—Pos claro. Sus van a esperar. Se enterarán de que habéis pillao al Kayleigh y se meterán en otros escondrijos y guaridas. No, Versta, has de mirar la verdad a los ojos: la cagasteis. Cambiasteis la recompensa por un chocho de moza. Sois así, sus conozco... no tenéis más que chochos en la cabeza.
—¡Tú eres el chocho! —Versta se levantó—. ¡Si tanta prisa ties, pos vete tú mismo junto con tus héroes a por los Ratas! ¡Mas atento, porque cazar a los Ratas, noble paje de los nilfgaardianos, no es lo mismo que pillar a una mozuela impúber!
Los Nissiros y los Pilladores comenzaron a gritar y a lanzarse los unos a los otros imprecaciones. El posadero sirvió rápidamente cerveza, arrancando de las manos del gordo del copete una jarra vacía que estaba ya dirigida a Llorón. La cerveza suavizó pronto la trifulca, refrescó las gargantas y calmó los temperamentos.
—¡Trae comida! —gritó el gordo al tabernero—. ¡Tortilla de chorizo, fabada, pan y queso!
—¡Y cerveza!
—¿Por qué leches pones esos ojos, Llorón? ¡Hoy tenemos perras! ¡Pillamos al Kayleigh con su caballo, albardas, brillantes, espada, silla y zamarra, y todo se lo vendimos a los enanos!
—Y las zapatillas rojas de su moza también vendimos. ¡Y sus pendientes!
—Jo, jo, ¡entonces hay con qué beber, ciertamente! ¡M'alegro!
—¿Y por qué tú tan contento? Nosotros tenemos con qué beber, no tú. ¡Tú, con tu importante presa, no más que mocos de sus narices puedes sacar o lamerle las pulgas puedes! ¡Así es el preso, así el botín, ja, ja!
—¡Hijos de una perra!
—¡Ja, ja, siéntate, burlábame, cierra esa boca!
—¡Bebamos por la paz! ¡Nosotros convidamos!
—¿Dónde está esa tortilla, posadero, así se te lleve la peste? ¡Apriesa!
—¡Y trae cerveza!
Ciri, acurrucada en su taburete, alzó la cabeza encontrándose los ojos verdes y rabiosos de Kayleigh, que se veían por debajo de unos desgreñados cabellos claros. La atravesó un escalofrío. La faz de Kayleigh, aunque no era fea, era malvada, muy malvada. Ciri comprendió de pronto que aquel muchacho, no mucho mayor que ella, era capaz de todo.
—Creo que los dioses te han enviado a mí —susurró el Rata, taladrándola con una mirada verde—. Y pensar que no creo en ellos y te han enviado. No mires, tontilla. Tienes que ayudarme... Pon la oreja, joder...
Ciri se acurrucó todavía más, bajó la cabeza.
—Escucha —susurró Kayleigh, sacando los dientes casi como una verdadera rata—. En unos instantes, cuando pase el tabernero, le llamas... Escúchame, diablos...
—No —dijo ella—. Me pegarán...
Los labios de Kayleigh se torcieron y Ciri comprendió de inmediato que el ser golpeada por Llorón no era en absoluto lo peor que le podría pasar. Aunque Llorón era grande y Kayleigh delgado y además estaba atado, percibió instintivamente a quién había de temer más.
—Si me ayudas —susurró el Rata— yo te ayudaré a ti. Yo no estoy solo. Tengo amigos que son de los que no te dejan tirado... ¿Entiendes? Pero cuando mis amigos lleguen, cuando todo comience, no puedo estar pegado a este palo, porque esos canallas me harían picadillo... Pon la oreja, mal haya sea. Te diré lo que has de hacer...
Ciri bajó la cabeza más todavía. Sus labios temblaban.
Los Pilladores y los Nissiros se comieron la tortilla, mascando como jabalíes. El tabernero revolvió en un caldero y llevó a la mesa más jarras de cerveza y una hogaza de pan candeal.
—¡Estoy hambrienta! —gritó obediente, empalideciendo ligeramente. El posadero se detuvo, la miró amigablemente, luego se volvió a los participantes del banquete.
