Algo la tocó.
Algo la tocó, ligero y cauteloso, en el brazo. Después de un largo período de soledad, en que tan sólo la habían rodeado piedras muertas e inmóviles, el contacto provocó que, pese a su agotamiento, se alzara bruscamente, o al menos lo intentara. Lo que la había tocado chilló y retrocedió, haciendo un fuerte ruido de cascos.
Ciri se sentó con esfuerzo, limpiándose con las falanges las legañas que le cubrían el rabillo del ojo.
Me he vuelto loca, pensó.
A unos pocos pasos delante de ella había un caballo. Pestañeó. No era una alucinación. Era un caballo de verdad. Un caballito. Un caballito joven, casi un potrillo.
Recobró el dominio de sí. Se lamió los labios rotos y carraspeó sin darse cuenta. El caballo retrocedió y correteó, haciendo chirriar la gravilla con sus cascos. Se movía de forma muy extraña y su capa era también atípica: ni bayo ni gris. Pero puede que tan sólo pareciera así porque estaba de espaldas al sol.
El caballejo bufó y dio unos cuantos pasos hacía ella. Ahora lo veía mejor. Tanto que además de la capa, que era en verdad atípica, percibía otras extrañas anomalías en su cuerpo: una cabeza pequeña, la extraordinaria esbeltez de su cuello, las oscuras cuartillas, la larga y copiosa cola. El caballo se detuvo y la miró, volviendo la testa de perfil. Ciri lanzó un sordo suspiro.
De la frente abombada del caballejo salía un cuerno de al menos dos cuartas de largo.
Lo más imposible de los imposibles, pensó Ciri, recuperando la consciencia, recogiendo sus pensamientos. ¡Pero si los unicornios ya no existen sobre este mundo, si se han extinguido! ¡Incluso en los libros brujeriles de Kaer Morhen ya no hay unicornios! Sólo leí sobre ellos en el
Libro de los mitos
, en el santuario... Aja, y en el
Physiologus
, que repasé en el banco del señor Giancardi, había una ilustración que presentaba al unicornio... Pero el unicornio del grabado recordaba más a una cabra que a un caballo, tenía las cuartillas peludas y barba de chivo y su cuerno era, creo, de unos dos codos...
Le asombró que recordara tan bien acontecimientos que habían tenido lugar hacía cientos de años. Su cabeza giraba de improviso, sus entrañas se retorcían de dolor. Gimió y se hizo un ovillo. El unicornio bufó y dio un paso hacia ella, se detuvo, alzó muy alta la cabeza. Ciri recordó de pronto lo que los libros decían acerca de los unicornios.
—Puedes acercarte sin temor... —dijo con la voz ronca, mientras intentaba sentarse—. Puedes porque yo soy...
El unicornio bufó, retrocedió y se alejó al galope, agitando vivamente la cola. Pero al cabo de un momento se detuvo, meneó la cabeza, arañó la tierra con el casco y relinchó con fuerza.
—¡No es verdad! —gritó Ciri sollozante—. ¡Jarre sólo me dio un beso y eso no cuenta! ¡Vuelve!
El esfuerzo le oscureció la vista, cayó inerte sobre la piedra. Cuando por fin consiguió alzar la cabeza, el unicornio ya estaba otra vez cerca. La miró inquisitivamente, inclinó la cabeza y bufó bajito.
—No tengas miedo... —susurró—. No debes porque... porque yo estoy muriéndome...
El unicornio relinchó, meneó la cabeza. Ciri se desmayó.
Cuando se despertó estaba sola. Dolorida, entumecida, sedienta, hambrienta y sola como la una. El unicornio había sido un espejismo, una ilusión, un sueño. Y había desaparecido como desparece un sueño. Lo entendía, lo aceptaba, y sin embargo sentía tristeza y pena, como si aquel ser hubiera existido de verdad, hubiera estado junto a ella y la hubiera abandonado. Tal y como todos la abandonaban.
