Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
Él, no.
Él atacaría, de todos modos, y no distaba mucho de tener la posibilidad de hacerlo aquel día. Aunque su cuerpo sólo tenía quince años de edad, su cerebro habría ridiculizado al de cualquier adulto. Abrigaba demasiado odio y desesperación acumulados a lo largo de los diez años anteriores, que había pasado esperando.
O, si no, habría hecho falta un milagro.
Y el milagro se produjo.
En aquel segundo, se unió a los Siete, se fusionó con ellos, se encontró a sí mismo. Por primera vez, vivió. Fue una alegría asfixiante para él, que nunca había sentido amor, ni siquiera el filial.
El milagro.
Mackenzie, director general de
Killian Incorporated
, pronunció un discurso. Un senador pronunció otro discurso y después cedió la palabra al alcalde de Nueva York, que se declaró muy contento. A continuación intervino Melanie, con su humor abrupto. Habló durante unos minutos.
—Y ahora, la señora Oesterlé, la encargada del programa —anunció para acabar.
El banquete se celebraba en el Waldorf y recordaba a una convención política o a las veladas «Abril en París». Agrupaba a unos mil doscientos invitados. Ann y Jimbo Farrar deberían haber estado situados lejos uno del otro, pero, en el momento de pasar a la mesa, Ann había cambiado la tarjeta que llevaba su nombre por la de una tal Agatha Stevens, de la que no sabía absolutamente nada. Así, se encontraba cerca de su marido, del que no apartaba la vista. Estaba sentado en la fila de enfrente de la suya y tres puestos más allá.
—Usted no es Agatha Stevens.
Su vecino de la derecha no quitaba la vista de su escote.
—Está usted totalmente en lo cierto, soy su tío —respondió Ann.
Pero a Jimbo y sólo a él era a quien ella miraba fijamente, irritada, fascinada, preocupada por verlo tan tenso, en un grado en que nunca lo había estado. Estaba así desde la aparición de los treinta adolescentes en el estrado. «Ha ocurrido algo de lo que no me ha hablado y de lo que seguramente se negará a decirme nada». Pero no había habido oportunidad para ello con el bullicio que siguió a la presentación de los Jóvenes Genios.
Martha Oesterlé estaba hablando, con su dureza y su precisión habituales, y explicando los detalles del programa creado por la Fundación Killian para los treinta adolescentes seleccionados. No iban a contentarse con presentarlos; aquello era sólo un comienzo y en adelante la Fundación Killian se haría cargo de ellos totalmente.
Sus padres, según dijo Oesterlé, habían tenido a bien confiárselos. Todo estaba previsto. La Fundación Killian iba a abrir un colegio especial, reservado para ellos solos, en Cambridge (Massachussets). Iban a reagruparlos en él. Los mejores profesores de Harvard iban a darles clases, de todas las materias, según los gustos, las ambiciones y las especialidades de cada uno de ellos, ya se tratara de arte, ciencias humanas o ciencias propiamente dichas y en este último caso el
Massachussets Institute of Technology
les prodigaría cursos especiales. Y el esfuerzo financiero de la Fundación Killian no acabaría ahí; la maravillosa, generosa y patriótica idea del difunto Joshua Killian, creador e inspirador de «Cazador de Genios», iba a tener continuación: en adelante, todos los años, la Fundación Killian seleccionaría otra promoción de Jóvenes Genios y así se mantendría y se ampliaría el programa, año tras año, gracias a la Fundación Killian.
—Es usted el tío más precioso que he visto en mi vida —susurró a Ann su vecino de la derecha—. ¡Qué caramba! ¡Es la primera vez en mi vida que siento deseos de casarme con un tío!
—Espere a conocer a mi mujer —dijo Ann.
Seguía escrutando a Jimbo y lo que un poco antes era una simple intuición estaba volviéndose ya una certidumbre angustiosa; entre Jimbo y los Siete, fueran quienes fuesen y dondequiera que estuviesen, algo se había entablado, se notaba cada hora un poco más: una complicidad, una connivencia extraña. Había un aspecto de la personalidad de Jimbo que Ann nunca había comprendido. Era como si hubiese habido dos Jimbos. Uno, con el que vivía y con el que hacía el amor gozosamente, que la hacía reír, al que admiraba y del que estaba perdidamente enamorada y para siempre, era tierno, dulce y divertido y otro, secreto, todo inteligencia pura, a cuya alturas ella no habría podido —ni tendría jamás la posibilidad de— elevarse. Era duro, pero era así: acomodarse o marcharse.
Martha Oesterlé había concluido su discurso. La sucedió un Secretario de Estado. En nombre del Gobierno y del pueblo americano, agradeció a Killian su iniciativa. Subrayó que, por primera vez en el mundo, se solucionaba de forma tan clara y metódica el problema planteado por los niños superdotados.
