Authors: Nicholas Evans
Lorna se alisó la ropa en un santiamén y fingió buscar algo en el archivador. Luke, mientras tanto, se daba cuenta de estar poniéndose rojo por momentos. Intentó decir que fuera había un hombre con problemas para sacar su coche, pero se encalló en la primera eme y permaneció inerme como una ballena varada en la playa, hasta que su padre acudió junto a él y le dijo con calma:
—Muy bien, hijo. Ve a decirle que ahora voy.
El regreso a casa transcurrió en silencio, y nunca se habló de lo que el padre de Luke debía de saber que había visto su hijo. Fue la última vez que Luke vio a Lorna Drewitt, aunque tiempo después oyó decir que se había ido a vivir a Billings, ciudad a la que el señor Calder seguía realizando frecuentes viajes de negocios.
Luke no habría sabido decir con certeza si Joan estaba enterada del incidente o de otro similar. Quizá sólo conociera la fama de mujeriego de Buck Calder, algo sabido de sobra, según había averiguado Luke en el colegio cierto tiempo después de lo ocurrido con Lorna. Fuera cual fuese el motivo, Joan no hacía ningún esfuerzo por ocultar sus sentimientos, y se disgustó mucho al decirle Luke por primera vez que en otoño no iría directamente a la universidad. Según ella, cuanto antes se fuera Luke mejor para él y su tartamudez.
Se despidieron en el vestíbulo de la clínica. Luke se puso el sombrero y se dirigió al aparcamiento bajo un sol de justicia.
Saliendo en coche de Helena, pensó en lo que le había dicho Joan sobre la necesidad de marcharse. Probablemente tuviera razón. Luke no tenía la menor duda acerca de los motivos por los que su padre quería tenerlo todo un año trabajando en el rancho antes de ir a la universidad.
Luke tenía la ilusión de estudiar biología en la Universidad de Montana, con sede en la ciudad de Missoula. Su padre, que tenía a dicho centro por un hervidero de liberales y ecologistas melenudos, prefería que Luke siguiera el ejemplo de Kathy y estudiara gestión de industrias agropecuarias en un lugar más acogedor para los rancheros: la universidad estatal de Montana, sita en Bozeman. Confiaba en que un año en contacto con la realidad diaria del rancho hiciera entrar en razón a su hijo.
Luke no tenía inconveniente en seguirle el juego, si bien por motivos muy distintos.
De ese modo podría seguir observando a los lobos. Y quizá, de confirmarse sus temores, protegerlos.
Cuando llegó al rancho no vio señales de que hubiera nadie en casa. El coche de su madre no estaba. Supuso que habría ido a ver a Kathy, o a dar una vuelta por el pueblo. Reconoció el coche del veterinario de la zona, Nat Thomas. Aparcó su viejo jeep al lado y se apeó. Los dos pastores australianos de la familia salieron corriendo a recibirlo y lo acompañaron dando saltos por la cuesta polvorienta que llevaba a la casa.
Al entrar en la cocina dijo hola, pero nadie contestó. Su madre había dejado algo haciéndose en el horno. Olía bien. En cuanto fuera hora de comer vendrían todos. El único día en que Luke se sentaba a la mesa con los demás era el miércoles, después de su sesión con Joan. Los otros días, desde que su padre le había encargado llevar a pacer al ganado, cogía bocadillos y se los comía solo. No le molestaba en absoluto.
Subió a su habitación a ponerse la ropa de montar, para poder salir directamente después de comer.
Su habitación estaba en el piso de arriba, en la esquina sudoeste de la casa. La ventana que daba al oeste tenía vistas sobre la cabecera del valle, donde empezaba el bosque, y también sobre las montañas, cuyas cimas solían estar cubiertas de nubes.
En realidad eran dos habitaciones convertidas en una. La otra mitad, separada por un arco, había pertenecido a su hermano. Aunque los años transcurridos desde el accidente habían llevado a Luke a colonizar una parte, la presencia de Henry seguía haciéndose notar.
Todavía había ropa suya en el armario, así como estanterías llenas de fotos de instituto, trofeos deportivos y una colección de revistas de caza. La que fuera posesión más preciada de Henry colgaba de un gancho en el estante inferior: un guante de béisbol con la firma desleída de una estrella caída en el olvido. Ponía: «Duro con ellos, Henry.»
A veces Luke se preguntaba si en alguna ocasión sus padres se habrían planteado hacer limpieza general. Suponía que no debía de ser fácil decidir el destino de las posesiones de un hijo muerto. Esconderlas podía ser tan malo como dejarlas en su lugar.
En la mitad que ocupaba Luke las estanterías estaban llenas de libros y un batiburrillo de cosas encontradas por la montaña. La colección, digna de un museo, incluía piedras peculiares por su color, dibujo o forma, viejos trozos de madera que parecían caras de gnomos y fragmentos fósiles de huesos de dinosaurio. También había garras de oso, plumas de águila y buho y cráneos de tejón y lince rojo.