Se quiso levantar, pero no pudo. Apoyó el rostro en las piedras. Poco a poco fue echando la mano hacia un costado, tocaba el puño del estilete.
La sangre es líquida. Tengo que beber.
Escuchó un golpeteo de cascos, un relincho.
—Has vuelto... —susurró, levantando la cabeza—. ¿De verdad has vuelto?
El unicornio lanzó un fuerte bufido. Ella vio sus cascos, cerca, junto a ella. Los cascos estaban húmedos. Chorreaban agua.
La esperanza le dio fuerzas, la llenó de euforia. El unicornio le enseñaba el camino. Ciri le siguió, todavía sin tener la seguridad de que no se trataba de un sueño. Cuando, sin embargo, el agotamiento la venció, anduvo a cuatro patas. Luego se arrastró.
El unicornio la condujo entre rocas hasta un pedregal llano, cuyo fondo estaba cubierto de arena. Ciri se arrastró con sus últimas fuerzas. Pero se arrastró. Porque la arena estaba mojada.
El unicornio se detuvo ante una hendidura que se veía en la arena, bufó, arañó con fuerza con el casco, una vez, dos, tres. Ella comprendió. Se arrastró más cerca, le ayudó. Cavaba, se rompía las uñas, arañaba, apartaba la arena. Quizá sollozara al hacerlo, pero no estaba segura. Cuando en el fondo de la hendidura apareció un líquido arcilloso, acercó a él sus labios de inmediato, sorbió el agua turbia junto con arena, tan ávidamente que el líquido desapareció. Ciri, con enorme esfuerzo, se controló, siguió profundizando, ayudándose con el estilete, luego se sentó y esperó. Mordía la arena que tenía en sus dientes y temblaba de impaciencia, pero esperó hasta que la hendidura se llenó de nuevo de agua. Y luego bebió. Largo rato.
La tercera vez permitió que el agua reposara un poco, bebió cuatro tragos sin arena, sólo con légamo. Y entonces se acordó del unicornio.
—Seguro que tú también tienes sed, Caballito —dijo—. Y sin embargo no vas a beber barro. Ningún caballo bebe barro.
El unicornio relinchó.
Ciri profundizó más el agujero, reforzando con piedras sus orillas.
—Espera, Caballito. Que repose un poco...
«Caballito» resopló, pateó, volvió la cabeza.
—No me mires de reojo. Bebe.
El unicornio acercó los morros al agua con mucha precaución.
—Bebe, Caballito. No es un sueño. Es agua de verdad.
Ciri al principio se fue dando largas, no quería irse del pequeño manantial. Inventó una nueva forma de beber que radicaba en apretar sobre los labios un pañuelo mojado en el fondo de la cavidad, lo que le permitía separar en gran medida la arena y el légamo. Pero el unicornio la exhortaba a marchar, le mostraba el camino. Ciri, después de pensárselo bien, obedeció: el animal tenía razón, había que seguir andando, andar, en dirección a las montañas, salir del desierto. Se fue tras el unicornio, mirando a su alrededor y anotando bien en su memoria la situación del manantial. No quería perderse, si tenía que volver allí.
Anduvieron todo el día. El unicornio, al que había llamado Caballito, señalaba el camino. Era un extraño caballo. Mordía y masticaba malas hierbas que no tocaría no ya un caballo sino ni siquiera la más hambrienta de las cabras. Y cuando descubrió una columna de hormigas caminando por entre las piedras, también comenzó a comérselas. Ciri al principio le miró con asombro, luego se unió al banquete. Estaba hambrienta.
Las hormigas estaban terriblemente ácidas, pero puede que gracias a ello evitara el querer vomitar. Aparte de ello, había muchas hormigas y se podían ejercitar un poco las entumecidas mandíbulas. El unicornio se comía los insectos enteros, ella se conformaba con las entrañas, escupiendo los duros fragmentos de coraza quitinosa.
