—¡Soy una hechicera! —gritó triunfante, alzando la mano muy alto—. ¡Ven, Luz inmortal! ¡Te convoco! ¡Aen'drean va, eveigh Aine!
Una cálida bola de luz de no mucho tamaño revoloteó desde su mano como una mariposa, arrojando sobre las piedras un dinámico mosaico de sombras, Moviendo la mano con lentitud, estabilizó la bola, la colocó de tal forma que colgaba por delante de ella. Aquélla no fue una buena idea: la luz la cegó. Intentó colocar la bola por detrás de la espalda, pero también aquello producía un mal efecto: su propia sombra se atravesaba sobre el camino, empeorando la visión. Ciri, poco a poco, movió la esfera lucífera hacia un lado, la colgó un poco por encima de su brazo derecho. Aunque la bola por supuesto no le llegaba a los talones a una verdadera y mágica Aine, la muchacha estaba extraordinariamente orgullosa de su hazaña.
—¡Ja! —dijo, ensoberbecida—. ¡Una pena que Yennefer no pueda ver esto!
Continuó la marcha, viva y enérgica, dando pasos rápidos y seguros, eligiendo el camino en el titilante e inseguro claroscuro arrojado por la bola. Según iba, intentaba recordar otros hechizos, pero ninguno le parecía adecuado ni útil, le daban un poquito de miedo, no quería usarlos sin verdadera necesidad. Por desgracia, no conocía ninguno que fuera capaz de crear agua o comida. Sabía que existían, pero no sabía hacerlos.
A la luz de la esfera mágica, el desierto, que parecía muerto hasta entonces, cobró vida. De bajo los pies de Ciri huían desmañados escarabajos brillantes y arañas peludas. Un pequeño escorpión amarillo y rojo, retorciendo sobre sí su cola segmentada, se cruzó raudo en su camino, desapareció por una fisura entre las rocas. Una lagartija verde y de larga cola se perdió en la oscuridad, haciendo crepitar la arena. Desaparecieron a su paso unos roedores semejantes a grandes ratones, que saltaban ágilmente y muy alto con sus dos patas traseras. Distinguió varias veces en la oscuridad el brillo de unos ojos y una vez escuchó un siseo que le heló la sangre en las venas, proveniente de un pedregal rocoso. Si al principio tenía la intención de cazar algo que se pudiese comer, el siseo le quitó completamente las ganas de deambular por entre las rocas. Comenzó a mirar con más atención a sus pies, y ante sus ojos aparecieron los grabados de los libros que había visto en Kaer Morhen. El escorpión gigante. La escarletia. El vicht. La lamia. El aracnocangrejo. Monstruos que viven en los desiertos. Siguió andando, mirando temerosa a su alrededor y manteniendo alerta los oídos, mientras apretaba en su mano sudorosa la empuñadura del estilete.
Unas cuantas horas después, la bola luminosa se debilitó, el círculo de luz emanado por ella se empequeñeció, se oscureció, se hizo borroso. Ciri, concentrándose con esfuerzo, pronunció de nuevo el hechizo. La bola ardió durante unos segundos con un brillo más claro, pero de inmediato se oscureció y se empequeñeció de nuevo. El esfuerzo venció a Ciri, tropezó, manchas rojas y negras le bailaron ante los ojos. Se sentó pesadamente, haciendo rechinar la gravilla y las piedras sueltas.
La bola se apagó por completo. Ciri no intentó ya ningún hechizo, el agotamiento, el vacío y la falta de energía que sentía dentro de sí predecían el fracaso del intento.
Ante ella, lejos en el horizonte, se iba alzando un resplandor borroso. He equivocado el camino, constató con terror. Le he dado la vuelta a todo... Al principio andaba hacia occidente, y ahora el sol sale directamente hacia mí, lo que quiere decir...
Sintió una somnolencia y un cansancio paralizantes, que no espantaba ni siquiera el frío que la hacía estremecerse. No me dormiré, decidió. No debo dormirme... No debo...