Entre los libros apilados había algunos que Luke nunca se cansaba de leer (Jack London, Cormac McCarthy y Aldo Leopold), amén de toda clase de libros sobre animales. Así como otros chicos esconden revistas pornográficas en su biblioteca, Luke hacía lo mismo con los libros de lobos. Tenía más de una docena, algunos ya viejos, como el de Stanley P. Young, pero otros, los más, obra de escritores más modernos, como Barry López, Rick Bass y el gran especialista en lobos David Mech.
Luke consultó su reloj de pulsera. Faltaba una hora para que viniesen a comer. Decidió matar el tiempo haciendo algunos de los ejercicios de voz de Joan. Se estiró en la cama, cerró los ojos e inició lo que Joan llamaba «exploración corporal». Su respiración se volvió más lenta y profunda. Fue relajando a conciencia todos los músculos de su cuerpo, emitiendo un suave gemido a cada espiración. Poco a poco se notó menos tenso.
A continuación, como le había aconsejado Joan, imaginó que su voz era un río salido de su boca, y que estaba en su mano hacer que cualquier palabra, cualquier tontería que se le ocurriera, flotara plácidamente en ese río que fluía entre él y el mundo.
—Me vuelve loco el pastel de coco. Va flotando el pastel, y tú flotas con él...
El río siguió su curso más allá de la puerta abierta, inundando el pasillo, donde un rayo de sol iluminaba el polvo que flotaba en el aire. Después bajó por la escalera, explorando la casa silenciosa.
—Flota que flotará el pastel de mamá.
Después de un rato su voz se volvió soñolienta y pausada, como si el río estuviera formando un lago y el agua girara lentamente, llenando la casa hasta que Luke acabó por dormirse. Volvió a reinar el silencio. Sólo se oía mugir un ternero a lo lejos.
Así solía estar la casa en los últimos tiempos: silenciosa, sin más presencia que la de los recuerdos. Llevaba así desde que se habían marchado las hermanas de Luke, primero Lane, casada con un agente inmobiliario de Bozeman, y luego Kathy.
Donde más se notaba era en el salón, al que daban todas las demás habitaciones de la planta baja. Era una sala espaciosa, con parquet de cedro y revoque blanco en las paredes, reforzadas por gruesos maderos de pino. Al fondo había una chimenea de piedra donde en las noches de invierno crepitaban grandes troncos, tan lentos en consumirse que sus brasas duraban hasta la mañana siguiente. La campana de la chimenea era de hierro negro y llegaba hasta las pesadas vigas del techo, a las que años de exposición al humo habían dado color de melaza.
Las paredes del salón estaban adornadas con bordados y tapices, elaborados con mística paciencia por la abuela de Luke, y antes de ella por su bisabuela. También había fotografías de todos los Henry Calder, así como una serie de relojes antiguos coleccionados por la madre de Luke en otros tiempos.
Las cajas de los relojes eran de madera de arce y tenían forma rectangular. Todos llevaban una ilustración pintada a mano en el cristal de debajo de la esfera, casi siempre de animales, pájaros o flores. Sólo quedaban cuatro de cinco, desde que el hermano de Luke había destrozado uno demostrando a las niñas lo bien que echaba el lazo, hazaña que le había ganado una buena tunda de su padre.
En otros tiempos la madre de Luke había vigilado la puntualidad y buen funcionamiento de todos los relojes. Cada domingo les daba cuerda y los ajustaba para que dieran la hora al unísono. Muchos invitados se habían extrañado de que fuera posible vivir con tanto ruido y traqueteo. Eleanor, a quien el comentario arrancaba risas, siempre contestaba que ningún miembro de la familia se daba cuenta, hecho cierto a grandes rasgos, si bien Luke recordaba haber tenido una pesadilla de muy pequeño. Había sido durante una de sus frecuentes amigdalitis. Postrado por la fiebre, había soñado que el tictac era en realidad un ruido de cuchillos, y que una banda de piratas sanguinarios subía sigilosamente por la escalera para atacarlo.
Pero los relojes se habían quedado mudos. Su silencio duraba ya más de diez años. ¿Gesto simbólico? ¿Simple descuido? Nadie se atrevía a preguntarlo. El caso era que desde la muerte de Henry su madre nunca había vuelto a darles cuerda. Siendo como eran propiedad exclusiva de ella, y dada la posibilidad de que jugaran algún papel en el llanto por su hijo, nadie más los había tocado. Sus esferas polvorientas registraban las horas de sus respectivas defunciones.
En las paredes del salón y el resto de la casa había adornos de mayor relevancia, al menos para Luke: las cabezas de los animales abatidos por cuatro generaciones de Calders, todos ellos grandes cazadores. El hermano de Luke había matado a su primer alce a los diez años, lo cual, además de infringir la ley, había sido motivo de gran orgullo para su padre. La cabeza, montada sobre una base de madera, presidía la puerta de la cocina. Uno de los trucos favoritos de Henry había sido tirar el sombrero desde seis metros de distancia y colgarlo de las astas. El sombrero seguía en el mismo lugar.