Siguieron andando. El unicornio miró unas manchas de amarillentos cardos y se los comió con gusto. Esta vez Ciri no se unió a él. Pero cuando Caballito encontró en la arena unos huevos de lagartija, ella comió y él se quedó mirando. Siguieron andando. Ciri vio otras manchas de cardos, se los señaló a Caballito. Algún tiempo después, Caballito le llamó la atención sobre un gran escorpión negro con una cola de al menos una cuarta y media de largo. Ciri aplastó con el pie la guarrería aquélla. Viendo que no se dignaba a comer el escorpión, el unicornio se lo comió él mismo, y poco después le señaló a Ciri otro nido de lagartija.
Se trataba, por lo visto, de una colaboración totalmente provechosa.
Seguían andando.
La cordillera montañosa estaba cada vez más cerca.
Cuando cayó la noche profunda, el unicornio se detuvo. Se durmió de pie. Ciri, que conocía a los caballos, intentó al principio obligarlo a tumbarse: podía intentar dormir sobre él y aprovecharse de su calor. No sirvió de nada. Caballito la miró de reojo y se alejó, manteniendo constante la distancia. No se comportaba en absoluto de la forma clásica descrita en los libros de ciencia. Se notaba que no tenía la más mínima intención de colocar la cabeza en su regazo. Ciri estaba llena de duda. No excluía que los libros mintieran en lo referente a los unicornios y las vírgenes, pero también había otra posibilidad. El unicornio era a todas luces un potrillo de unicornio, puede que, como bestia joven, no tuviera ni puñetera idea de lo que era una virgen. Desechó la posibilidad de que Caballito fuera capaz de percibir y de tomar en serio aquellos extraños sueños que ella había soñado alguna vez. ¿Quién podía tomar en serio los sueños?
El unicornio la decepcionó un poco. Llevaban andando dos días y dos noches, y no había encontrado agua, aunque la había buscado. Unas cuantas veces se había detenido, meneó la cabeza, agitó el cuerno, luego trotó, atravesó las gritas rocosas, arañó con las pezuñas en la arena. Encontró hormigas, encontró huevos y larvas de hormiga. Encontró nidos de lagartija. Encontró una serpiente de colores a la que pisoteó hábilmente. Pero no encontró agua.
Ciri se dio cuenta de que el unicornio daba rodeos, no mantenía una línea recta en su marcha. Tuvo la fundada sospecha de que el ser no vivía en el desierto. De que simplemente se había perdido.
Lo mismo que ella.
Las hormigas, que comenzaron a encontrar en abundancia, contenían una humedad ácida, pero Ciri comenzó a pensar cada vez más seriamente en regresar al manantial. Si seguían adelante y no encontraban agua, podía resultar que no tuvieran fuerzas para volver. El calor seguía siendo terrible, la marcha les agotaba.
Tenía ya intenciones de comenzar a explicarle esto a Caballito, cuando, de pronto, éste dio un agudo relincho, agitó la cola y galopó hacia abajo, entre rocas puntiagudas. Ciri le siguió deprisa, mientras comía hormigas.
Un espacio muy grande entre rocas estaba cubierto de una capa de arena y en su centro se veía claramente una hendidura.
—¡Ja! —se alegró Ciri—. Eres un caballito muy listo, Caballito. Otra vez has encontrado un manantial. ¡Allá abajo tiene que haber agua!
El unicornio bufó agudamente, trotó alrededor de la hendidura. Ciri se acercó. La hendidura era grande, tenía como mínimo veinte pies de diámetro. Era un círculo preciso y regular, recordaba un cráter tan perfecto como si alguien hubiera apretado contra la arena un huevo gigantesco. Ciri comprendió de pronto que una forma tan regular no podía haberse producido por sí misma. Pero era ya demasiado tarde.
