Aplegatt asintió.
—¿Adonde y de dónde?
—Adonde y de donde quiera la voluntad del rey.
—¿No te has tropezado accidentalmente en el camino con las mujeres sobre las que indago?
—No.
—Rápido lo niegas —aulló el tercer hombre, alto y seco como un palo. Tenía los cabellos negros y brillantes, como embadurnados de grasa—. Y no me parece a mí que hayas esforzado mucho la memoria.
—Déjalo, Heimo —agitó la mano el cuatro ojos—. Es un mensajero. No un subjeto cualquiera. ¿Cuál es la denominación que recibe esta estación, ventero?
—Anchor.
—¿Cuánto espacio hay de aquí a Gors Velen?
—¿Lo qué?
—¿Cuántas millas?
—Las millas no las he medido. Pero como a tres jornadas...
—¿De caballo?
—De rueda.
—¡Eh! —llamó de pronto a media voz el encorvado, al tiempo que se enderezaba y miraba hacia el corral a través de la puerta abierta de par en par—. Echa un vistazo, Catedrático. ¿Quién es el tipo ése? ¿Acaso no es...?
El cuatro ojos también miró hacia afuera y el rostro se le arrugó de pronto.
—Sí —siseó—. Es positivamente él. La suerte nos sonrió en cualquier caso.
—¿Esperamos hasta que entre?
—No va a entrar. Ha visto nuestros caballos.
—Sabe que nosotros...
—Cierra el pico, Yaxa. Está hablando.
—Podéis elegir —les llegó desde el corral una voz ligeramente ronca pero sonora que Aplegatt reconoció al instante—. Uno de vosotros sale y me dice quién os ha contratado. Entonces os iréis de aquí sin percances. O bien salís los tres. Espero respuesta.
—Hideputa... —farfulló el moreno—. Lo sabe. ¿Qué hacemos?
Con un lento movimiento, el cuatro ojos dejó la jicara sobre el mostrador.
—Aquello por lo que nos pagaron.
Escupió en la palma de la mano, movió los dedos y tomó la espada. Al verlo, los dos restantes también desnudaron las hojas. El ventero abrió la boca como para gritar, pero la cerró presto ante la fría mirada que surgía de bajo las gafas azules.
—Quedaos todos aquí —farfulló el cuatro ojos—. Y ni pío. Heimo, cuando comience, intenta ponerte por detrás. Venga, muchachos, suerte. Salimos.
Comenzó inmediatamente, nada más salir. Gemidos, pataleos, el sonido de las hojas al chocar. Y luego un grito. De los que ponen los pelos de punta.
El ventero palideció, la mujer con ojeras lanzó un grito sordo mientras apretaba con las dos manos al niño sobre su pecho. El gato que estaba sobre la estufa saltó sobre sus cuatro patas, erizó los pelos, la cola se le puso como un cepillo. Aplegatt se echó rápido con la silla hacia un rincón. Tenía su arma sobre las rodillas pero no la extrajo de la funda.
De nuevo, desde el exterior, pataleo sobre las tablas, silbidos y el golpear de las hojas.
—Ah, tú... —gritó alguien con fuerza, y en aquel grito, aunque terminado con un insulto blasfemo, había más desesperación que rabia—. Tú...
El silbido de las hojas. E inmediatamente un aullido agudo y penetrante, que dio la sensación de hacer jirones el aire. Un estampido, como si cayera sobre las tablas un pesado saco de grano. Desde el atadero, el golpeteo de cascos, los relinchos de asustados caballos.
Sobre las tablas, otra vez un estruendo, rápidos y pesados pasos de alguien que corre. La mujer con el niño se apretó más contra el marido, el tabernero apoyó la espalda en la pared. Aplegatt tomó la espada, cubriendo todavía el arma por debajo de la mesa. El hombre que corría se dirigía directamente hacia la venta, estaba claro que en un instante llegaría a la puerta. Pero antes de que llegara a la puerta, silbó una hoja.