Al pequeño Luke los trofeos siempre le habían dado un poco de miedo. Tenía cuatro años cuando su hermano le reveló que los animales no estaban muertos de verdad, y que a pesar de que no pudieran moverse, el cerebro y los ojos seguían funcionándoles.
Luke pasó casi un año entero sintiéndose vigilado en todos sus movimientos, y juzgado en todas sus acciones. Su hermano le dijo que la cabeza más importante era la de un alce enorme cazado por su abuelo, colgada en lugar preferente al pie de la escalera.
—Si los demás te ven hacer algo malo se lo dicen al viejo alce —había susurrado Henry. Aun dándose cuenta de la seriedad con que lo observaban sus hermanas, Luke siguió mirando a Henry con ojos muy abiertos—. El alce lleva la cuenta, y cuando te hayas portado mal demasiadas veces irá por ti.
—¿Cu... cu... cuan...?
—¿Que cuántas veces tienes que portarte mal?
Luke asintió con la cabeza.
—Pues mira, Luke, no estoy seguro, pero una cosa sí te digo: cuando me cargué aquel reloj tan viejo de mamá, vino a mi habitación en plena noche ¡y qué paliza me dio!
—¿Co... co... con qué?
—Con esas astas tan grandes que tiene. Las usa como palas. Y te juro que duele un montón, mucho más que el cinturón de papá. Me pasé una semana sin poder sentarme.
Cada noche, al irse a la cama, Luke se confesaba en silencio delante del alce, diciéndole que sentía mucho todas las veces que se había portado mal durante el día. Pocas veces dejaba de incluir en la lista sus respuestas sincopadas a las preguntas que le formulaba su padre durante las comidas, así como los estallidos de mal genio subsiguientes. Un día su madre lo sorprendió delante del alce, le dijo que todo era mentira y Henry se ganó otra paliza paterna. Aun así, Luke tardó lo suyo en poder pasar tranquilamente bajo el morro del alce y en sentarse en una habitación adornada con cabezas sin la sensación de que podían estar vigilándolo.
Y no era porque les tuviera miedo. Los animales nunca lo habían asustado. Había descubierto que era más fácil trabar amistad con ellos que con los seres humanos. Los animales del rancho (perros, gatos, caballos y hasta terneros) siempre se acercaban a él antes que a cualquier otra persona. En los inicios de su tartamudez, Luke solía recurrir a Mo, un títere viejo con cabeza de zorro que de tan gastado y remendado ya no parecía ni zorro ni nada. Por boca de Mo Luke podía dirigirse a las personas con la misma fluidez que a los animales cara a cara. Pero el títere acabó colmando la paciencia del padre de Luke, que lo metió en un armario bajo llave.
Debido quizá a la broma de su hermano con los trofeos, o a aquellos genes rebeldes que hacían de él un Calder tan poco Calder, lo único que Luke temía de los animales era su opinión. No sólo la que tuvieran de él, sino de toda la especie humana. Veía el daño que les infligía el hombre, y el hecho de tener problemas de habla lo familiarizaba con la sensación de no poder protestar contra la opresión.
El rancho no era lugar muy adecuado para alguien dotado de semejante sensibilidad, aunque Luke siempre había puesto todo su empeño en ocultarla. A tal efecto contribuía a tareas aborrecibles para su conciencia como sujetar a los terneros para que los marcaran, mientras les cortaban los testículos y el olor a carne chamuscada ponía al muchacho al borde de las náuseas. También comía carne, pese a la facilidad con que su sabor y textura le daban ganas de vomitar.
Hasta había salido de caza con tal de caer en gracia a su padre, obteniendo un resultado contrario al buscado.
Seis años después de morir su hermano, su padre le había preguntado si quería ir a por su primer alce. Luke tenía trece años, y al tiempo que le horrorizaba la idea también le ofendía lo mucho que había tardado su padre en proponérsela.
Salieron antes del amanecer, bajo la faz moteada de una luna de noviembre que iluminaba el aliento de los caballos y proyectaba sus sombras sobre un reluciente manto de nieve. Una hora después estaban en el bosque, parados sobre un risco y mirando en silencio hacia atrás para ver al sol encaramarse al borde del mundo y convertir las llanuras nevadas en un mar carmesí.
El padre de Luke siempre sabía dónde había más posibilidades de encontrar alces. Se dirigieron al mismo lugar donde Henry había cazado su primer macho, un cañón apartado donde toda una manada solía buscar refugio y alimento cuando la capa de nieve alcanzaba cierto grosor. Luke había ido solo muchas veces a observar, pero nunca a matar, al menos hasta ese día.
Recorrieron a pie los dos últimos kilómetros, procurando tener de cara el leve viento que soplaba. La nieve, reciente y esponjosa, no era lo bastante alta para molestarlos, aunque de vez en cuando uno de los dos se metía hasta la cintura en un agujero oculto. Hablaban muy poco, y siempre en voz baja. Por lo demás, aparte de su respiración y el crujir de sus botas en la nieve, todo era silencio en el bosque. A Luke no le cabía el corazón en el pecho. Rezó tontamente por que su padre no lo oyera, y más tontamente todavía por que los alces sí se dieran cuenta y se pusieran a salvo.