—¿Le puedo dar a ella, señores?
—¡Fuera! —gritó poco claro Llorón, enrojeciendo y escupiendo tortilla—. ¡Lejos de ella, puto giraasados, porque te parto los pinreles! ¡Prohibido! Y tú estate callada, so picara, o te...
—Hey, hey, Llorón, ¿qué pasa, que estás grillao o qué? —se entrometió Versta, tragando con esfuerzo un pan con cebolla—. Mirailo, mochachos, vaya un sacasebos, él se pone las botas con dinero ajeno y a la moza le escatima. Jefe, dale a la moza una escudilla. Yo pago y yo digo a quién dar y a quién no. Y a quien no le guste esto igual le dan ahora mismo en su culo peludo.
Llorón enrojeció aún más, pero no dijo nada.
—Algo se me arrecordó —añadió Versta—. Hay que echar de comer al Rata, para que no se quede exangüe en el camino, porque entonces el barón nos saja la piel, créeme. La moza le dará de comer. ¡Eh, jefe! ¡Apaña algo de comida para ellos! Y tú, Llorón, ¿qué mormuras? ¿Qué es lo que no te gusta?
—Cuidar con ella hay —el Pillador señaló a Ciri con un movimiento de cabeza—, pos es una pájara rara. Si fuera una moza del común, Nilfgaard no la iría detrás, ni el prefecto dineros prometería...
—Que ella sea común o no común —se rió el gordo del copete— ya mismo lo puedo mostrar, ¡basta con mirarla entre las piernas! ¿Qué decís, mochachos? ¿Nos la llevamos al pajar un ratino?
—¡Ni te atrevas a tocármela! —ladró Llorón—. ¡No lo permito!
—¡Ahí va! ¡Cómo si te fuera a pedir permiso a ti!
—¡Mi beneficio y aún mi cabeza están en entregarla sana y salva! El prefecto de Amarillo...
—Nos cagamos en tu prefecto. ¿Bebiste a nuestra costa y nos escatimas una jodienda? ¡Ea, Llorón, no seas roñoso! ¡Y la cabeza no te se cae, no temas, ni el beneficio se aminora! Entera la entregarás. ¡Una moza no es una vejiga de pescao, no se estalla porque la achuches!
Los Nissiros estallaron en risas burlonas. Los camaradas de Llorón los secundaron. Ciri se estremeció, palideció, alzó la cabeza. Kayleigh sonrió sarcástico.
—¿Has entendido ya? —susurraron sus labios ligeramente sonrientes—. Cuando se emborrachen, la tomarán contigo. Te maltratarán. Estamos en un mismo bote. Haz lo que te mandé. Si yo lo consigo, tú también...
—¡Ya está lista la comida! —gritó el posadero. No tenía acento nilfgaardiano—. ¡Acercaos, señorita!
—Un cuchillo —susurró Ciri al tomar la escudilla.
—¿Cómo?
—Un cuchillo. Deprisa.
—¡Si es poco, echo más! —gritó el posadero de modo poco natural, en dirección a los comensales y añadiendo gachas a la escudilla—. Vete, por favor.
—Un cuchillo.
—Vete o los llamo... No puedo... Quemarán la taberna.
—Un cuchillo.
—No. Lo siento por ti, hija, pero no puedo. No puedo, compréndelo. Vete...
—De esta taberna —recitó con voz temblorosa las palabras de Kayleigh— no va a salir nadie vivo. Un cuchillo. Deprisa. Y cuando todo comience, huye.
—¡Sujeta la escudilla, escuerzo! —gritó el posadero, volviéndose de tal modo que tapaba consigo a Ciri. Estaba pálido y le castañeteaban ligeramente los dientes—. ¡Más cerca de la sartén!
Sintió el frío tacto de un cuchillo de cocina que le introdujo detrás del cinturón, cubriendo el mango con la aljuba.
—Muy bien —susurró Kayleigh—. Ahora siéntate de modo que me tapes. Ponme la escudilla sobre las rodillas. Coge la cuchara con la mano izquierda, el cuchillo con la derecha. Y corta la cuerda. No aquí, idiota, bajo el nudo, en el poste. Cuidado, están mirando.
