Tiempo de cenizas (38 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Eso es cierto; sin embargo, se trata solo de un primer paso. Aunque por ahora nos centramos en los falsos conversos, también combatimos la sodomía, la brujería y cualquier otro pecado.

—¿Cómo es que habláis tan bien el florentino?

—Fui fraile bibliotecario en el convento de Santa Caterina. Y teníamos obras escritas en lenguas vulgares. Por su importancia, gracias a Petrarca, Boccaccio y sobre todo Dante Alighieri y su
Divina comedia
, la principal lengua extranjera era el toscano antico. Lo aprendí con unos frailes italianos para poder leer esas obras y lo mejoré conversando con marinos toscanos que recalaban en Barcelona.

—No creemos que esos autores y sus obras deban ser leídos por los buenos cristianos —observó fray Domenico de Pescia, el suprior—. Las hemos condenado a la hoguera.

—Comprendo vuestras razones. Sin embargo, en mi función de bibliotecario e inquisidor debía conocerlas.

—Aun así habláis muy bien el florentino —murmuró Savonarola pensativo.

—Tengo facilidad para las lenguas, padre.

—Bien, os pedimos que seáis tan amable de abandonar ahora la estancia hasta que os requiramos —dijo el prior.

Un joven y corpulento fraile que se había mantenido de pie en un extremo de la sala le acompañó al exterior dejando a los tres monjes solos en su debate. Joan, en su papel de fray Ramón, no pudo evitar pasear inquieto por delante de la puerta aguardando a que le llamaran. Esperaba haber sido convincente, se jugaba la vida en ello. Sabía que releerían las falsas cartas de Torquemada y que las compararían con otras que sin duda guardaban de él. Rezaba por que Miquel Corella y sus falsificadores del Vaticano hubiesen hecho un buen trabajo. Si las cartas superaban el escrutinio de los monjes, estos debatirían sobre la conveniencia de admitirle temporalmente en la comunidad.

Se sabían odiados por mucha gente, y cuando Joan llegó al convento el día anterior, a pesar de sus hábitos, tuvo que pasar el examen de los soldados del cuerpo de guardia antes de ver siquiera al fraile portero. Después, este tomó su carta de presentación, la estudió detenidamente, le preguntó sobre ella y lo acomodó en la llamada
hospedería de los pelegrinos
, situada a la derecha de la entrada principal, en uno de los lados del claustro. Allí permaneció sin poder salir hasta el interrogatorio de aquella mañana. Aquel lugar se regía en cuanto a seguridad por normas muy estrictas. Eran desconfiados, y con razón.

Si al fin era aceptado, los dominicos escribirían a Santa Caterina de Barcelona y al convento de Santo Tomás de Ávila para comunicar su llegada. Para cuando recibieran los frailes las respuestas, Joan debía encontrarse muy lejos de Florencia.

La llamada del joven monje le hizo regresar de sus pensamientos con un sobresalto.

—El abad desea veros, hermano —le dijo. Y le abrió la puerta de la sala capitular.

—Fray Ramón —le dijo Savonarola sin más preámbulos—, sabemos que habéis hecho un largo viaje y vuestro hábito está sucio y raído. Poneos este otro.

—Sois muy amable, abad. Así lo haré —contestó Joan tomando la prenda que le ofrecía el monje joven.

—Cambiaos el hábito —repuso, perentorio, Savonarola.

—Lo haré en mi celda.

—Aún no tenéis celda y debéis cambiaros ahora.

—¿Ahora y aquí?

—Hacedlo, es una tradición de este convento.

Joan comprendió que se trataba de una prueba y que no le quedaba más opción que obedecer.

—Si lo ordenáis, así lo haré, padre —repuso sumiso.

Se quitó la capa y después el hábito.

—Despojaos también del cilicio.

Cuando lo hizo se quedó solo con las sandalias; sentía frío. Vio cómo los frailes contemplaban su pene; de haber estado circuncidado, le hubiera costado la vida.

