Authors: Nicholas Evans
La cara que vio al abrir la puerta le causó tal impresión que estuvo a punto de soltar al niño. Era toda gris, desde el forro de la gorra a los pelos helados de la barba. Hasta la tersa piel sobre dos pómulos pronunciados era grisácea. Lo único que destacaba eran los ojos, duros y penetrantes, clavados en ella como dos escarabajos negros.
Era el primer encuentro de Kathy con el lobero, pese a haber transcurrido más de dos semanas desde su llegada. Parecía que se pasara el día fuera. De vez en cuando Kathy lo veía subir en motonieve por el prado más alto, en dirección al bosque. En cierta ocasión lo había saludado con la mano, pero el lobero no la había visto, o no le había hecho caso. Clyde y Buck habían ido un par de veces a la caravana para hablar con él. Clyde había vuelto diciendo que era un bicho raro, y aconsejando a Kathy que lo dejara en paz.
Mientras el pequeño Buck destrozaba el tímpano de Kathy, el lobero lo miraba con cara de no haber visto un bebé en su vida. Luego se tocó la gorra, como si acabara de recordar la presencia de Kathy.
—Señora...
—Es el señor Lovelace, ¿verdad?
—Sí, señora. Su marido me ha dicho que...
—Pase. Encantada de conocerlo.
Lovelace se quedó mirando la mano que le tendían, como si el gesto le resultara inexplicable. Después, poco a poco, se quitó un guante muy grueso y después otro más fino. Cuando estuvo preparado para darle la mano, Kathy se sentía tan violenta que lamentaba haber tendido la suya. La mano de Lovelace era fría y nudosa como el tronco de un árbol congelado.
—Me ha dicho su marido...
—Si no le importa, señor Lovelace, preferiría que entrásemos. No quiero que este monstruito se me resfríe.
Lovelace vaciló. Se notaba que prefería quedarse fuera, pero ella siguió sosteniendo la hoja de la puerta y el lobero tuvo que entrar en la cocina, mirando por segunda vez al bebé, que persistía en sus lloros.
—¿Le apetece una taza de café u otra cosa?
—¿El niño es suyo?
Kathy rió. ¡Qué viejo más raro! ¿De quién iba a ser?
—Sí, aunque cuando se pone así estaría dispuesta a venderlo.
—¿Por qué grita tanto?
—Tiene hambre. Le estaba dando el pecho.
—¿Qué edad tiene?
—A finales de enero cumplirá un año.
Lovelace asintió con expresión pensativa. De repente sus ojos azabache dejaron de mirar al bebé y se hincaron en Kathy.
—Su marido me ha dicho que podía coger la sierra mecánica para cortar un poco de leña.
—Sí, claro, faltaría más.
—Ha dicho que está en el establo, pero no es verdad.
Lovelace miró hacia abajo. La sierra estaba en el suelo, al lado de la puerta, entre varios pares de botas. Clyde la había afilado y engrasado antes de irse a dormir, aprovechando para repetir a Kathy por enésima vez que no hablara con nadie del lobero.
—¿Puedo llevármela?
—Por supuesto.
Lovelace se agachó para recoger la sierra.
—No volveré a molestarla —dijo, abriendo la puerta.
Se marchó tan rápido que Kathy no tuvo tiempo de decirle que no era molestia, ni de preguntarle si estaba seguro de no querer una taza de café.
Lovelace ya llevaba quince días buscando a los lobos, rastreando metódicamente bosques y cañones en busca de huellas y buscando señales con el radiorreceptor. Seguía sin encontrar el menor indicio, ni oír aullido alguno.
Había empezado por el norte, según Calder su localización más probable. Después se había desplazado hacia el sur, registrando escrupulosamente todos los senderos, gargantas y cañones del mapa. Como sabía que la bióloga y el hijo de Calder recorrían la zona para localizar señales de radio siempre escogía las rutas donde juzgaba menos probable topar con ellos, dando rodeos por la parte alta de las montañas y bajando por el oeste.
Hacía un tiempo desastroso. Desde la llegada de Lovelace había nevado casi a diario, como si Dios estuviera de parte de los lobos y se propusiera esconder sus huellas. Para colmo, era una clase de nieve que entorpecía la marcha. Hacía bastante que Lovelace no trabajaba en una zona tan amplia y con tan mal tiempo, tanto que ya no se acordaba de lo duro que era.
La motonieve era demasiado ruidosa para utilizarla constantemente. Lovelace, que prefería oír y no ser oído, sólo la usaba para la subida inicial; después la dejaba en lugar seguro y se ponía esquís o raquetas, según el terreno y el estado de la nieve.
Sólo había metido en la mochila lo imprescindible, pero entre tienda, víveres, escopeta y radiorreceptor seguía pesándole como un muerto. A veces, después de todo un día de caminar por la nieve, casi no le quedaban fuerzas ni para montar la tienda y meterse en ella a gatas.