El hombre gritó y luego se lanzó hacia el interior. Parecía que iba a caer en el umbral, pero no cayó. Dio unos cuantos pasos, lentos y vacilantes, y sólo entonces cayó pesadamente en el centro de la habitación, levantando el polvo acumulado en los intersticios del suelo. Cayó de bruces, impotente, agitando las manos y doblando las rodillas. Las gafas de cristal cayeron con un golpe sobre las tablas del suelo, estallaron en una masa azulada. Bajo el cuerpo ahora inmóvil comenzó a crecer un charco oscuro, brillante.
Nadie se movió. Ni gritó.
El albino entró en la habitación.
Hábilmente, introdujo la espada que sostenía en la mano dentro de la vaina que llevaba a la espalda. Se acercó a la barra, sin ni siquiera dignarse mirar el cadáver que yacía en el suelo. El ventero se encogió.
—Mala gente... —dijo el albino con voz ronca—. Mala gente ha muerto. Cuando venga el baile puede resultar que haya recompensa por sus cabezas. Que haga con ella lo que crea conveniente.
El ventero asintió solícito.
—Pudiera también suceder —siguió al cabo el albino— que acerca de la suerte de esta mala gente preguntaran sus camaradas o compinches. Diles entonces que los mordió el Lobo. El Lobo Blanco. Y añade que han de mirar a menudo a sus espaldas. Algún día se darán la vuelta y verán al Lobo.
Cuando tres días más tarde Aplegatt llegó a las puertas de Tretogor era ya bastante después de la medianoche. Se enfureció porque hubo de entretenerse junto al foso y arañarse la garganta: los guardias dormían el sueño de los justos y tardaban en abrir la puerta. Se quitó un peso de encima insultándolos a conciencia, los desolló vivos hasta la tercera generación inclusive. Luego escuchó con gusto cómo el jefe de la guardia, despertado de su sueño, complementaba con aspectos completamente nuevos las acusaciones que él había dirigido a las madres, abuelas y bisabuelas de los guardias. Por supuesto, no podía siquiera soñar con que le condujeran de noche hasta el rey Vizimir. Lo que al fin y al cabo tampoco tenía en mente: contaba con que podría dormir hasta por la mañana, hasta la campana del amanecer.
Se equivocaba.
En vez de señalarle un lugar de descanso, le condujeron sin pausa hasta el cuerpo de guardia. En la habitación no le esperaba el señor del castillo, sino el otro, aquel grandullón gordo. Aplegatt lo conocía, era Dijkstra, el hombre de confianza del rey de Redania. Dijkstra —el mensajero lo sabía— estaba habilitado para escuchar las nuevas exclusivamente destinadas a los oídos del rey. Aplegatt le dio la carta.
—¿Tienes un mensaje oral?
—Lo tengo, señor.
—Habla.
—Demawend a Vizimir —recitó Aplegatt, cerrando los ojos—. Primero: los disfrazados están listos para la segunda noche después de la luna nueva de julio. Cuida de que Foltest no la líe. Segundo: el congreso de los Listillos en Thanedd no se merece mi presencia y te aconsejo lo mismo. Tercero: la Leoncilla está muerta.
Dijkstra frunció ligeramente el ceño, tableteó con los dedos sobre la mesa.
—Aquí tienes una carta para el rey Demawend. Y un mensaje oral... Abre bien los oídos y aguza la memoria. Lo repetirás a tu rey palabra por palabra. Sólo a él, a nadie más. A nadie, ¿comprendes?
—Comprendo, señor.
—El mensaje es éste: Vizimir a Demawend. Hay que sujetar a toda costa a los disfrazados. Hay un traidor. La Llama ha reunido un ejército en Dol Angra y sólo espera un pretexto. Repite.
Aplegatt lo repitió.
—Bien —asintió Dijkstra—. Saldrás en cuanto amanezca.
—Poderoso señor, llevo cinco días en el camino. —El mensajero se tocó el trasero—. ¿Permitís siquiera que duerma hasta la mañana...?
