Tiempo de cenizas

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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En pleno Renacimiento, Joan y Anna, alejados de su tierra de origen, consiguen regentar una librería que se convierte en el centro de las intrigas de Roma. El establecimiento es un símbolo del clan español de los Borgia, que gobierna la ciudad con mano de hierro, y, por lo tanto, un objetivo a destruir por las grandes familias romanas que urden la caída del papa Alejandro VI y de sus ambiciosos hijos Juan, César y Lucrecia. Joan y Anna son felices a pesar de las traiciones, complots, adulterios, guerras y asesinatos que los rodean. Sin embargo, Juan Borgia, un joven que no acepta negativas y en el que su padre, el papa, ha delegado todo su poder, se encapricha de Anna. A partir de este momento el matrimonio deberá enfrentarse también al poder de sus protectores, los Borgia, para salvar su amor, su familia y su dignidad. Este es el inicio de una gesta que llevará al librero a luchar junto al Gran Capitán por la conquista de Nápoles, a convertirse en fraile para derrocar a Savonarola en Florencia, a enfrentarse a la Inquisición y a la peste en España, a luchar contra naves corsarias en el Mediterráneo y a participar en las miserias, la gloria y la caída de unos personajes fascinantes y únicos: los Borgia. La historia de un hombre libre enfrentado al poder de los Borgia y de una mujer valiente que desafió a su tiempo.

Jorge Molist

Tiempo de cenizas

ePUB v1.0

AlexAinhoa
07.03.13

Título original:
Tiempo de cenizas

© Jorge Molist, 2013

© de la imagen de la portada, Opalworks

Mapa de Roma, extraído de
Civitates Orbis Terrarum,
publicado por Georg Braun (1541-1622) y Frans Hogenberg (1535-1590), c.1572. Grabado coloreado de Joris Hoefnagel (1542-1600). Colección privada © The Stapleton Collection / Bridgeman Art Library / Index Florencia hacia 1470. Florence, Museo di Firenze com'era © 2012 Photo Scala, Florence - courtesy of Musei Civici Fiorentin

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

A Paloma, mi inspiración y mi amor.

PRIMERA PARTE
1

—¡El reo ha jurado decir verdad! —clamó el alguacil.

Y el eco de sus palabras rebotó en las paredes del enorme espacio del Tinell de Barcelona, la gran sala de ceremonias de los antiguos reyes de Aragón. Su grandiosidad estaba destinada a empequeñecer e intimidar a los visitantes, fueran embajadores o vasallos. Sin embargo, el rey ya no estaba allí.

El lugar desde donde antes el monarca impartía justicia se había convertido en la madriguera del dragón, la cueva de la fiera de múltiples cabezas que aterrorizaba a la ciudad: la Inquisición. El sitio del trono lo ocupaban ahora una silla y una robusta mesa situadas sobre una tarima elevada tres escalones por encima del suelo de piedra. Un dosel de tela negra colgaba por la espalda y los costados del entarimado protegiendo el sitial del frío y las corrientes de aire. Allí se encontraba el inquisidor.

El fraile dominico, con hábito blanco y capucha negra calada, parecía indiferente a lo que ocurría a su alrededor y movía los labios en un rezo silencioso leyendo su libro de oraciones. La luz mortecina de aquella tarde lluviosa, que penetraba por los grandes ventanales situados a su derecha, no le bastaba y se ayudaba con un candil apoyado en la mesa.

No fue hasta poco después de oír al alguacil que el monje levantó la vista para clavar sus ojos en el reo. El candil le iluminaba el rostro desde abajo y resaltaba una pronunciada barbilla, una nariz ganchuda y unas cejas de pelos largos.

—¿Quién eres? —interrogó con voz áspera.

El hombre que se erguía frente a él percibió un revuelo de plumas que rasgaban el papel: los funcionarios de la Inquisición se apresuraban a anotar el interrogatorio.

—Joan Serra. —Y al decir su nombre se irguió un poco más. Aquella sala le traía recuerdos trágicos de cuando apenas era un niño encogido de terror. Habían transcurrido muchos años y él había cambiado. Ahora miraba al juez a los ojos, casi desafiante.

—Joan Serra ¿qué? —preguntó el fraile.

—Joan Serra de Llafranc —repuso el hombre con voz firme.

El inquisidor contempló al reo con interés. Los acusados solían mirarle temerosos, pero aquel no parecía sentir miedo. Era alto y fornido, mostraba una poderosa nariz que debía de haber achatado ligeramente un golpe y que le confería un aspecto audaz, y lucía el pelo castaño cortado a media melena y unas pobladas cejas sobre unos ojos oscuros de aspecto felino que le miraban fijamente.

—¿A qué te dedicas?

—Soy librero.

—¡Ah, librero! —repitió el inquisidor. Su tono era amenazante, como si aquella afirmación le hubiera hecho ya culpable.