Algo se movió en el fondo del cráter y una violenta tormenta de arena y gravilla golpeó el rostro de Ciri. Retrocedió, cayó y se dio cuenta de que iba hacia abajo. La fuente de gravilla que le había golpeado no sólo le acertaba a ella sino que acertaba también a los bordes del cráter, y el borde se deshacía en olas que se derramaban hacia el fondo. Gritó, agitó los brazos como un nadador, intentando sin éxito encontrar asiento para sus pies, inmediatamente se dio cuenta de que los movimientos bruscos solamente empeoraban la situación, puesto que aceleraban el que la arena se viniera abajo. Se puso de espaldas, clavó los tacones y separó mucho los brazos. La arena del fondo se movía y ondulaba, vio que surgían de allí unas pinzas de color bronce, de más de media braza, terminadas en ganchos. Gritó de nuevo, esta vez significativamente más fuerte.
La tormenta de gravilla dejó de pronto de dirigirse hacia ella, golpeó al lado contrario del cráter. El unicornio estaba apoyado sólo en las patas traseras, relinchando como un demonio, el borde de la hendidura se hundía bajo sus pies. Intentó escapar de la arena pegajosa, pero fue en vano: se hundió en ella todavía más y cada vez se deslizó más en dirección al fondo. Las horribles pinzas chasquearon bruscamente. El unicornio relinchó desesperado, agitándose, golpeando impotente con los cascos delanteros la arena que se desmoronaba. Tenía las patas traseras aprisionadas por completo. Cuando llegó al mismo fondo del cráter, le atraparon las tenazas horribles del monstruo escondido en la arena.
Al escuchar un salvaje chillido de dolor, Ciri gritó rabiosa y se lanzó hacia abajo, al tiempo que sacaba el estilete de su vaina. Cuando se encontraba en el fondo comprendió que había cometido un error. El monstruo estaba profundamente oculto, la hoja del estilete no le alcanzaría a través de la capa de arena. Para colmo de males, el unicornio, sujeto por las monstruosas pinzas que le arrastraban hacia la trampa de arena, se volvía loco del dolor, chillaba, golpeaba a ciegas con sus patas delanteras, lo que amenazaba con romperle a ella un hueso.
Los bailes y las artes brujeriles no servían allí de nada. Pero existía un hechizo bastante simple. Ciri conjuró la Fuerza y lanzó un golpe telekinético.
Una nube de arena se disparó hacia arriba, descubriendo al escondido monstruo que tenía aferrado el muslo del unicornio. Ciri gritó de horror. Jamás había visto en su vida algo tan repugnante, en ninguna ilustración, en ningún libro de los brujos. No era capaz siquiera de imaginarse algo tan espantoso.
El monstruo era de un color gris sucio, romo y rechoncho como una chinche harta de sangre, unas ralas cerdas cubrían los estrechos segmentos de su cuerpo con forma de barril. Daba la sensación de que no tenía patas en absoluto, pero a cambio sus pinzas eran casi tan grandes como él mismo.
El ser, al quitarle su cubierta de arena, soltó de inmediato al unicornio y comenzó a enterrarse con rápidos y bruscos movimientos de su rechoncho cuerpo. Lo hizo con extraordinaria habilidad y el unicornio, que intentaba escapar del cráter, todavía le ayudó al empujar hacia abajo olas de arena. A Ciri le sobrecogió una loca ansia de venganza. Se echó sobre la ya apenas visible monstruosidad y le clavó el estilete en el lomo segmentado. Atacó por detrás, manteniéndose prudentemente lejos de las chasqueantes tenazas que el monstruo, como se vio, era capaz de lanzar bastante lejos hacia atrás. Clavó de nuevo y el ser se enterró a una velocidad increíble. Pero no se escondió en la arena para huir. Lo hizo para atacar. Para ocultarse del todo no le quedaban más que dos convulsiones. Una vez escondido, lanzó una ola de gravilla que enterró a Ciri hasta el muslo. Ella se agitó y se echó hacia atrás, pero no había adonde huir: aquello seguía siendo un cráter de arenas movedizas, cada movimiento arrastraba hacia el fondo. Y la arena del fondo se agitó en una ola dirigida hacia ella, de la ola surgieron unas pinzas chasqueantes terminadas en afilados ganchos.