Ciri sentía la sequedad en la garganta. Agachó la cabeza casi hasta la escudilla.
—Dame de comer y come tú también. —Los ojos verdes la miraban desde debajo de unos párpados semientornados, la hipnotizaban—. Y corta, corta. Ten valor, pequeña. Si yo lo consigo, tú también...
Es verdad, pensó Ciri, mientras cortaba la cuerda. El cuchillo apestaba a hierro y cebolla, tenia la hoja gastada de ser afilado múltiples veces. Tiene razón. ¿Acaso sé yo adónde me llevan estos canallas? ¿Acaso sé yo qué es lo que quiere de mí ese prefecto nilfgaardiano? Puede que también me espere a mí en el Amarillo ese el maestro bederre, puede que me espere la rueda, el barreno y las tenazas, el hierro al rojo... No me voy a dejar llevar como una oveja al matadero. Más vale arriesgar...
Una ventana voló con un estampido, junto con el marco y un tronco lanzado desde el exterior, de los que sirven para partir la madera, todo aterrizó sobre la mesa, causando gran destrozo entre las escudillas y las jarras. Siguiendo las huellas del tronco sobre la mesa saltó una muchacha rubia con el cabello corto, vestida con una aljuba roja y altas botas brillantes que alcanzaban por encima de las rodillas. Arrodillada sobre la mesa, agitó la espada. Uno de los Nissiros, el más lento, que no tuvo tiempo de levantarse y retroceder, cayó hacia atrás junto con el banco, salpicando sangre de su garganta rebanada. La muchacha bajó ágilmente de la mesa, haciendo sitio para un muchacho que saltaba por la ventana y que iba vestido con una media zamarra bordada.
—¡Los Rataaassss! —gritó Versta, agarrándose la espada que tenía enredada en el cinturón.
El gordo del copete sacó el arma, saltó en dirección a la muchacha arrodillada en el suelo, movió la espada, pero la muchacha, aunque de rodillas, paró el tajo hábilmente, se tiró al suelo, y el muchacho de la media zamarra, que había saltado detrás de ella, acertó con soltura al Nissir en la sien. El gordo cayó al suelo, reblandeciéndose de pronto como un jergón de paja al que se le da la vuelta.
Las puertas de la taberna se abrieron de una patada, a la isba entraron otros dos Ratas. El primero era alto y negruzco, llevaba un jubón con botones cosidos y una cinta escarlata en la frente. Éste, con dos rápidos tajos de espada, envió a dos Pilladores al rincón contrario, se enfrentó a Versta. El otro, ancho de hombros y rubio, rajó con una amplia finta a Remiz, el cuñado de Llorón. El resto se lanzaron a la huida en dirección a la puerta de la cocina. Pero los Ratas ya entraban también por allí: por la retaguardia apareció de pronto una muchacha morena vestida con un traje de colorines como de cuento. Con una punzada rápida atravesó a uno de los Pilladores, con un molinete rechazó al segundo y al momento rajó al posadero antes de que éste acertara a gritar quién era.
La habitación se llenó de ruidos y choques de espadas. Ciri se escondió detrás del poste.
—¡Mistle! —Kayleigh, tirando de las cuerdas cortadas, luchaba con las riendas que todavía ataban su cuello al poste—. ¡Giselher! ¡Reef! ¡A mí!
Sin embargo, los Ratas estaban ocupados en la lucha, sólo Llorón escuchó el grito de Kayleigh. El Pillador se dio la vuelta con intenciones de atravesar y clavar el Rata al palo. Ciri reaccionó automáticamente y como un rayo, de la misma forma que durante la lucha con la viverna en Gors Velen, de la misma forma que en Thanedd, todos los movimientos que le habían enseñado en Kaer Morhen se ejecutaban solos de pronto, casi sin su participación. Salió de detrás del poste, giró en una pirueta, cayó sobre Llorón y lo golpeó con fuerza con el muslo. Era demasiado pequeña y enclenque como para tirar al enorme Pillador, pero consiguió entorpecer el ritmo de su movimiento. Y volver su atención sobre ella.
—¡Jodia ramera!
