Tirano (2 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

BOOK: Tirano
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Niceas se puso a cantar el peán. Bastaron cinco palabras para que todos los hombres de la primera fila se le sumaran; el volumen del sonido aumentó y se extendió cual llama en un campo agostado, un fuego cantado que lanzaba chispas y pavesas a los tesalios que tenían detrás. La caballería persa, un frente compacto de jinetes, estaba en medio del río.

Kontos dejó caer el brazo. La caballería aliada inició el avance al paso; los caballos, excitados, daban coletazos y amagaban con encabritarse. Kineas cambió de mano su jabalina ligera, hasta entonces sujeta con la que agarraba las riendas, resuelto a llevar a cabo una hazaña bélica para la que se había adiestrado durante cinco años: arrojar su primera jabalina y combatir con la segunda, todo ello al galope. Midió el terreno hasta el frente de la caballería persa. El grueso de la caballería griega comenzó a avanzar más deprisa, primero al trote y luego a medio galope, el peán hecho trizas por el ruido machacón de las pezuñas. La montura de Kineas salió de la arena y comenzó a descender la ligera pendiente de grava de la orilla del Pinaro. Cerró el puño indicando el inicio de la carga y la trompeta de Niceas sonó.

Había dejado de ser un oficial. Ahora sería un guerrero. El muro de medos que tenía enfrente le llenó los ojos e hizo que se le tensasen los hombros. Su yegua estiraba la cabeza, lanzada al galope tendido. Apretó las rodillas y los muslos contra los flancos del animal, se irguió y arrojó su jabalina hacia el persa más cercano. Cogió la segunda jabalina y la levantó justo cuando los cascos del caballo entraban en el agua del río y se estrellaba, casi de cabeza, contra la montura del hombre al que acababa de matar —la jabalina había atravesado el cuerpo del persa—. Su menuda yegua derribó al gran caballo persa, que cayó al agua agitando las patas. Un golpe contra su costado izquierdo desprotegido se propagó hasta su casco y los brazos. Sintió dolor. Kineas arremetió contra un hombre de barba pelirroja que blandía su lanza como si fuese un garrote, paró el golpe y su propia lanza se partió con el impacto, pero la punta de bronce abrió un tajo en la mejilla del persa al cruzarse, tan próximos que sus rodillas se tocaron. Ahora tenía al barba roja detrás y estaba desarmado. Su yegua estaba hundida hasta las rodillas en el agua, había perdido impulso, y uno de los caballos persas chocó contra ella. Ambas bestias se alzaron en el agua como encarnaciones del dios del río batiéndose en duelo, las salpicaduras, una fuente de fuego bajo el sol. El jinete del semental persa atacó con su lanza y Kineas lo esquivó mientras caía de la montura. Un instante después se encontró bajo el agua, el fragor de la batalla acallado. Tras un latido de su corazón, Kineas ya tenía los pies debajo de él pese al peso de la armadura, y su espada halló el camino hasta su mano mientras su cabeza regresaba al aire y al estruendo.

Su yegua se había ido, empujada por el caballo persa, más grande. Encima de él corveteaba uno de color gris. Kineas golpeó la pierna del jinete con la espada, un tajo limpio; manó sangre de la herida y acto seguido el jinete estaba en el agua y Kineas trataba de montar, una mano aferrada a la crin rubia del caballo gris, la otra asiendo a muerte el puño de la espada, el agua tirando de sus piernas y el pesado peto empujándole hacia abajo a cada intentona por montar.

Un arma repicó contra su casco, y le dio la vuelta de tal modo que lo cegó. Una cuchilla le marcó el brazo, chirrió sobre el bronce de su coraza y le dio en el antebrazo con que sujetaba la brida. El caballo gris, asustado, se desbocó y lo sacó a rastras del río remontando la orilla que había dejado atrás hacía tan poco; iba colgado de sus crines, cosa que causó tanto pánico a la pobre bestia que sacudió su poderosa cabeza hacia atrás. La suer te y la fuerza de su cuello le impulsaron un palmo más arriba que el mejor de sus intentos precedentes, de modo que alcanzó a hincar una rodilla sobre su ancho lomo. Otro caballo le embistió de lado, la bendición de la Diosa, ya que el nuevo oponente le empujó hasta los lomos de su nueva montura, aunque los dientes del semental se cobraron el favor en la carne desnuda de su muslo. Arremetió a ciegas con la espada y notó que se clavaba en carne ajena. Con la mano de la brida se quitó el casco y se lo arrojó al enemigo que ahora podía ver, le asestó otro golpe de espada, esta vez concentrado, y su hombre cayó.

Kineas no alcanzaba las riendas. Las rodillas le sujetaban bien al lomo de la gran yegua, pero no podía hacerla girar, y estaba de espaldas al enemigo, cuyo peto era una clara señal de que era heleno y enemigo. Ni siquiera veía a otro griego. Arremetió contra un hombre que se le estaba echando encima con una lanza y falló por completo, y casi perdió la montura otra vez, pero el hombre de la lanza pasó de largo.