—Daos la vuelta —dijo el abad.

Les dio la espalda. Sabía que observaban las señales del cilicio y de los azotes en su cuerpo.

—Muy bien, fray Ramón —le dijo al fin Savonarola—. Podéis poneros el cilicio y vestir el hábito nuevo.

El fraile joven le ofreció el cilicio y las ropas, y cuando estuvo vestido se volvió hacia los monjes, que continuaban observándole.

—Vemos que usáis cilicio y os disciplináis. Eso habla a favor de vuestra piedad. Sin embargo, deberíais ayunar más.

—Así lo haré, padre abad.

—Bien, sois bienvenido en nuestra comunidad por el tiempo que preciséis —concluyó Savonarola—. También nosotros queremos saber sobre la Inquisición española, y nuestro intercambio de conocimientos será a mayor gloria del Señor.

—Alabado sea Su nombre.

—Hemos decidido que vuestra tarea en nuestra comunidad sea la de ayudar a fray Lorenzo, el bibliotecario, y decidir qué libros se prohíben. Participaréis también en las requisas de libros y su quema.

Joan sintió que se le encogía el estómago. Odiaba la censura y más aún la quema de libros. Había prometido luchar por la libertad y ahora se convertía en un esbirro de aquellos fanáticos que le obligaban a todo lo contrario. Tratando de disimular inclinó, sumiso, la cabeza.

—Como ordenéis, padre prior —dijo.

Recordaba con tristeza su promesa: «Por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez. Y haremos que lleguen a sus lectores». El destino le gastaba una broma macabra.

57

Joan sintió un gran alivio al salir de la sala capitular; aquellos frailes eran extremadamente suspicaces y se consideraba afortunado por haberlos engañado. El fraile joven le entregó su hatillo, cuyo contenido, sin duda, habría sido cuidadosamente revisado.

—Soy fray Giovanni —se presentó. Por primera vez le sonreía—. Os mostraré la celda que se os ha asignado.

Conforme recorrían el edificio, Joan no pudo evitar comparar aquel convento con otro que él conocía bien; el de Santa Anna en Barcelona. La disposición física era muy semejante. Un claustro cuadrado alrededor de un patio central por donde se podía deambular sin mojarse los días de lluvia y desde el que se accedía a los edificios principales: la iglesia, la sala capitular y el refectorio, donde comían los frailes. Pero aquí terminaban las semejanzas, pues el aspecto de la construcción era completamente distinto. El convento de San Marco estaba edificado en el nuevo estilo al que Innico d’Avalos llamaba Renacimiento, mientras que Santa Anna lo estaba en el estilo antiguo de arcos ojivales, el gótico. Sin embargo, a pesar de que el convento de San Marco llevaba terminado más de cincuenta años, en Santa Anna aún se construía el piso superior del claustro según el estilo antiguo. Además, San Marco era mucho mayor, tenía cuarenta y tres celdas y en aquel momento vivían allí treinta y nueve monjes, y se notaba la prosperidad.

Mientras le acompañaba, fray Giovanni iba mostrando a Joan las dependencias, y a este le llamó la atención la belleza y abundancia de frescos que adornaban las paredes.

—Muchos de ellos son de fray Angélico —le explicó su acompañante—. Era un fraile de nuestra orden que pasó varios años pintando aquí.

—¡Qué belleza! —exclamó Joan deteniéndose frente a una de las imágenes.

—No os equivoquéis —le aclaró fray Giovanni—. Esas pinturas no pretenden producir un placer estético, sino llamar al rezo y a la meditación. Si fueran motivo de vanidad, serían destruidas.

De camino a las escaleras que conducían a la planta superior se encontraron con un joven de unos veinticinco años que vestía de seglar y al que fray Giovanni saludó con toda familiaridad, como si se tratara de uno de los monjes.

