Tierra de Lobos (18 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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—Veo que sigues sin saber poner trampas, Prior

—Por eso acepté un trabajo de oficina.

—¿Qué cebo habías puesto?

—Queso. ¿Qué si no?

—Ya sabes que un trampero nunca descubre sus secretos.

Durante su primera noche en la cabaña el cansancio impidió a Helen cazar ratones, cosa que lamentó apenas cerrados los ojos.
Buzz
se pasó horas husmeando en busca de roedores, de forma tan ruidosa que Helen acabó por llevárselo fuera y encerrarlo en la Toyota. Una vez a sus anchas, los ratones rondaron los sueños de Helen hasta el amanecer. Al día siguiente, Dan se mondó de risa al ver la sofisticada trampa que había montado su colega.

Se trataba de un método que le había enseñado Joel durante su primer año juntos en el cabo, al convertirse la casa-barco en refugio de los roedores sin techo de la zona. Sólo hacía falta un cubo, un poco de alambre y una lata perforada en ambos lados. Se metía el alambre por los agujeros de la lata y se colocaba de tal modo que tuviera debajo el cubo, en el cual se vertían unos centímetros de agua. Por último se untaba la lata de mantequilla de cacahuete, se encerraba al perro y se iba uno a la cama. Los ratones se subían al cubo, trepaban por el alambre, hacían girar la lata nada más pisarla y acababan en el agua.

—Nunca falla —dijo Helen.

—¡Seguro!

—Te apuesto una cena.

—Hecho.

Por la noche Helen cazó tres ratones y, orgullosa de su hazaña, los dejó a la vista para cuando subiera Dan. Éste llegó por la tarde con todos los collares transmisores, aparejo para trampas y algunos programas cartográficos destinados al ordenador de Helen. Pese a sus tibias protestas de haber sido víctima de un engaño, Dan fue fiel a su palabra, y bajaron a cenar al bar de Nelly al término de otro día de arreglos en la cabaña.

He ahí la explicación de que Helen estuviera luchando por acabarse el bistec más grande que había visto en su vida. Según el menú era un
Hueso de Tyrannosaurus rex
, pero ni siquiera eso le hacía justicia.

Las paredes del bar estaban cubiertas de enormes fotopanoramas de las montañas Rocosas. En otros tiempos debían de haber reducido a mera impostura a su modelo real, tal como se atisbaba por las pequeñas ventanas del establecimiento. Con el paso de los años los colores se habían saturado y el calor había despegado unas partes de otras, oscureciendo los paisajes y cruzándolos con brechas sísmicas de mal agüero. Contra aquel fondo de catástrofe inminente, las mesas, con sus manteles de papel a cuadros rojos y blancos y sus velas flotando en vasitos rojos, defendían con coraje la calidez del local.

Sólo había dos mesas más ocupadas, una por una familia de turistas alemanes con una autocaravana colosal que tapaba las ventanas por entero y otra por dos viejos con sombreros Stetson blancos cuya conversación versaba sobre audífonos.

El único camarero del bar era un risueño gigantón con gafas de aviador azuladas, pelo gris y coleta. Su nombre era Elmer, o así se dirigía a él una voz autoritaria llegada del fondo de la cocina (tal vez la de Nelly). Tanto sus tatuajes como su camiseta negra con el lema «Motoristas con Jesucristo» lo proclamaban dueño de la reluciente Harley aparcada delante del bar. En el momento de entrar y oírle decir «Angeles sobre vuestro cuerpo», Helen y Dan habían tardado un poco en darse cuenta de que se trataba de un saludo, pero habían evitado mirarse de reojo hasta estar sentados a la mesa.

Helen dejó los cubiertos y se echó hacia atrás.

—El bistec ha podido conmigo, Dan.

Se preguntó si encender un cigarrillo supondría perder la credibilidad de que pudiera gozar con Dan. Decidió no arriesgarse.

Se habían pasado casi toda la cena rememorando los buenos tiempos de Minnesota. Helen recordó la vez en que a Dan se le había movido la mano mientras intentaba administrar un sedante a un lobo. La jeringuilla había acabado clavada en el muslo de Dan, provocando su desplome inmediato. Estallaron en carcajadas, haciendo que los niños alemanes se volvieran varias veces para mirarlos con ojos grandes y azules.

Helen dio gracias por que no hubiera surgido el tema de su breve incursión allende los límites de la amistad. La noticia del divorcio de Dan la había dejado un poco preocupada. Ignoraba si había alguien más en su vida, pero confiaba en que así fuera.

Dan tampoco pudo con su bistec. Bebió un trago de cerveza, se apoyó en el respaldo y sonrió a Helen sin decir nada.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó ella.

—Nada, sólo estaba pensando.

—¿Qué?

—Que me alegro de estar aquí contigo.

—¡Yo por una cena gratis voy a donde me digan!

Viendo cómo la miraba Dan, Helen adivinó que no lo había dicho todo. Confió en que fuera lo bastante discreto para no estropear la velada.

—¿Sabes una cosa, Helen? Cuando me separé de Mary estuve a punto de llamarte.