Imprudente o desesperado, Kineas se inclinó sobre el cuello de su nueva montura y trató de agarrar las riendas que colgaban: falló. Lo intentó otra vez. Las cogió, el tirón fue demasiado fuerte y el corcel se encabritó, corveteó y volvió a ponerse a cuatro patas. Kineas se volvió hacia el río y le hizo un tajo a un persa. El hombre dio un respingo. Kineas clavó los talones en los ijares de su caballo y éste se adentró aún más en el río, mordió enfurecido a un semental que le impedía el paso mientras Kineas mataba a su jinete. Penetró en la masa de persas y, de pronto, se encontró sobre la grava, al otro lado del río, apretujado entre una masa de enemigos que no podían avanzar ni retirarse de tantos como eran.

Fue una mala sorpresa para ellos, tan prietos que las jabali nas resultaban inútiles; incluso su espada era demasiado larga y el brazo le dolía por el esfuerzo cada vez que la levantaba. Se había adentrado mucho en su formación. No pensó ni planeó nada. Se puso a dar mandobles a diestro y siniestro y cuando la pesada espada le fue arrancada de la mano por el peso de una víctima, cogió la daga de su cinturón y se arrimó a su siguiente enemigo hasta oler el cardamomo de su aliento mientras se la clavaba en la axila. Se abrazó a su víctima como un luchador agotado y el cuerpo recibió tal golpetazo que le hizo rodar hacia atrás sobre su montura. Soltó el cuerpo y lo dejó caer entre los caballos. Una jabalina alcanzó a Kineas en el borde del peto y le pinchó los tendones del cuello antes de arrojarlo al suelo. Intentó parar otro golpe, pero la mano izquierda no le obedeció y el hombre le arreó con la espada contra la coraza magullándole el costado, y luego su caballo siguió adelante y ya no había rastro del hombre.

Se hallaba en lo alto del ribazo. Había cruzado el río y sentía tan poco miedo como si su espíritu hubiera ascendido al éter o ya se encontrara de camino al Elíseo: indiferente, consciente en los últimos instantes de vida de que estaba solo en medio de sus enemigos, herido diez veces.

Los instantes se prolongaban, «así es como los dioses perciben el tiempo», y no estaba muerto. O quizá lo estuviera. Lo veía todo como desde el fondo de un largo pasillo, de modo que le costaba sentirse amenazado por el persa que veía al final del túnel de su mente. Quería gritar y remontarse en el tiempo hasta el niño que había iniciado la carga: «seremos héroes, tú y yo». La idea le hizo sonreír, y luego el túnel dio un giro y notó un tremendo golpe en la espalda, un penetrante dolor en el cuello y los talones.

No supo hasta más tarde que sus amigos de infancia Diodoro y Laertes se plantaron en torno a su cuerpo, igual que Ajax y Ulises, y que mantuvieron a los persas a raya hasta que la batalla fue vencida.

No supo hasta más tarde que su acción había roto la caballería persa.

Se recobró deprisa, pero no lo bastante para lucir la corona de laurel que Alejandro le concedió como al más valiente de los aliados, ni tampoco para oír su nombre aclamado por el ejército. La corona la metieron en su equipaje entre dos tablas de cedro.

Dos años después otro par de tablas de cedro hallaría su lugar junto a aquél, sujetando otra corona, una que le costaría una cicatriz de cinco palmos a lo largo de la pierna derecha.

Aprendió sobre la guerra, sobre cuánto dolor era capaz de resistir su cuerpo, sobre el frío y el calor, sobre la incomodidad, la enfermedad, la amistad, la ambición y la traición. En Gaugamela aprendió que tenía el don de ver el campo de batalla como un ente orgánico, tal como un médico vería un cuerpo, diagnosticando sus males y proponiendo remedios. Descifró las intenciones persas con antelación suficiente como para salvar a su parte del frente cuando los persas cobraron ímpetu y todo parecía perdido; y de nuevo sufrió una herida que le hizo caer. Una prostituta le salvó de morir de mala manera en el campo de batalla y decidió llevarla consigo una temporada, y luego una temporada más, y luego persiguieron al Gran Rey hasta Ecbatana, donde traidores bárbaros llevaron a Alejandro la cabeza del Gran Rey en un saco y el ejército supo que Asia era suya y de nadie más.

Ecbatana olía a humo y a manzanas. El humo procedía de las hogueras, pues todo el ejército conquistador se concentró allí después de la muerte de Darío. Las manzanas estaban por doquier, traídas para complacer al Gran Rey y tomadas como botín por las primeras unidades que subieron por los desfiladeros. Durante el resto de su vida, Kineas adoró el olor a manzanas y a sidra recién prensada.

