—Y ¿qué motiva esta salida? —insistió el fraile más joven—. ¿Vais a tomar el aire como la última vez?
—Os digo que me envía fray Silvestro a un recado.
Joan, con el corazón encogido, calculaba las posibilidades de derribar al fornido fraile para abrirse paso y salir corriendo. Se dijo que si le superaba, se encontraría después con los dos soldados, y con ellos ya no podría.
—Preguntaré al padre si realmente contáis con su permiso —dijo el joven.
—Hacedlo —repuso Joan tratando de aparentar tranquilidad—. Aunque es hora de rezo y meditación y cuando se retiró me dijo que sentía que iba a tener una visión. Os advierto que si le interrumpís, el prior se enojará.
El joven miró al portero vacilante. No quería incurrir en la ira de Savonarola.
—Y ¿de qué se trata ese recado, fray Ramón? —preguntó el portero.
—Voy a recoger a la librería de detrás del Duomo un libro que nos llegó de Roma.
—¿Un libro? —se extrañó fray Giovanni—. Y ¿por qué no lo enviaron al convento?
—Porque tiene que ver con sus visiones, y de haberlo pedido directamente se habrían enterado los espías del papa o nuestros enemigos, los franciscanos.
Giovanni volvió a mirar al fraile portero dudando.
—Bien, salid —dijo este—. Tiempo tendremos para comprobarlo. Id con la paz de Dios.
—Quedaos vos con ella.
Joan anduvo pausado, tratando de frenar sus deseos de salir corriendo. Sin embargo, no pudo evitar alargar su paso al llegar a la plaza de la Señoría, y cuando cruzó el Puente Viejo hacia Oltrarno se imaginaba a fray Silvestro denunciándole ya en aquel momento. Llegó al portón de la gatera y buscó la llave. Le temblaban las manos.
—¿Dónde está el libro? —le preguntó a Niccolò cuando se encontraron.
—Guardado.
—Lo quiero ver.
—No hay tiempo que perder, debéis abandonar la ciudad lo antes posible.
—Antes quiero ver el libro.
Cuando lo tuvo, le dijo:
—Me lo llevo.
—Estará más seguro si lo guardamos aquí. No os preocupéis, lo haremos llegar a manos de don Michelotto.
—Ni pensarlo, amigo Niccolò. —Joan sonreía. Sabía que a pesar de estar unidos en su lucha contra Savonarola, los intereses de los florentinos opuestos a este y los del Vaticano no coincidían—. Tengo instrucciones de Miquel Corella de llevarlo personalmente.
El florentino le devolvió la sonrisa como un chiquillo pillado en una travesura menor. Niccolò dei Machiavelli consideró por unos instantes arrebatarle el libro a su amigo y quedárselo por la fuerza, pero desistió. Aún necesitaba la protección del papa.
—Si insistís…
—Claro que insisto, y quiero que sepáis que le perdoné la vida a fray Silvestro y, aunque lo até bien, de un momento a otro pueden encontrarlo o liberarse por sus propios medios.
—
Santa Madonna!
—exclamó Niccolò—. ¡Qué locura! ¡No hay tiempo que perder!
Al poco, Joan, Niccolò y el proxeneta, disfrazados de comerciantes y a caballo, aguardaban para cruzar la puerta de San Frediano, que conducía al camino de Pisa. La espera era tensa, pero su angustia creció cuando llegaron al trote unos mensajeros dando voces. La mirada de Joan se cruzó con la de Niccolò. ¡Después de todo lo sufrido iban a atraparlos en una miserable cola a las puertas de la ciudad!
—¡Espoleemos los caballos y salgamos a la fuerza! —le murmuró Joan a su amigo.
—Ni lo intentéis —contestó Niccolò—. El cuerpo de guardia es muy numeroso y tienen cadenas, cuerdas y otros artilugios para detener a los caballos. Además, nos separa de la salida un muro de gente.
—Pues estamos perdidos.
—Aún no —repuso el florentino. Se incorporó sobre los estribos de su caballo y, agitando la mano, llamó la atención del oficial que se encontraba delante, justo en la puerta—. ¡Mario! —gritó.
El oficial los vio y señaló a Niccolò.
—¡Que pasen esos, tienen salvoconducto de la Señoría! —ordenó a sus soldados.
Mientras, el revuelo que causaban los mensajeros abriéndose paso entre la multitud que esperaba del lado de la ciudad iba en aumento.
—¡Cerrad las puertas! —se oía gritar—. ¡Que no salga nadie!
Pero los soldados ya habían formado un pequeño pasillo por donde Niccolò, Joan y Francesco avanzaron hasta la entrada.
—¡Mostradme el salvoconducto! —gritó Mario para que todos le oyeran.
Niccolò le tendió un documento y el oficial lo revisó.
—¡Cerrad las puertas! —gritaban los mensajeros a sus espaldas.
—Es correcto —dijo Mario—. Pasad.
Se apresuraron a salir de la ciudad y de inmediato el oficial gritó:
—¡Cerrad las puertas! —Y estas se cerraron tras los fugitivos.