—Es Baccio della Porta —le explicó después a Joan—. Es un gran artista y un hombre muy devoto. Está pintando ahora un retrato de nuestro abad, a quien admira y sigue con devoción. Ha comprendido lo fatuo y vano de su vida anterior y él mismo ha quemado, para mayor gloria del Señor, muchos de sus cuadros antiguos en la hoguera de las vanidades.

Joan no dijo nada. No comprendía que aportara gloria alguna al Señor quemar arte o conocimientos, ya fuera en forma de pinturas o de libros.

Las celdas estaban situadas en el primer piso del edificio, a lo largo de unos pasillos que, por encima del claustro, formaban tres lados de un cuadrado. El cuarto lado correspondía a los muros de la iglesia del convento y, por lo tanto, estaba desprovisto de celdas. El habitáculo asignado a fray Ramón se encontraba en el corredor sur; era un cubículo de dimensiones muy reducidas que albergaba un catre, una pequeña mesa, una silla y un estante. Tenía un ventanuco que miraba al norte y daba al claustro.

—Esta es la zona de los novicios —le comunicó fray Giovanni.

Joan se dijo que era extraño que no hubiera celdas libres en los otros dos pasillos e interpretó que le ubicaban con los novicios como una advertencia de Savonarola: le vigilarían, continuaba a prueba.

Las paredes de la celda estaban encaladas, con la excepción de la opuesta a la puerta. Una pintura de Cristo crucificado con santo Domingo en actitud de rezo y adoración a los pies de la cruz ocupaba la mayor parte de la reducida pared. La imagen mostraba reguerones de sangre que se deslizaban por el madero hasta llegar a la tierra. Era un trabajo poco delicado, muy distinto de los que Joan había visto en el resto del convento.

—El único objeto de esta pintura es inspiraros en la piedad, el rezo y la oración —le explicó el fraile—. Las imágenes de las celdas de los monjes veteranos son más ricas y elaboradas; con excepción de las tres que ocupa el prior, al final de este mismo pasillo. Sus paredes están desnudas. —Y tendiendo sus manos, una hacia la pintura de la pared y otra hacia la ventana que se abría en ella, continuó—: Ved, una es la ventana al mundo y la otra es la ventana al espíritu.

Cuando la campana de la iglesia anunció con sus seis toques el mediodía, Joan bajó al claustro, uniéndose a los demás frailes, que, con la capucha calada, iban recitando la letanía del Sagrado Nombre de Jesús. Después entraron en la iglesia y Joan se situó al lado de Giovanni, el fraile joven. Este, al igual que el resto de los monjes, adoptó una de las nueve posturas de rezo que había transmitido el fundador, santo Domingo de Guzmán. Se situó de pie, en posición erguida, con los ojos cerrados, el rostro relajado y las manos plegadas sobre el pecho. Joan sabía que significaba acogida y recogimiento profundo y le imitó.

Empezó la misa, celebrada por fray Domenico de Pescia, el suprior; cuando este inició el sermón, fray Giovanni desplegó los brazos y situó sus manos a la altura de los hombros con las palmas mirando al altar. Indicaba escucha y aceptación. Fray Domenico clamó contra los pecados del mundo y advirtió de la cercanía del fin de los tiempos y del juicio universal. Lo hacía en toscano, la lengua del pueblo, puesto que a esa hora asistían multitud de fieles. Estos acudían a oír el sermón de Savonarola, pero al tenerlo prohibido en público por el papa, lo delegaba en el suprior.

Al librero le pareció una prédica llena de amenazas y advertencias, destinada a atemorizar a los fieles y criticar los poderes mundanos ensalzando los de la religión. Su estilo era muy efectivo. Usaba pausas e inflexiones en los párrafos que deseaba subrayar. Joan se preguntó cómo sería uno de los sermones de Savonarola. El fraile joven unió sus manos en actitud de rezo durante las oraciones que siguieron a la alocución del suprior.

Al final de la misa, fray Giovanni separó las manos, que había mantenido juntas durante el rezo, dirigiendo sus palmas abiertas a la imagen del Crucificado. Joan continuó imitándole. Aquella postura significaba disponibilidad y ofrenda al Señor.