La despertó un frío penetrante y una claridad que se iba elevando, la hizo volver en sí un dolor de barriga que le retorcía las entrañas, la seca e insidiosa picazón en la garganta. Intentó levantarse. No pudo. Sus doloridos y entumecidos miembros le negaban obediencia. Al agitar las manos alrededor, sintió bajo los dedos una humedad.
—¡Agua...! —gritó roncamente—. ¡Agua!
Temblando terriblemente, se puso a cuatro patas, apoyó los labios contra la plancha de basalto, recogiendo febrilmente con la lengua las gotitas que había sobre la lisa superficie, absorbiendo la humedad de las hendiduras de la roca. En una se había reunido casi media pulgada de rocío. Lo tragó junto con la arena y las piedrecillas, sin atreverse a escupir. Buscó a su alrededor.
Cuidadosamente, para no desperdiciar ni un poquito, recogió con la lengua las gotas brillantes que colgaban de las espinas de un arbusto rechoncho, que, de un modo misterioso, había conseguido crecer entre las rocas. Su estilete yacía en el suelo. No recordaba cuándo lo había sacado de la funda. La hoja estaba turbia a causa del rocío. Escrupulosamente y con mucho cuidado, lamió el frío metal.
Dominando el dolor que entumecía su cuerpo, se movió hacia delante a cuatro patas, persiguiendo la humedad sobre otras piedras. Pero el escudo-dorado del sol, que se alzaba ya por encima del pedregoso horizonte, anegó el desierto con una cegadora claridad dorada que secó las rocas en unos instantes. Ciri recibió con alegría el calor creciente, aunque era consciente del hecho de que en poco tiempo, abrasada sin piedad, echaría de menos el frío de la noche.
Volvió la espalda a la bola deslumbrante. Allí donde ardía, estaba el este. Y ella tenía que ir al oeste. Tenía que ir. El calor crecía, se acrecentaba muy deprisa, pronto fue imposible de aguantar. A mediodía la mortificaba de tal manera que quisiera o no, tuvo que cambiar de dirección para buscar la sombra. Encontró por fin un refugio: una roca grande, parecida a un hongo. Se arrastró debajo de ella.
Y entonces vio un objeto que yacía entre las rocas. Era un botecito de jade de crema para las manos, lamido hasta quedar limpio.
No encontró dentro de sí fuerza suficiente para llorar.
El hambre y la sed superaron a su cansancio y resignación. Tropezándose, emprendió la marcha. El sol quemaba.
Lejos, en el horizonte, detrás de una ondulante cortina de calor, vio algo que sólo podía ser una cordillera montañosa. Una cordillera montañosa muy lejana.
Cuando cayó la noche, extrajo Fuerza con un gigantesco esfuerzo, pero sólo consiguió crear una bola mágica después de varios intentos y esto la agotó tanto que no pudo seguir adelante. Perdió toda la energía, pese a los muchos intentos, no consiguió hacer los hechizos de calentamiento y relajación. La luz hechizada le daba coraje y elevaba el espíritu, pero el frío la aniquiló. El frío penetrante y atenazador la hizo estremecerse hasta el alba. Temblaba, esperando impaciente la salida del sol. Sacó el estilete de su funda, lo colocó con cautela sobre una piedra para que el metal se cubriera de rocío. Estaba monstruosamente cansada pero el hambre y la sed expulsaron el sueño. Aguantó hasta el amanecer. Todavía estaba oscuro cuando comenzó a lamer ávida el rocío de la hoja. Cuando alboreó, se echó de inmediato a cuatro patas para buscar la humedad en ranuras y fisuras.
Escuchó un siseo.
Una gran lagartija coloreada estaba sentada en un bloque rocoso cercano y abría hacia ella unas fauces desdentadas, desplegaba una imponente cresta, se hinchaba y golpeaba la piedra con su cola. Delante de la lagartija se veía una pequeñísima fisura llena de agua.