Al alejarse pusieron sus caballos al trote y Joan suspiró aliviado. Sentía en su cintura la espada y la daga, vestía como un seglar y su amplio gorro ocultaba la tonsura.
—Y ¿ese salvoconducto? —le preguntó a Niccolò cuando este se puso a su lado en el camino.
—Una buena falsificación. Y Mario, el oficial, es de los nuestros.
Poco después, ya lejos de cualquier posible mirada desde las almenas de las murallas de Florencia, pusieron sus monturas al galope. El cielo estaba cubierto y pasadas cuatro horas desde su salida de la ciudad, llegaron a una granja amiga, apartada del camino, donde les dieron posada. Oscurecía.
—Si han salido en nuestra persecución, dudo que lleguen tan lejos esta noche —dijo Niccolò—. Partiremos antes del amanecer, tan pronto como la luz lo permita.
Al día siguiente precisaron de tres horas más de trote y galope para encontrarse con el último de los puestos de guardia florentinos. Niccolò les mostró unos documentos y los soldados les franquearon el paso. El siguiente puesto de guardia era pisano. Niccolò le entregó a Joan la documentación que le permitía paso franco en territorio de Pisa. Él permanecería en Florencia con Francesco y con muchos otros de los llamados
indignados
para propiciar la caída de Savonarola. Joan no sabía si volvería a verle.
—Buena suerte —le dijo—. Que Dios os proteja y que logréis la libertad para Florencia.
—Gracias por vuestra amistad, Joan. —El semblante del florentino era ahora serio—. Me honro en ella. Y os deseo que alcancéis la felicidad. Es mejor ser feliz que libre.
—¿Es que se puede ser feliz sin ser libre?
—Seguramente —repuso Niccolò sonriendo—. Siempre habláis de libertad. Pero recordad, amigo: la libertad es una utopía.
Tras darse un fuerte abrazo, Niccolò partió al trote con su camarada. Joan se quedó contemplándole, pensativo, mientras se alejaba.
—Y ¿no lo es también la felicidad? —murmuró.
—Te espero mañana a mediodía en el Vaticano —le dijo don Michelotto a Joan cuando este le entregó el
Libro de las profecías
, después de relatarle lo ocurrido en Florencia—. César Borgia tendrá algo que decirte.
A Joan no le gustó la expresión ceñuda de su amigo, le conocía. Estaba enojado.
—Espero que César, al contrario que vos, sepa agradecer mi esfuerzo y los peligros a los que me he expuesto —repuso Joan—. Y que celebre el éxito de la misión.
—No se puede hablar de éxito cuando se desobedece una orden.
—¿Con respecto a fray Silvestro Maruffi?
—Sí.
Joan meneó la cabeza disgustado; había esperado otro recibimiento.
El regreso, en una de las galeras de Vilamarí, había transcurrido sin incidentes, y el antiguo fraile, que cada día comprobaba complacido cómo su pelo crecía en la calva de la tonsura, tuvo cumplida ocasión de revisar el libro.
Era muy parecido, aunque un poco mayor, al libro en el que Joan anotaba sus pensamientos, y se dijo que el fraile profeta fallecido y él coincidían en el mismo hábito. Contenía un buen número de páginas de papel repletas de anotaciones en latín con una caligrafía poco cuidada. Pudo entender la mayoría de su contenido, una retahíla de oraciones y súplicas acompañadas por una relación de desgracias que anunciaban el próximo advenimiento del Apocalipsis. Los textos era inconexos y Joan supuso que eran fruto de largos ayunos, noches en vela rezando, cilicios y azotes. Al igual que Niccolò, que había querido revisar el libro antes de entregarlo al Vaticano, Joan se dispuso a tomar buena nota de cualquier indicación que le permitiera anticipar el futuro. Sin embargo, fuera de una visión pesimista y terrorífica de este, nada pudo sacar en claro. Se dijo que hacía falta un fraile tan extraviado como Silvestro Maruffi para interpretar aquello y que posiblemente gran parte de las profecías fueran de su propia cosecha. No andaba desencaminado César Borgia cuando le ordenó asesinarle.
Al llegar a Roma encontró a su esposa al frente de la librería, tan radiante como la había soñado todo aquel tiempo interminable.
—¡Joan! —exclamó ella lanzándose a sus brazos.
Él la acogió feliz mientras notaba que ella empezaba a llorar con un hipo suave que le impedía hablar. La apartó ligeramente para besar sus ojos húmedos y sus labios, y después la estrechó con suavidad contra su cuerpo. No les importaba que tanto clientes como empleados fueran testigos de su intimidad. Lo hacían con sonrisas condescendientes.
—¡He rezado tanto por vos! —le susurró ella al oído cuando se recuperó.
Joan no pudo evitar reír al recordar sus oraciones, ayunos, cilicios y otras disciplinas.
—Os aseguro que más he tenido que rezar yo —dijo alegre—. Ya os contaré.
El encuentro con su madre, su hermana María y sus sobrinos fue igual de emotivo, y para Joan, ver de nuevo a Ramón representó un momento especial.