—¿Acaso tu rey, Demawend, duerme ahora por la noche? ¿Acaso yo duermo? Sólo por preguntar esto ya mereces que te arree en los morros. Te darán de comer, luego estírate algo sobre la paja. Y al salir el sol te vas. He ordenado que te dieran un semental de raza, ya verás, corre como el viento. Y no tuerzas el gesto. Toma además un saquete con un premio extra para que no andes diciendo por ahí que Vizimir es un roñoso.
—Gracias, señor.
—Cuando estés en los bosques del Pontar, ten cuidado. Se han visto Ardillas por allí. Y tampoco hay falta de bandoleros comunes por aquellos lares.
—Oh, lo sé, señor. Si hubierais visto lo que yo hace tres días...
—¿Qué viste?
Aplegatt narró rápidamente lo sucedido en Anchor. Dijkstra escuchó cruzando sus poderosos brazos sobre el pecho.
—El Catedrático... —dijo pensativo—. Heimo Cambistas y el Corto Yaxa. Muertos por el brujo. En Anchor, en la ruta que lleva hasta Gors Velen, es decir, a Thanedd, a Garstang... ¿Y la Leoncilla está muerta?
—¿Qué decís, señor?
—Nada importante. —Dijkstra alzó la cabeza—. Al menos para ti. Descansa. Y con el alba, al camino.
Aplegatt comió lo que le trajeron, se tumbó un rato sin poder cerrar los ojos de cansancio, antes del amanecer ya estaba en la puerta. El semental era en verdad vivo, pero resabiado. A Aplegatt no le gustaban los caballos así.
En la espalda, entre la paletilla izquierda y la columna vertebral había algo que le picaba intolerablemente, igual le había picado una chinche mientras dormitaba en el establo. Y no había forma de arrascarse.
El semental bailoteó, relinchó. El mensajero le picó con las espuelas y pasó al galope. El tiempo apremiaba.
—Gar'ean —silbó Cairbre, inclinándose por entre las ramas del árbol desde el que observaba el camino—. ¡En Dh'oine aen evall a stráede!
Toruviel se levantó del suelo, agarrando y ciñéndose la espada, dio un golpe con la punta de la bota en el muslo de Yaevinn, que descabezaba un sueño junto a ella, apoyada en la pared que formaba un árbol arrancado por el viento. El elfo se alzó, silbó al quemarse con la arena caliente en la que había apoyado la mano.
—¿Que suecc's?
—Un caballo en el camino.
—¿Uno? —Yaevinn alzó el arco y el carcaj—. ¿Cairbre? ¿Sólo uno?
—Uno. Se acerca.
—Pues nos lo cargamos. Habrá un Dh'oine menos.
—Déjalo. —Toruviel lo agarró por la manga—. ¿Qué nos importa? Teníamos que hacer un reconocimiento y luego unirnos al comando. ¿Vamos a asesinar civiles por los caminos? ¿Es así la lucha por la libertad?
—Exactamente así es. Quítate.
—Si hay un cadáver en el camino, cualquier patrulla que pase dará la alarma. El ejército comenzará a perseguirnos. ¡Nos rodearán, podemos tener problemas para cruzar el río!
—Por este camino pasa poca gente. Cuando descubran el cuerpo ya estaremos muy lejos.
—El jinete también está ya lejos —dijo Cairbre desde el árbol—. En vez de hablar había que haber disparado. Ahora ya no lo alcanzas. Son más de doscientos pasos.
—¿Con mi sesenta libras? —Yaevinn acarició el arco—. ¿Con una flecha de treinta pulgadas? Además, no son doscientos pasos. Como mucho, ciento cincuenta. Mire, que spar aenle.
—Yaevinn, déjalo...
—Thaess aep, Toruviel.
El elfo dio la vuelta a su gorro de tal forma que no le estorbara el rabo de ardilla que llevaba adherido, tensó rápidamente el arco, mucho, hasta la oreja, midió bien y soltó la saeta.