Dentro del saco de dormir, examinó el mapa con la linterna, pensando dónde iría después de haber comido, descansado y esperado a que amainara la ventisca. Había detectado su olor cuando todavía hacía sol, antes de que el cielo se encapotara con nubes bajas y amarillas. La temperatura exterior era de casi treinta grados bajo cero, y el proceso de montar la tienda le había dejado las manos insensibles y rígidas. Encendió el hornillo Coleman para beber un poco de nieve fundida. Poco a poco la sangre fue circulando por sus dedos, que empezaron a escocerle.
Consultando el mapa, vio que estaba por encima de un lugar llamado Wrong Creek. El nombre le traía reminiscencias de su niñez. Circulaba una historia sobre su origen, pero no la recordaba. Reparó en dos picos cruzados a mayor altura, el símbolo de las minas. Sin duda aquélla estaría en desuso. Se propuso ir a verla, por si le servía para dejar los lobos muertos. Suponiendo que los cazara...
Metió la mano en la mochila y extrajo el radiorreceptor, un trasto que pesaba una tonelada y no servía de nada. A falta de pistas sobre las frecuencias de los collares, era como buscar una aguja en un pajar; y aunque se diera el caso de captar una señal nadie le aseguraba que fuera la de un lobo. Seguro que por la zona corrían otros animales con collar, porque había biólogos para todo. Tanto podía tratarse de osos como de pumas, coyotes o ciervos.
Encendió el receptor y repitió lo que ya había hecho diez veces a lo largo de la jornada. Tardó media hora, y como era de esperar no oyó más que crujidos de estática. Apagó el receptor, resuelto a tirarlo a la basura la próxima vez que bajara por provisiones.
A continuación hizo el esfuerzo de comer un trozo de cecina de ciervo y puso nieve a fundir en el hornillo. Tras apagar la linterna se tendió de espaldas y miró el techo de la tienda hasta verlo teñido con los tonos amarillos del crepúsculo.
Se había pasado el día pensando en el bebé de la señora Hicks. ¡Ni un año tenía la criatura! Había quedado hipnotizado por aquellas manos minúsculas y rosadas, por sus muecas y su manera de berrear para que su madre le diera el pecho. El ruido, la energía, la fuerza vital que brotaba con ímpetu de algo tan pequeño, le habían causado una honda impresión.
Lovelace estaba familiarizado con cachorros de especies muy diversas; conocía su olor, su tacto y las distintas voces que emitían, tanto en vida como a punto de morir. En cambio lo ignoraba todo acerca de los bebés. A pesar de su edad nunca había tocado a ninguno, y menos aún cogido en brazos. El olor cálido y dulzón del hijo de Hicks lo había sorprendido.
Poco después de casarse Winnie y él habían descubierto que no podían tener hijos. Winnie, defensora de la adopción, no había conseguido vencer la resistencia de su marido, reacio a criar al hijo de otro hombre.
Lovelace siempre había evitado tener contacto con niños, y huía de los bebés como de la peste, acaso por temor a que le tocaran algún punto débil. Tanto Winnie como él eran hijos únicos, sin sobrinos que pudieran haberlos visitado ni, con el tiempo, enseñado a sus propios hijos.
De repente, y sin saber por qué, se acordó de la última tarde pasada con Winnie en el hospital.
Los médicos se habían acercado en el pasillo para decirle en voz baja que estaba en las últimas. Al entrar y sentarse al lado de la cama, Lovelace la había dado por muerta. Tenía, los ojos cerrados, y no parecía que respirara. Estaba palidísima. Su frágil cuerpecillo estaba cubierto de moratones, de resultas de haberse introducido en él infinidad de tubos y cables. Su rostro, en cambio, reflejaba una gran serenidad. Al cabo de un rato abrió los ojos, vio a su marido y sonrió.
Luego se puso a hablar en voz tan baja que Lovelace tuvo que acercarse para entenderla. Parecía haber reanudado una conversación iniciada mucho antes en su cabeza. Él supuso que se debía al empacho de medicamentos y sedantes; en todo caso, era como si ya estuviera a medio camino del cielo y se hubiera parado a descansar, a echar un último vistazo a la vida antes de abandonarla definitivamente.
—Estaba pensando en los animales, Joseph. Quería calcular cuántos han sido en total. ¿A ti qué te parece?
—Winnie...
Lovelace le cogió una mano sin saber de qué estaba hablando. Su voz era como la de un niño soñando en voz alta.
—¿Cuántos? Seguro que más de mil. A lo mejor diez mil o veinte mil. O cientos de miles. ¿Tú crees que llegarán a tantos, Joseph?
—¿Qué animales, Winnie? —preguntó él con dulzura.
—¿O un millón? No, un millón no. Es demasiado.
Winnie sonrió a su marido, y éste, con la misma dulzura, volvió a preguntarle qué animales.
—¿Cuáles van a ser, tonto? ¡Los que has matado en todos estos años! He intentado sacar la suma. Son muchos, Joseph. Y cada uno era una vida distinta a las demás.
—No deberías preocuparte por esas cosas.
—No, si no me preocupo. Sólo pensaba.
—¿Pensabas?
—Sí. —De repente frunció el entrecejo y miró a su marido con intensidad—. Joseph, ¿tú crees que tienen una vida como la nuestra? Lo que llevan dentro, esa chispa, o espíritu, o lo que sea... ¿Crees que es igual que la nuestra?