—Papá —dijo abriendo los brazos sonriente, y Joan le estrechó emocionado.
Joan tenía que reconocer que, bajo la protección de los Borgia, la librería había evolucionado de forma muy satisfactoria durante su ausencia. Continuaba siendo, fuera del Vaticano, el centro de reunión preferido de los
catalani
y de los que aspiraban a su cercanía o a cerrar tratos con ellos. Y en ella reinaba Anna, digna y algo distante, aunque amable y sonriente, ante las galanterías de los caballeros, al tiempo que cálida y cercana con el círculo de damas que acudían al establecimiento capitaneadas por sus buenas amigas Lucrecia Borgia y Sancha de Nápoles y Aragón.
Encontró a Pedro Juglar en la imprenta, con las manos llenas de tinta, y a pesar de ello le dio un abrazo al que el aragonés respondió evitando que sus manos mancharan a su futuro cuñado. Anna le había informado a Joan sobre el excelente progreso del aragonés en su aprendizaje. También del trabajo que le costaba a María verle a distancia durante el día y mantener un cortejo recatado en presencia de la madre antes de que ambos se acostaran, ella, en el primer piso, junto a sus hijos, y él, en el taller con los aprendices. Estaba ansiosa de convertirse en la esposa del antiguo sargento.
—¡Me alegro tanto por María! —repetía Anna ilusionada—. ¡La he visto tan feliz desde que Pedro está con nosotros!
Aquel mediodía, después de la comida, María envió a sus hijos a jugar al patio, donde imitaban a los encuadernadores e impresores, y le comunicó a Joan, frente a Anna y su madre:
—Pedro y yo no podemos aguantar esta espera. Queremos adelantar la boda al próximo domingo.
Joan miró a su madre y a su esposa. Afirmaban con la cabeza y su sonrisa insinuaba confidencias que no estaban dispuestas a desvelar. Joan sonrió también y abrió sus manos en gesto de interrogación.
—Me alegro mucho —dijo—. ¿Nos estáis invitando?
César Borgia le recibió de nuevo en la sala de las Sibilas. En aquellos meses, el hijo del papa se había consolidado con fuerza en su papel de portaestandarte papal y era mucho más respetado y temido que su fallecido hermano Juan. No solo era valeroso, sino reflexivo, y jamás desistía cuando pretendía algo. A su lado se encontraba, fiel como un perro de presa, don Michelotto. César no se anduvo por las ramas y tan pronto como se encontraron inquirió:
—¿Por qué no matasteis a fray Silvestro Maruffi cuando tuvisteis ocasión?
Sus ojos oscuros y profundos le miraban con intensidad y su bien cuidada barba le daba un aspecto algo siniestro.
—No pude.
—Desobedeciste nuestras órdenes.
—No, no lo hice —repuso Joan con calma—. Traté de matarle, le puse una soga alrededor del cuello al estilo de don Michelotto, pero no encontré las fuerzas. El fraile es un buen hombre y llevaba conviviendo con él más de un mes; le apreciaba. Además, esa no era la misión a la que me comprometí al salir de Roma. Debía robar el
Libro de las profecías
y lo hice. Sin el libro, fray Silvestro no es nada, deja de ser peligroso.
—Creía que erais uno de los nuestros —insistió el hijo del papa.
—Y lo soy. Solo que no soy capaz ni estoy dispuesto a hacer ciertas cosas. No tengo las habilidades de Miquel Corella.
César Borgia le contempló un tiempo pensativo. Joan se preguntaba si sabía que era él quien había asesinado a su hermano. ¿Se lo habría dicho Miquel?
—Los nuestros no desobedecen órdenes —dijo al rato, su mirada era amenazante—. Entre otras cosas, porque saben lo que les espera a los rebeldes.
—Yo no soy un soldado vuestro, señoría —repuso Joan indignado; la actitud de César le parecía muy ingrata—. No cobro vuestra soldada, a mí no me podéis ordenar matar a nadie. Yo soy un simple librero que se gana la vida honradamente y que quiere vivir en paz junto a su familia. Nunca pedí verme separado de los míos para jugarme la vida disfrazado de fraile y robar un libro. No soy un rebelde, todo lo contrario, me sometí a vuestro capricho, solo que no pude matar al fraile. No soy un asesino.
—Discrepo en eso y en lo demás. —El Borgia mantenía su mirada dura—. Vos, vuestra familia y vuestro negocio sobrevivís en Roma gracias a nuestra protección. Un extranjero como vos, un
catalano
, no duraría ni un par de días, por muy fortificado que tengáis vuestro tenducho. Sacáis pingües beneficios de él, así que no podéis decir que no recibís mi soldada. Estáis a mi servicio, a mis órdenes, Joan Serra de Llafranc.
Joan se irguió sosteniéndole la mirada al hijo del papa y se dijo que era peor aún que su hermano. Deseaba gritarle que él era un hombre libre, pero se mordió los labios, conteniéndose. Quizá no lo fuera, quizá la libertad era una utopía, una quimera, como le había dicho Niccolò.
—Más os vale que cumpláis en la próxima ocasión —le advirtió el hijo del papa.