Al principio, Ciri retrocedió asustada, pero de inmediato la acometió una desesperación y una rabia salvajes. Agitando a su alrededor sus manos temblorosas, agarró un anguloso pedazo de roca.
—¡Ésa es mi agua! —gritó—. ¡Mía!
Lanzó la piedra. Falló. La lagartija saltó sobre sus patas de largas garras y desapareció ágilmente en el laberinto de rocas. Ciri se tiró sobre la piedra, absorbió los restos de agua de la fisura. Y entonces lo vio.
Detrás de la piedra, en un nido redondo, había siete huevos que salían en parte de la arena rojiza. La muchacha no se lo pensó ni un instante. Se acercó al nido de rodillas, agarró uno de los huevos y clavó en él los dientes. La cáscara coriácea estalló y se le quedó en las manos, una masa viscosa le fluyó hasta las mangas. Ciri sorbió el huevo, se chupó los dedos. Tragaba con esfuerzo y no sentía sabor alguno.
Sorbió todos los huevos y se quedó a cuatro patas, pegajosa, sucia, llena de arena, con el gluten colgándole de los dientes, arañando febrilmente la tierra y emitiendo sonidos sollozantes, inhumanos. Se quedó quieta.
(¡Enderézate, princesa! ¡No pongas los codos sobre la mesa! ¡Cuidado, cuando tomas la escudilla, ensucias los encajes de las mangas! ¡Cubre los labios con la servilleta y deja de chasquear la boca! Por los dioses, ¿es que nadie ha enseñado a esta niña cómo ha de comportarse a la mesa? ¡Cirilla!)
Ciri se echó a llorar, apoyando la cabeza sobre las rodillas.
Aguantó hasta el mediodía, luego el calor la pudo y le obligó a descansar. Dormitó mucho tiempo, escondida a la sombra de una falla en la roca. La sombra no refrescaba, pero era mejor que el ardiente sol. La sed y el hambre expulsaron el sueño.
La lejana cordillera montañosa, le parecía, ardía y brillaba a los rayos del sol. En la cumbre de aquellas montañas, pensaba, puede haber nieve, puede haber hielo, puede haber arroyos. Tengo que llegar hasta allí, tengo que llegar rápidamente.
Anduvo casi toda la noche. Decidió guiarse por las estrellas. Todo el cielo estaba lleno de estrellas. Ciri lamentó no haber prestado atención en las lecciones y no haber querido estudiar los atlas del cielo que había en la biblioteca del santuario. Sabía, por supuesto, las constelaciones más importantes: los Siete Cabritillos, el Cántaro, la Serpiente, el Dragón y la Dama del Invierno, pero justamente éstas estaban muy altas en el firmamento y era difícil guiarse por ellas para marchar. Por fin consiguió elegir en el hormiguero titilante una estrella bastante clara, que señalaba, en su opinión, la dirección correcta. No sabía qué estrella era, así que ella misma le dio nombre. La llamó el Ojo.
Andaba. La cordillera montañosa a la que se dirigía no se había acercado ni un poquito, todavía estaba tan lejos como el día anterior. Pero le señalaba el camino.
Según andaba, observaba con atención a su alrededor. Todavía encontró otro nido de lagartija, tenía cuatro huevos. Vio una plantita verde, no más grande que el dedo meñique, la cual, por algún milagro, había conseguido crecer entre las rocas. Descubrió un gran escarabajo marrón. Y una araña de finas patas.
Se lo comió todo.
A mediodía vomitó lo que había comido, luego se desmayó. Cuando volvió en sí, buscó un poco de sombra, se tumbó, hecha un ovillo, apretando con las manos la dolorida barriga.
Continuó la marcha al ocaso. Rígida, como una autómata. Cayó varias veces, se levantó, siguió andando.
Andaba. Tenía que andar.