—No, cariño, por supuesto que no. ¿Cómo va a ser igual?
La duda parecía haber acabado con las energías de Winnie, que cerró los ojos y volvió a hundir la cabeza en el cojín con una vaga sonrisa de satisfacción.
—Tienes razón —suspiró—. ¡Qué tonta! ¿Cómo va a ser igual?
La ventisca duraba ya dos horas. Procedía del noroeste, del otro lado del lago. Helen la oyó gemir alrededor de la cabaña como si fuera el coro de los condenados. Se alegraba de haber desistido a tiempo de salir de noche a buscar señales. Abrió la tapa de la estufa haciendo palanca y dejó caer otro leño, convirtiéndola en un pequeño surtidor de chispas. El ruido sobresaltó a
Buzz
, que estaba despatarrado en el suelo, disfrutando del calor en primera línea. Reparando en su expresión ofendida, Helen se arrodilló junto a él y le pasó la mano por la coronilla.
—¡Perdonad, marqués! ¡Qué torpeza la mía!
Buzz
se echó panza arriba para que Helen lo acariciase.
—¡Habráse visto chucho más feo y mimado!
Sentado a la mesa de espaldas a Helen, Luke tecleaba las últimas anotaciones del día en el ordenador portátil. Interrumpiendo su trabajo por breves instantes, volvió la cabeza y sonrió.
A esas alturas, su dominio del software S.I.G. no tenía nada que envidiar al de Helen. Sabía crear mapas nuevos y hacer toda clase de combinaciones (desconocidas a veces para la propia Helen), a fin demostrar que los lobos podían haber seguido tal o cual camino o descansado en tal o cual lugar. Ella nunca había visto a nadie que aprendiera tan rápido. Lo mismo sucedía durante las rondas diurnas. Luke era un biólogo nato.
Desde que había empezado a nevar siempre hacían lo mismo: desplazarse en camioneta o motonieve y, nada más encontrar una buena señal, ponerse los esquís y buscar huellas. Una vez halladas las seguían en dirección contraria hasta dar con la última presa, de la que podían llegar a separarlos varios kilómetros. Las manchas de sangre en la nieve daban una impresión bastante truculenta, tanto que la primera vez Helen había temido por Luke, máxime habiéndole oído contar la historia de la caza del alce.
Por la tarde de ese mismo día habían encontrado un cervatillo hembra de cola negra que sólo llevaba muerto unas horas. Los lobos le habían dado caza en un claro, dejando correr la sangre varios metros a la redonda. Al disponerse a tomar las medidas y recoger muestras Helen había observado a Luke de soslayo, quedando sorprendida por su serenidad.
Más tarde, de regreso a la cabaña, habían hablado de ello durante la cena, y Luke había explicado la diferencia sin tartamudear ni una sola vez. Según él, no había matado al alce para sobrevivir; pese a toda la presión que suponía querer complacer a su padre, la elección final seguía en sus manos. Había truncado una vida sin necesidad. No era el caso de los lobos, ni de los cazadores Pies Negros de antaño. Para ellos no había elección posible: se trataba de matar o morir.
Arrodillada junto a
Buzz
a la luz de la estufa, Helen observó al muchacho. Sus tardes juntos eran para ella una bendición. Siempre volvían de noche, y antes de entrar pisaban fuerte con las botas y se ayudaban a quitarse la nieve de la espalda. Después uno de los dos iba a la motonieve a buscar los esquís y el resto del equipo, mientras el otro encendía las lámparas y la estufa. Para quitarse las gorras, los guantes y las chaquetas esperaban a que desprendiesen vapor, señal de que había subido la temperatura de la cabaña. Si el teléfono móvil tenía línea, ella escuchaba los mensajes y devolvía las llamadas. Después, uno de ellos preparaba la cena, mientras el otro empezaba a transferir las notas de la jornada al ordenador portátil.
Habían cenado macarrones con queso, especialidad de Helen de la que Luke seguía declarándose entusiasta a pesar de comerla tres veces o más por semana. Faltaba poco para que se marchara; lo haría en cuanto acabara de introducir la última nota, y como siempre Helen notaría un vacío en su interior, un vacío hecho de soledad. Si no encontraba enseguida algo que hacer, caería de forma inexorable (poco menos que rutinaria) en un pozo de reproches e insultos a sí misma, motivados por lo que le había pasado con Joel.
La estufa chisporroteó. A juzgar por el ruido la ventisca estaba amainando. Luke hizo clic en el icono de guardar archivo y se apoyó en el respaldo.
—¿Ya está todo?
—Sí. Ven a ver.
Ella se levantó y miró la pantalla desde detrás de la silla.
Luke había creado una secuencia nueva de mapas, haciendo constar todos los puntos donde él y Helen habían encontrado «centros olfativos», lugares donde los lobos orinaban con regularidad para marcar los límites de su territorio y disuadir a los invasores. El invierno era la mejor época para encontrarlas, gracias a que la nieve las hacía detectables a simple vista. Cada día encontraban alguna nueva.