Llorón agitó la mano, la espada aulló en el aire. El cuerpo de Ciri ejecutó otra vez por sí mismo un parco quiebro, y el Pillador por poco no se dio la vuelta, siguiendo el camino de su acelerada hoja. Blasfemando horriblemente, tajó otra vez, dándole al tajo toda su fuerza. Ciri saltó ágil, aterrizando con seguridad en el pie izquierdo, giró en una pirueta contraria. Llorón tajó otra vez, pero tampoco ahora consiguió alcanzarla.
De pronto, Versta se derrumbó entre ellos, salpicándoles de sangre a los dos, el Pillador retrocedió, miró a su alrededor. Solamente le rodeaban cadáveres. Y los Ratas, que se acercaban desde todos lados con las espadas dispuestas.
—Quietos —dijo con frialdad el negruzco de la cinta escarlata, mientras liberaba por fin a Kayleigh—. Parece que quiere rebanar a toda costa a esta muchacha. No sé por qué. Tampoco sé por qué milagro todavía no lo ha conseguido. Pero démosle una oportunidad, ya que tanto lo quiere.
—Démosle también una oportunidad a ella, Giselher —dijo el ancho de hombros—. Que sea una lucha honesta. Dale algún hierro, Chispa.
Ciri sintió en la mano la empuñadura de una espada. Un poco demasiado pesada.
Llorón bufaba rabioso, se arrojó sobre ella, lanzando el hurgón a un molinete deslabazado. Era demasiado lento. Ciri evitó los tajos mediante rápidas fintas y medias vueltas, incluso sin intentar parar los golpes que le llovían. La espada sólo le servía como contrapeso para facilitar los quiebros.
—¡Increíble! —se rió la del pelo corto—. ¡Es una acróbata!
—Es rápida —dijo la del traje de colorines, que era la que le había dado la espada—. Rápida como una elfa. ¡Eh, tú, gordo! ¿Igual prefieres uno de nosotros? ¡Con ella no te sale!
Llorón retrocedió, miró, de pronto saltó, lanzó a Ciri una estocada extendiéndose como si fuera una garza con el pico dispuesto. Ciri evitó la embestida con una corta finta, giró. Durante un segundo vio la vena abultada y pulsante en el cuello de Llorón. Supo que en la posición en que se encontraba no estaba en condiciones de evitar un golpe, ni de pararlo. Supo dónde y cómo había de golpear.
No golpeó.
—Basta ya. —Sintió una mano en el hombro. La muchacha del vestido de colorines la empujó, al mismo tiempo otros dos Ratas, el de la media zamarra y la del pelo corto, acorralaron a Llorón en un rincón de la habitación, manteniéndolo en jaque con las espadas.
—Basta de diversión —repitió la de los colorines, volviendo a Ciri hacia sí—. Esto dura ya un poco demasiado. Y por tu culpa, señoritinga. Puedes matar y no matas. Me da la sensación de que no vas a vivir mucho tiempo.
Ciri tembló, mirando los grandes ojos oscuros con forma de almendras, viendo los dientes descubiertos por la sonrisa, tan pequeños que le daban un aspecto fantasmal. Aquéllos no eran ojos humanos ni dientes humanos. La muchacha de los colorines era una elfa.
—Hora de partir —dijo en voz alta Giselher, el de la cinta escarlata, al parecer el jefe—. ¡Ciertamente dura demasiado! Mistle, acaba con el jayán.
La del pelo corto se acercó, con la espada en alto.
—¡Piedad! —gritó Llorón, cayendo de rodillas—. ¡Perdonadme la vida! Tengo hijos pequeños... Pequeñitos...
La muchacha dio un fuerte tajo, girando sobre sus caderas. La sangre salpicó en la pared blanca en forma de una mancha amplia e irregular de puntitos carmesíes.
—No aguanto a los niños pequeños —dijo la del pelo corto, mientras con un rápido movimiento quitaba con los dedos la sangre de la espada.
—No te quedes ahí, Mistle —la apresuró el de la cinta escarlata—. ¡A los caballos! ¡Hay que largarse! ¡Éste es un asentamiento de Nilfgaard, aquí no tenemos amigos!