Kineas fue uno de los primeros, y gracias a eso había otros cien daricos de oro en su equipaje. Tenía una espada con la empuñadura de oro y se recostaba sobre un diván con la cabeza de su querida bajo su mano mientras bebía sidra en una copa de plata como un caballero en vez de estar de pie junto a una fogata bebiéndola en vasos de arcilla o de asta como otros diez mil helenos. Su mujer llevaba un perfume que había salido del palacio, una fragancia que se le atragantaba como el humo de la leña.

Era feliz. Estaban todos allí. Habían derrotado al mayor imperio del mundo y nada podría detenerlos jamás. Kineas nunca olvidaría la sensación de aquella noche, el olor a humo y a manzanas y al perfume de su hembra, como una Nike tangible tendida entre sus brazos. Y entonces su amigo de infancia Diodoro, que había cabalgado con él desde Issos a Ecbatana, un caballero ateniense tan astuto como un zorro y pelirrojo como dicho animal, entró después de su turno de guardia, bebió su copa de sidra y dijo que se iban a casa.

—La guerra de los helenos toca a su fin —dijo Alejandro. Estaba sentado en un trono de marfil y lucía una diadema.

Kineas disfrutaba siguiendo a Alejandro, aunque el trono y la diadema le daban la apariencia de un tirano de teatro. Permaneció en pie sin inmutarse con los demás oficiales aliados. Si Alejandro se había propuesto impresionarlos, sus palabras no fueron bien recibidas.

—Habéis servido a la Liga con brillantez. Aquí tengo una recompensa para cada uno de vosotros. Si alguno de vuestros hombres decide quedarse, será enrolado con los mercenarios.

Alejandro levantó los ojos de los sacos de monedas que había en el suelo junto al trono. Su rostro presentaba profundas ojeras a causa de la bebida, pero la chispa aún brillaba en ellos, bailando esquiva, como si hubiera algo encendido dentro de su cabeza.

Kineas se preguntó por un momento si había cometido un error al explicarse, si también él sería bien recibido caso que decidiera quedarse para conquistar el resto del mundo. Y entonces los ojos de Alejandro se encontraron con los suyos y en ellos leyó su destitución. Los oficiales iban a regresar a casa. Alejandro siguió hablando con frases de encomio que las bolsas de oro a sus pies vaciaban de todo significado. «Ya no os necesito. Marchaos.» Cuando los demás oficiales aliados salieron en fila, se demoró junto a la puerta de la tienda del rey mientras esperaba una palabra amable, una excepción, pero Alejandro se levantó sin volver a mirarlo y se fue por otra puerta.

Vaya.

Kineas se preguntó si Alejandro sabía cuánto veneno político bullía entre sus queridos macedonios, pero se guardó sus pensamientos para sí. Se reservó la opinión cuando su querida le dejó por un oficial de la caballería macedonia, uno de tantos Filipos, en lugar de emprender el viaje de regreso con él, y estuvo lacónico cuando una delegación de sus hombres fue a verle para pedirle que se quedara y fuera su jefe. Algunos sugirieron que podían permanecer juntos y ponerse al servicio de Antípatro, el regente de Alejandro en Macedonia.

Kineas no tenía ningún interés en servir a Antípatro. En un solo día se había dado cuenta de que había amado a Alejandro, no a Macedonia. Empacó sus daricos y sus coronas, vendió casi todo su botín, excepto unas cuantas copas buenas que regalaría a amigos de Atenas y un tapiz para su madre. Conservó la espada y el fornido caballo gris, así como la clámide manchada, y se dispuso a ser un granjero acomodado. Llevaba fuera seis años. Regresaría convertido en un hombre rico, tomaría esposa.

Los atenienses se marcharon con él. Clístenes y Demetrio se estaban pudriendo bajo tierra, o paseando por las arboledas del Elíseo, pero Laertes, Agis, Graco y Diodoro habían sobrevivido a batallas, enfermedades, sufrimientos y penalidades. Igual que Niceas. Nada podía matar a Niceas. Juntos cabalgaron de regreso a la patria, y ningún bandido se atrevió a tender una embos cada a su convoy. Cuando llegaron a Anfilopolis, en la tierra firme griega, ninguno de los demás jóvenes tuvo ganas de seguir. Se demoraron en las tabernas. Kineas corrió a casa.

Resultó que no había tenido por qué apresurarse.

En Ática se encontró con que su padre estaba muerto y con que él había sido enviado al exilio por servir a Alejandro. Huyó al norte, a Platea, donde había una comunidad de exiliados atenienses.

Sólo llevaba allí un día cuando le abordó un ateniense con una proposición. Por descontado, el hombre procedía de la misma facción que había dispuesto su exilio. Pero Kineas se había criado en el ambiente político de Atenas, de modo que sonrió y negoció, y esa misma noche envió una carta a Diodoro, y otra a un amigo de su padre, exiliado también, en el Euxino.
[1]

PRIMERA PARTE
EL ESCUDO DE AQUILES

Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de himeneo, jóvenes danzantes formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas admiraban el espectáculo desde los vestíbulos de las casas.

[…] La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población.

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