—¿Ah sí?

—Sí. Pensaba mucho en ti, y en que ese verano si no hubiera sido tan...

—¡Dan!

—Perdona.

—No hay nada que perdonar.

Helen le cogió la mano y sonrió. ¡Era tan encantador!

—Somos amigos —dijo con dulzura—. Nunca hemos dejado de serlo.

—Supongo que no.

—Y en este momento lo que más necesito es un amigo, más que... Más que cualquier otra cosa.

—Perdona.

—Si lo dices otra vez no vuelvo a enseñarte mis secretos para cazar ratones.

Dan se puso a reír y soltó la mano de Helen. Elmer acudió en ayuda de ambos y, plantado en sus dos metros de estatura, les preguntó si ya estaban con los bistecs, antes de darles a escoger entre pastel de nata y un suicidio seguro a base de chocolate. Pidieron café.

—Usted es la que acaba de llegar por lo de los lobos, ¿no? —preguntó Elmer mientras les servía dos tazas.

—Sí. ¿Cómo se ha enterado?

Elmer se encogió de hombros.

—Lo sabe todo el pueblo.

Buck volvió a mirar por el retrovisor, cerciorándose de que no hubiera nadie en ninguno de los dos carriles. Si en el momento de llegar al camino de entrada veía algún coche, seguiría conduciendo en línea recta.

Era una suerte poder ir a verla tan lejos del centro, en un lugar donde no había vecinos fisgones y bastaba con aparcar el coche al otro lado de la casa para garantizar su invisibilidad desde la carretera; mucho mejor, sin duda, que quedar con ella en un motel de mala muerte, y mejor que montárselo en el bosque, con el culo al aire o en la parte trasera de la camioneta, dependiendo del frío. Todo eso está muy bien cuando eres joven y tienes tanta energía que te cuesta no explotar, pero con la edad, el amor, como todas las cosas, precisa cierto grado de comodidad.

Llevaban cierto tiempo usando el mismo sistema: cortinas corridas en la ventana más próxima a la carretera, señal de que estaba acompañada y Buck tenía que pasar de largo. Por eso se alegró de verlas descorridas. Al ver luz dentro de la casa, se la imaginó recién duchada y esperándolo. Sólo de pensarlo se le abultó un poco la entrepierna.

A Buck nunca le faltaban excusas para ausentarse de casa. Siempre había alguna reunión a la que asistir, alguna visita pendiente o algún trato que cerrar en la ciudad; y si la cosa se ponía fea (cosa que sucedía muy pocas veces), nunca faltaban amigos dispuestos a encubrirlo. La excusa de aquella noche era una reunión de criadores de ganado en Helena, reunión a la que Buck, de hecho, acababa de honrar con su presencia, si bien de forma breve. En realidad casi nunca tenía que mentir, porque Eleanor no le preguntaba adonde iba. Tampoco lo esperaba despierta.

Como no había moros en la costa, Buck se metió por el camino de entrada y aparcó detrás del viejo coche familiar. Nada más apearse se abrió la puerta. La vio apoyada contra el marco, con su albornoz negro. No se dijeron nada. Una vez junto a ella, Buck metió las manos por debajo del albornoz y, aferrado a sus caderas desnudas, empezó a besarla en el cuello.

—Ruth Michaels —dijo—, eres la mujer más rematadamente sexy a este lado del Missouri.

—¿Ah sí? ¿Y quién es tu amante del otro lado?

Más tarde, en casa, mientras se desnudaba por segunda vez en una misma noche, Buck se concentró en asuntos menos tórridos. Desde el pequeño espacio para armarios que unía el dormitorio y el lavabo, observó a Eleanor, dormida en la espaciosa cama de matrimonio, y se preguntó cómo demonios se le habría ocurrido ofrecer dinero a Ruth.

Ésta parecía encontrarlo divertido. Se lo había comunicado a Buck media hora después de dejarlo entrar en casa, hallándose ambos en la cama, sudorosos y saciados. Al ranchero le había dado por pensar en aquella bióloga tan joven y atractiva, sola en el bosque, y calcular sus posibilidades de seducirla; y justo entonces, como si quisiera vengarse de tales pensamientos, Ruth había comentado que Eleanor iba a sacarla de apuros y convertirse en su socia. Buck casi se había caído de la cama.

—¡Tu socia!

—Imagínate lo nerviosa que me puse al verla entrar. Pensé: ¡Ay, que me las cargo! ¡Esta lo sabe todo! Entonces va, se sienta con su cappuccino y me ofrece dinero.

—No puede ser. ¡Por Dios, Ruthie, ya te dije que el dinero te lo daría yo!

—No podría aceptarlo.

—¿Y de ella sí?

—Sí.

—No lo entiendo.

—Pues nada, cariñito, te doy un tiempo para que lo pienses.

Acto seguido Ruth se echó a reír, provocando un temblor de senos de efectos desconcertantes para un hombre en proceso de evaluar noticias de peso. A la pregunta de qué le hacía tanta gracia, Ruth contestó que Eleanor había declarado sus intenciones de ser algo más que socio capitalista.