Tarde. Descanso. Noche. El Ojo muestra el camino. Marcha hasta el completo agotamiento, que llegó mucho antes de la salida del sol. Descanso. Un sueño ligero. Hambre. Frío. Inexistencia de fuentes mágicas, fracaso al crear luz y calor. Sed sólo amortiguada con el rocío lamido al albor de la hoja del estilete y de la piedra.
Cuando salió el sol, se durmió en el calor creciente. La despertó el ardiente bochorno. Se levantó, seguir andando.
Se desmayó al cabo de menos de una hora de marcha. Cuando recuperó el sentido, el sol estaba ya en su cenit, abrasaba. No tenía fuerzas para buscar la sombra. No tenía fuerzas para levantarse. Pero se levantó.
Anduvo. No se rindió. Durante casi todo el día siguiente. Y parte de la noche.
De nuevo pasó durmiendo la hora de mayor bochorno, hecha un ovillo, bajo una roca inclinada clavada en la arena. El sueño fue ligero, la atormentó: soñó con agua, agua que se podía beber. Una cascada grande, blanca, rodeada por la neblina y el arco iris. Un arroyuelo cantarín. Un pequeño manantial en el bosque, oscurecido por los helechos sumergidos en el agua. La fuente de mármol de un palacio, que huele a humedad. Un pozo cubierto de musgo y el cubo que deja caer agua. Gotas que se deslizan de un carámbano de hielo... Agua. Agua fría y vivificante que hace doler los dientes pero que tiene un sabor tan maravilloso e irrepetible...
Se despertó, se incorporó con los dos pies y comenzó a andar en la dirección de la que había venido. Volvía, tropezándose y cayendo. ¡Tenía que volver! ¡Al andar había dejado atrás el agua! ¡No se había detenido, había dejado atrás un arroyo que gorgoteaba entre las piedras! ¡Cómo podía haber sido tan tonta!
Recuperó el dominio de sí misma.
El calor cedía, se acercaba la tarde. El sol señalaba al oeste. Las montañas. El sol no podía, no tenía derecho a estar a sus espaldas. Ciri expulsó los delirios, contuvo el llanto. Se dio la vuelta y siguió andando.
Anduvo toda la noche, pero muy despacio. No llegó lejos. Dormitaba mientras andaba, soñaba con agua. El sol del amanecer la encontró sentada sobre un bloque de piedra, mirando la hoja de su estilete y sus muñecas desnudas.
Porque la sangre es líquida. Se puede beber.
Expulsó los delirios y las pesadillas. Lamió el estilete cubierto de rocío y siguió la marcha.
Se desmayó. Volvió en sí, quemada por el sol y las ardientes piedras.
Ante ella, detrás de la cortina desgarrada por el calor, veía la desgarrada, dentada cordillera montañosa.
Cerca. Bastante más cerca.
Pero ya no tenía fuerzas. Se sentó.
El estilete en sus manos reflejaba el sol, ardía. Estaba afilado. Lo sabía.
Para qué te torturas, le preguntó, serio, el estilete, con la voz tranquila y pedante de la hechicera llamada Tissaia de Vries. ¿Por qué te condenas al sufrimiento? ¡Termina por fin con esto!
No. No me rendiré.
No lo aguantarás. ¿Sabes cómo se muere de sed? En cualquier momento te volverás loca y entonces será ya demasiado tarde. Entonces no sabrás ya cómo terminar.
No. No me rendiré. Aguantaré.
Guardó el estilete en la vaina. Se levanto, tropezó, cayó. Se levantó, tropezó, continuó la marcha.
Por encima, muy alto en el cielo amarillo, vio un buitre.
Cuando volvió a recuperar el sentido no se acordaba de en qué momento había caído. No recordaba cuánto tiempo había estado tendida. Miró hacia arriba. Otros dos buitres se habían unido al que giraba alrededor de ella. No tenía suficiente fuerza como para levantarse.
Comprendió que esto era ya el final. Lo aceptó con tranquilidad. Incluso con alivio.