Aplegatt no escuchó el disparo. Era una flecha «silenciosa», enmudecida especialmente con largas y estrechas plumas grises, con la punta acanalada para aumentar la estabilidad y disminuir el peso. La punta tripartita de la flecha, afilada como una navaja, alcanzó con ímpetu al mensajero en el centro de la espalda, entre la paletilla izquierda y la columna vertebral. Las hojas estaban colocadas en ángulo, al clavarse en el cuerpo la saeta giró y se introdujo como un tornillo, destrozando los tejidos, rasgando el aparato circulatorio y aplastando los huesos.
Aplegatt cayó con el pecho sobre el cuello del caballo y resbaló al suelo, impotente como un saco de lana.
La arena del camino estaba caliente, el sol brillaba tanto que hasta quemaba. Pero el mensajero ya no sintió aquello. Había muerto al instante.
Decir que la conocí sería una exageración. Pienso que, excepto el brujo y la hechicera, nadie la conoció de verdad jamás. Cuando la vi por vez primera no me causó especial impresión, incluso pese a las extraordinarias circunstancias que lo acompañaron. Sé de algunos que han afirmado que al instante, a primera vista, percibieron el hálito de la muerte que seguía a esta muchacha. A mí sin embargo me pareció completamente normal, y ya por entonces sabía yo que no era normal, por eso me esforcé en mirar, descubrir, percibir lo extraordinario en ella. Pero nada vi y nada percibí. Nada que pudiera haber sido señal, presentimiento ni profecía de los trágicos acontecimientos posteriores. Aquéllos de los que fue causa. Y aquéllos que ella misma provocó.
Jaskier, Medio siglo de poesía
Junto al camino, en el lugar donde se terminaba el bosque, había nueve postes clavados en la tierra. En la punta de cada poste habían clavado horizontalmente una rueda de carro. Sobre las ruedas se arremolinaban los cuervos y las cornejas, picoteando y arañando unos cadáveres que estaban atados a los aros y los cubos. La altura de los postes y el número de los pájaros sólo permitía, es cierto, imaginarse lo que eran los restos irreconocibles que descansaban sobre las ruedas. Pero eran cadáveres. No podían ser otra cosa.
Ciri volvió la cabeza y arrugó la nariz con asco. El viento soplaba desde los postes, el nauseabundo hedor de los cuerpos en descomposición se extendía por el camino.
—Bonita decoración. —Yennefer se inclinó en la silla y escupió al suelo, olvidando que no hacía mucho que había regañado a Ciri por escupir del mismo modo—. Pintoresca y olorosa. Pero, ¿por qué aquí, al borde del bosque? Por lo general algo así se coloca junto a las murallas de la ciudad. ¿Me equivoco, buenas gentes?
—Son Ardillas, noble dama —se apresuró a aclarar uno de los mercaderes ambulantes al que habían alcanzado en la senda, mientras sujetaba de las riendas al caballo pío que tiraba de su carro de dos ruedas bien cargado—. Elfos. Allá, en los palos aquéllos. Por eso están los palos al pie del bosque. Para servir de aviso a otros Ardillas.
—Eso quiere decir —la hechicera le miró— que a los Scoia'tael que se atrapa vivos se les trae aquí...
—Los elfos, señora, raramente se dejan pillar vivos —la interrumpió el mercader—. Y si acaso los guardias agarran alguno, lo llevan a la ciudad, porque allá habitan también inhumanos. Cuando los tales ven los tormentos en la plaza, se les va la gana de irse con los Ardillas. Pero si en la lucha se mata a algún elfo, entonces se trae el cuerpo a la trocha y se cuelga en los palos. Hay cuando los traen de lejos y apestando llegan...
—Y pensar —ladró Yennefer— que a nosotros se nos han prohibido las prácticas necrománticas en atención al respeto hacia la majestad de la muerte y al cuerpo de este mundo, al cual se le debe honor, tranquilidad, entierro ritual y ceremonioso...