En opinión de Buck no tenía nada de gracioso.

Se metió en la ducha para quitarse el olor de Ruth, y siguió pensando en el tema. Por supuesto que no podía decir nada hasta que su mujer decidiera contárselo por iniciativa propia. Además, ¡qué demonios! El dinero era de Eleanor. Lo había heredado de su padre, y podía tirarlo al váter que más le gustara. Por desgracia, la consumación del proyecto amenazaba con plantear serias dificultades a Buck. Una de las reglas básicas del adulterio es mantener la máxima distancia entre esposa y amante. Le parecía increíble que Ruth no lo considerara un problema.

Se secó delante del espejo, cumpliendo con la costumbre de admirar su cuerpo y comprobar que Ruth no le hubiera dejado señales. Nada. Después se cepilló los dientes, sonrió forzadamente al espejo y entró en el dormitorio, evitando pisar los tablones que crujían. Después de apagar la lámpara de su lado, que Eleanor siempre dejaba encendida para cuando volviera, se deslizó entre las sábanas sin hacer ruido.

Eleanor le daba la espalda, como siempre, y no hizo el menor movimiento. Buck ni siquiera la oía respirar. A veces sospechaba que se hacía la dormida.

—Buenas noches —dijo en voz baja, sin obtener respuesta.

¡Mujeres!, pensó, mientras las líneas del techo iban perfilándose en la oscuridad. Después de tantos años, con todo el trabajo que había invertido en conocer a cuantas pudiera y saber de ellas todo lo posible, seguían constituyendo uno de los grandes misterios de la creación.

Eleanor oyó que Buck suspiraba y se volvía, y supo que lo tenía de cara, quizá incluso con los ojos abiertos, esperando alguna señal de que estuviera despierta. No se movió. Buck no tardaría en emitir otro suspiro y volverse hacia la pared; después, en cuestión de unos minutos, se pondría boca arriba, haría un ruido con la garganta y empezaría a roncar.

Eleanor le envidiaba la facilidad con que se olvidaba de todo. Tiempo atrás, en la época en que el sueño seguía pareciéndole cuando menos una posibilidad, también ella había recurrido al mismo ritual: costado izquierdo, costado derecho, espalda. Pero nunca funcionaba.

Los ronquidos de Buck no eran muy escandalosos, salvo cuando bebía. Se trataba más bien de un ruido sibilante, como el del fuelle que utilizaba en invierno para atizar el fuego del comedor. Eleanor, cuyo ritmo respiratorio era más rápido que el de su marido, procuraba sostenerlo cada noche, pero siempre acababa por rendirse. Estirada en la cama, conteniendo el aire que luchaba por salir, oía latir su corazón cada vez más rápido, y lamentaba que su marido se saliera con la suya hasta en sueños.

A veces, cuando tenía la seguridad de que Buck dormía, se daba media vuelta para mirarlo, con cuidado de no mover el colchón. Contemplaba el movimiento rítmico de su fornido pecho, y el temblor de sus labios al respirar. Su cara, suavizada por el sueño, sorprendía por su aspecto infantil, casi conmovedor. En su frente había una franja de color claro, una especie de halo debido a la acción protectora del sombrero contra el sol. Eleanor buscaba algún rescoldo de amor en su corazón, tratando de recordar los tiempos en que Buck le inspiraba algo más que compasión o desprecio.

Se había casado con él a sabiendas de que era un conquistador, si bien ignorando hasta qué punto. Una amiga de una amiga, que lo sabía por experiencia propia, le transmitió una advertencia fácil de confundir con despecho. Cuando su futura mujer se lo dijo cara a cara, Buck la desarmó con una confesión supuestamente exhaustiva, antes de convencerla de que sus correrías juveniles no habían sido más que una búsqueda cuya meta final era ella.

De no haber dado crédito a sus palabras, sin duda Eleanor habría seguido casándose con él. La afición de Buck a las faldas era una debilidad, y en un hombre cuya fuerza saltaba a la vista las debilidades no carecían de atractivo. Aquélla suscitó en Helen un impulso redentor nacido de su educación católica. No era la primera mujer que se casaba con un hombre creyéndose capaz de salvarlo. Tampoco la última.

Bastaron pocos años para demostrar que o bien Buck Calder no estaba maduro para la salvación, o bien era un caso perdido. Eleanor tardó bastante más en convencerse.

La participación de Buck en la vida política del Estado y su condición de adalid de la industria ganadera le proporcionaban ocasiones abundantes de llegar tarde a casa, y Eleanor confirmó lo justo del refrán: «ojos que no ven, corazón que no siente». Buck, hombre diestro y concienzudo en el engaño, elegía a sus mujeres con sumo tiento, evitando a las que pudieran clamar venganza una vez abandonadas. Gracias a ello, quienes se acostaban con él siempre parecían conocer las reglas del juego. Nunca lo llamaban a casa ni dejaban manchas de maquillaje en la ropa; y ni aun en sus más salvajes arrebatos le hacían marcas con las uñas o los dientes.

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