Más tarde, siguiendo al joven fraile, Joan cruzó el claustro para dirigirse a la sala de acceso al comedor, donde se lavaron las manos, y entraron al refectorio. Se bendijo la mesa y un fraile empezó a recitar unos salmos mientras comían. A Joan aquello no le pareció mucho más que el almuerzo de un galeote. Consistía en un guiso de legumbres con verduras, pan, una manzana y agua.

Al terminar, Savonarola dirigió una oración de gracias y después le pidió a Joan que se levantara para presentarle a la comunidad como fray Ramón de Mur, del convento de Santa Caterina de Barcelona. Dijo que venía avalado por fray Tomás de Torquemada y explicó el propósito de su estancia con ellos. Después le hizo sentar e inició su propio sermón. Durante casi media hora clamó contra la relajación del clero, contra sus vicios y en especial contra Roma y el papa Alejandro VI, «que ya tiene reservado un sillón en el infierno». Su voz era estridente a veces, otras, suave; en ocasiones, chillaba y en otras, susurraba de forma que los monjes se echaban hacia delante para poder escucharle. Amenazaba, suplicaba, rezaba, y Joan, observando con disimulo a los frailes, comprobó que estaban muy atentos, hasta el punto de que algunos le seguían boquiabiertos. Quizá hubieran escuchado aquello cientos de veces, pero nadie se perdía una sola palabra. «Extraordinario», se dijo fray Ramón de Mur; las formas de aquel hombre constituían un verdadero espectáculo con independencia de su contenido. Pero además de una magistral representación, el mensaje que transmitía era verdaderamente revolucionario. Estaba en guerra contra cualquier poder o placer terrenal; representaba un inconformismo radical y llevaba al extremo el compromiso del fundador de la orden con la austeridad y la pobreza. Entonces fue cuando Joan se dio cuenta de que, al igual que varios de los frailes, él tenía también la boca abierta. La cerró diciéndose que aquel monje visionario era fascinante y terrible a la vez.

58

Después de la comida, el suprior le dijo a fray Ramón:

—Durante los primeros días de vuestra estancia con nosotros haréis vida comunitaria dedicada exclusivamente al rezo. Aplicad con rigor nuestra regla de «no hablar sino con Dios o de Dios».

—Como vos mandéis, padre suprior —contestó Joan, que estaba impaciente por empezar a investigar en la biblioteca en busca del
Libro de las profecías
—. Aunque bien sabéis que nuestro padre fundador, santo Domingo, nos pidió también que aplicáramos nuestras vidas al estudio y que dedicáramos parte del día a leer y meditar.

—Gracias por recordarme la cuarta regla —repuso fray Domenico ceñudo—. Sin embargo, «no hablar sino con Dios o de Dios» es la primera. Empezad por ella, así lo ordena nuestro prior fray Girolamo Savonarola.

Joan se acomodó a la rutina del convento, que se guiaba por el son de la campana. Al igual que en el de Santa Anna de Barcelona, los frailes tenían rezos diurnos y nocturnos, solo que la disciplina de aquellos monjes dominicos era mucho más estricta. Mientras que el prior Gualbes vivía en un palacio lejos del convento y lucía hábitos lujosos e incluso joyas, Savonarola era ejemplo de austeridad. Su único lujo como abad era ocupar tres celdas al fondo de un pasillo que ni siquiera estaban pintadas como las de sus frailes. Daba también ejemplo en la mortificación y en el ayuno. En el convento de San Marco no había disputas entre el abad y sus monjes sobre cómo proveer la cocina y la cantidad de las raciones, como ocurría en Santa Anna. Los frailes de San Marco admiraban y temían a su prior y a nadie se le hubiera ocurrido enfrentarse a él, y menos por la comida. La obra austera y rigurosa de santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden, estaba presente en todo momento, y sus principios eran aplicados por Savonarola con dureza. Demasiada, en la opinión de Joan.

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