Joan miró a su derecha. Anna, su amada esposa, se encontraba de pie, flanqueada por dos oficiales de la Inquisición. Pensó en las argollas de hierro, que estarían hiriéndole las muñecas. Sus hermosos ojos verdes estaban húmedos y ambos se miraron unos instantes con ternura. ¡Qué intenso fue el intercambio! Como si quisieran recordarse sus largos años de amor. Después, el hombre volvió sus ojos al fraile, que le contemplaba desde detrás de su mesa, en lo alto de la tarima. Le observaba igual que un ave carroñera lo haría con su presa.

—Sí. Librero e impresor.

—¡Impresor! —El tono del inquisidor se hizo más duro.

—Sí. Librero e impresor —insistió Joan—. Y por cada libro que vos hicisteis quemar, yo imprimí e hice circular diez.

La barbilla del fraile pareció caer. Le miraba boquiabierto. Nadie se atrevía a hablarle así a él. Nadie desafiaba a un inquisidor. Aquel loco le decía a la cara lo que a otros les tenía que sacar con tortura.

Pero Joan no miraba al fraile, sino a Anna, que había soltado un quejido ahogado al oír sus palabras. Movía la cabeza con incredulidad y pesar; acababa de comprender lo que su esposo pretendía con aquella declaración suicida. Él trató de confortarla con una sonrisa que apenas se dibujó en su rostro, pues de inmediato su atención fue hacia uno de los individuos que la custodiaban. Era un pelirrojo enorme y panzudo que le miraba con sus oscuros ojos sanguinolentos y una sonrisa de triunfo en la boca. Era Felip Girgós, el fiscal de la Inquisición, su odiado enemigo, que contemplaba satisfecho la derrota final del librero. Sin embargo, aquel matón había dejado de tener importancia para Joan. Dirigiéndose de nuevo al fraile, que aún no había reaccionado, dijo:

—Y cuando yo muera, los de mi gremio seguirán haciendo lo mismo hasta que los libros y la cultura destruyan vuestra Inquisición.

El inquisidor cerró la boca y apretó los dientes. Le costaba creer lo que veía y oía. Le asombraba el desparpajo de aquel hombre, su coraje. Frunció el ceño mientras aquellas palabras resonaban en su interior. Contempló al que sería su próxima víctima, que le miraba erguido, en silencio y con la cabeza alta.

Por un momento pudo ver en sus ojos el futuro que le vaticinaba, un tiempo nefasto en el que los libros libres derrotarían a la Inquisición y acabarían con ella. De pronto, el fraile tuvo la certeza de que aquel tiempo llegaría, y sintió temor. Después, rabia.

—¡Arderás en la hoguera! —rugió.

Joan afirmó con la cabeza y al inquisidor le pareció que una sonrisa asomaba en los labios de aquel hombre que debería temblar de miedo en lugar de mirarle desafiante.

Se levantó de su asiento, encolerizado, y de un manotazo apartó los papeles y el libro, que cayeron al suelo. La llama del candil osciló peligrosamente mientras este se balanceaba al borde de la mesa. Su luz proyectaba sombras lúgubres en la faz del fraile.

—¡Quemado! —insistió gritando—. ¿Te enteras? ¡Serás quemado vivo!

El reo hizo otro gesto de asentimiento. Lo entendía perfectamente y eso era lo que había estado buscando. Su actitud tranquila, casi complacida, enrabietó más al juez, que descargó un puñetazo sobre la mesa.

El candil cayó ocultando al fraile en las sombras que producían su capucha y el dosel. El aceite se desparramó sobre el libro y los papeles de la Inquisición caídos al suelo, que empezaron a arder. Los soldados corrieron a apagar el fuego mientras el inquisidor parecía gruñir dentro de su oscura madriguera, y Joan volvió su atención a su esposa, que le miraba con una tierna tristeza. La amaba desde el día en que la vio por primera vez, anheló con desesperación compartir con ella su vida, y ahora la acompañaría en la muerte. Sabía que la acusación que le había llevado frente al inquisidor le hubiera condenado a una muerte rápida, benévola; la que no tendría su esposa por culpa de aquel maldito fiscal pelirrojo.

Ella sería ejecutada en la hoguera sin la clemencia que aplicaban a los que reconocían sus culpas: morir antes al garrote. Estaba destinada a ser quemada viva. Ahora él, después de su desafío, también. Temía al fuego, aunque mucho más dejarla sola en sus últimos instantes. Anna le miraba llorosa negando con la cabeza mientras trataba de sonreírle con cariño. Sabía que él lo había hecho todo para acompañarla en la más horrible de las muertes. Para estar juntos hasta el final.

Joan se incorporó del lecho sobresaltado. Jadeaba y tenía el cuerpo cubierto de sudor. Aquella pesadilla era angustiosamente real y recordaba haber sentido algo semejante al despertarse unos días antes. ¿Serían premoniciones, avisos de un trágico futuro?

Se dijo que se encontraban a salvo en Roma, que la Inquisición y Felip, el matón pelirrojo, estaban muy lejos, en España, donde seguramente él jamás regresaría.

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