlo y nadó tan bien como pudo entre las olas, mientras sentía el frío del agua salada y con las manos ardiendo otra vez.
Alcanzó al superviviente enseguida, pero el hombre trató de luchar con él, sorprendido por el contacto y temiendo, quizá, que Poseidón hubiese venido a por él finalmente. El pasajero le gritó, le agarró del pelo con el puño y comenzó a tirar de él hacia el barco. El forcejeo del hombre suponía un peligro para ambos, pero tragó una bocanada de agua y dejó de oponer resistencia. El pasajero lo llevó hasta la nave. Le sorprendió la renuencia de los remeros a subir al hombre a bordo, pero lo hicieron.
El hombre quedó tendido sobre un banco vacío, respirando y vomitando alternativamente un buen rato. El pasajero subió a bordo ayudado por manos más bien dispuestas, y entonces vio que estaban izando hacia la borda el petate de cuero que contenía su armadura y casi todos sus arreos. Lento tras el esfuerza en el mar, aún fue lo bastante rápido para interponerse entre el patrón y su equipaje.
—No —jadeó—. Todo… tengo.
El patrón arrancó el petate de las manos de sus tripulantes y lo tiró a la cubierta con un ruido de bronce.
—Te lo debemos —dijo con aspereza. Señaló con la barbilla al hombre de pelo largo que vomitaba en un banco de la sección central—. No les gusta. Los marineros no le arrebatan las presas a Poseidón. Los náufragos… —No terminó de expresar sus pensamientos, seguramente era demasiado supersticioso para explicar en voz alta sus creencias.
El pasajero era ateniense: tenía ideas distintas acerca de Poseidón, Señor de los Caballos, y su «presa».
—Lo cuidaré yo mismo. Necesitaremos a todos los hombres en las bancadas para llevar este barco a una playa.
El patrón murmuró algo entre dientes, un rezo o una maldición. El pasajero regresó a su banco. Hasta después de limpiar el vómito de la cara del hombre melenudo y de oírle jadear las gracias con acento lacedemonio, no se dio cuenta de que el trierarca ya no estaba a bordo.
Achicaron y remaron todo el día hasta que volvieron a tener tierra a la vista por la banda de estribor. Aquella costa del Euxino era famosa por su carencia de playas, sólo rocas sin fin alternando con peligrosas marismas. El patrón no intentó obligar a los hombres a llevar el barco a tierra, pese a la vía de agua que seguía fluyendo lentamente. Comieron pescado seco, empapado de agua salada, y se sintieron algo mejor. Durmieron por turnos, incluso el pasajero, y bombearon y achicaron toda la noche, y al día siguiente salió el sol para traerles más de lo mismo. El desayuno fue aún más mezquino que la cena. Los buques mercantes pequeños solían hacer noche varados en playas y llevaban pocas provisiones a bordo. Las ánforas de agua potable iban clavadas en la arena de la bodega y casi todos sus tapones lacrados estaban abiertos mostrando sus entrañas vacías al cielo azul. El pasajero no sabía a qué distancia se hallaban del próximo puerto, pero tuvo el buen sentido de no sacar el asunto a colación.
A mediodía, el hombre rescatado se encontraba mejor y achicaba con voluntad. Se movía con cuidado y guardaba silencio, a todas luces consciente de la mala acogida que le dispensaban los remeros y los marineros, con la clara intención de ganarse su sitio a bordo trabajando como el que más. El hecho de que se mareara cada vez que el oleaje aumentaba no le ayudaba en lo más mínimo. Era un hombre de tierra firme y no se encontraba a gusto en el mar; también tenía las manos cuidadas y nunca había tenido que remar. Y llevaba la palabra «espartano» escrita en la frente y en cada rizo de pelo.
El pasajero se las arregló para que le tocara el turno de bombear junto al desconocido. Tenía que hacer casi todo el trabajo; el espartano estaba débil por el mareo y la terrible experiencia como náufrago, y le faltaba muy poco para dejar que los acontecimientos le superasen.
—Soy Kineas —dijo al subir la palanca de la bomba—. De Atenas.—La honestidad le obligó a agregar—: Hasta hace poco.
El espartano calló al bajar la palanca, poniendo todas sus fuerzas en ello.
—Filocles —dijo jadeando—. De Mitilene. Dioses, de ninguna parte.
Volvió a jadear mientras la palanca subía. Kineas apretó hacia abajo.
—Reserva tus fuerzas —le dijo—. Ya bombeo yo. Sólo mueve los brazos.
La sangre del hombre más joven le subió a la cara.
—Puedo bombear —replicó—. ¿Es que parezco un esclavo, para no hacer honor a mi deuda contigo?
—Como quieras —dijo Kineas.
Bombearon durante más de una hora bajo un sol implacable sin decirse ni una palabra más.
Al atardecer repartieron lo último que quedaba de comida y agua, y no cabía seguir obviando que el patrón ya no sabía qué hacer. El humor de los remeros era malo; sabían cómo iban las cosas, y sabían que el trierarca había desaparecido, cosa que no aprobaban, por caro que hubieran pagado su error con el mástil.
Kineas tenía mucha experiencia con hombres, hombres en peligro, y conocía de sobra su humor. Y sabía lo que el patrón, que ya había asesinado al armador, haría para conservar su autoridad. Cogió su petate de la proa en cuanto empezó a caer el sol y se sentó en un banco, se puso a limpiar ostentosamente el agua de mar de su peto de soldado y untó aceite a las botas antes de afilar su pesada espada de caballería y lustrar las puntas de las jabalinas. Se exhibió adrede con intención de intimidar. Era el hombre mejor armado del barco y tenía sus armas a mano, y perdió a algunos de sus nuevos amigos tripulantes al hacérselo saber.
Sin reparar en lo que estaba ocurriendo, el espartano estaba tumbado delante de él en el banco de proa, tras haber gastado sus reservas de ira bombeando.