Ann no la escuchaba. Estaba pensando en aquel segundo Jimbo, intocable, extraño, y al que, sin embargo, amaba con una ternura inalterable. Ahora veía ella hasta qué punto estaba fascinado por los Siete. Adivinaba al segundo Jimbo deslumbrado y asomado a un vacío vertiginoso y listo para dejarse caer en él.
Y no tenía idea alguna sobre cómo podía oponerse a aquel vértigo, a aquella posible caída.
«Se niega incluso a hablarme de ello».
Liza salió de la ducha y entró en la habitación. «No deberías pasearte desnuda», dijo su madre. «Pasearse desnuda es malsano, es impúdico, no está bien. Yo nunca me he paseado desnuda. ¿Acaso me has visto a mí pasearme desnuda alguna vez? Me moriría de vergüenza. En mi familia, en la que se respeta la religión, nos moriríamos de vergüenza. Seguro que es tu padre, con su sangre francesa, el que te infunde ideas semejantes». Liza no respondió. Se tendió en su cama, encendió la lámpara de la mesilla de noche y cogió un libro:
Antropología estructural
de Lévi-Strauss, en su edición francesa (leía perfectamente el francés, el español y el alemán y en aquel momento estaba aprendiendo el ruso). Se puso a leer.
—Y, además, podrías coger frío —añadió su madre.
Aparte de los catálogos, de algunas revistas femeninas recomendadas por el clero y de la Biblia, evidentemente, aquella mujer, que era su madre, no leía nada y nunca se había preocupado —y menos mal— de lo que pudiera leer Liza, salvo si era indecente, pero, al parecer, había considerado que Lévi-Strauss —podía ser un judío, con ese nombre— no era indecente y, además, ella no entendía el francés.
—¿Estás segura de que no quieres salir?
No hubo respuesta.
—Liza, te he hecho una pregunta.
—Cierto.
—Deberías venir. No saldremos del hotel. Cenaremos en él. Y esos Andersson tienen una hacienda como la nuestra en Dakota del Norte, salvo que el Sr. Andersson, a diferencia de tu padre, ha podido librarse de ella. ¿Vienes o no?
—Voy a leer un poco y a dormir.
Aquella mujer, que era su madre, acabó, de todos modos, marchándose. Eran casi las siete y media. Pasó una hora. Liza se levantó, dejó el libro, ni siquiera necesitaba un punto de lectura. Le bastaba con grabar la página en su memoria. Se vistió. Se lo tomó con calma. Pasó un buen rato peinándose, alisándose su dorado pelo. La cara que tenía delante, en el espejo, no mostraba el menor temblor y, sin embargo, estaba muy emocionada, embargada de una alegría que se desataba como una ola monstruosa.
Justo antes de las nueve, abandonó la
suite
.
El día había sido duro. Primero, aquella grotesca y humillante farsa en el estrado, después el banquete, en el que había estado separada de los otros seis, mientras le hacían preguntas absurdas.
Por último, por la tarde, ante una horda de periodistas y de supuestos científicos, aquellas pruebas infantiles a las que los habían sometido, ante los ojos satisfechos de aquella Martha Oesterlé, la más odiosa, con mucha diferencia, de todas: «¿La llaman Liza? ¿Es usted la que quiere dedicarse a la etnología? ¿O a la antropología? ¿Qué diferencia hay? ¿Y qué tal va usted en Historia? ¿Es verdad que tiene una memoria formidable? ¿Dónde nació Abraham Lincoln? ¿Y los nombres de pila del cuarto Presidente de los Estados Unidos? ¿Y cuál es la capital de Wyoming? ¿Cuántos habitantes tiene? ¿Y el nombre del fundador de Filadelfia? ¿Y la altura del puente de Brooklyn?…»
Estaba en el pasillo.
Eludió los ascensores, como estaba previsto. Al final del pasillo estaba la escalera de servicio. Si bien, a su llegada a Nueva York, para evitar que fueran presa prematura de los periodistas, los habían alojado en treinta hoteles diferentes, en aquel momento ya estaban reagrupados en el Waldorf.
Se internó por la escalera.
Un piso más abajo, había ya dos esperando: Wes, procedente de Boston, y Guthrie Cole, procedente de Talbott (Tennessee). No cambiaron palabra, pero se tocaron con la punta de los dedos y se sonrieron.
Bajaron.
Gil se les unió. Siguieron sin hablarse. ¿Qué iban a decirse? No necesitaban expresar su felicidad; con aquella intensidad, las palabras resultaban vacías.
Siguieron bajando.
Hari, que era el quinto y negro.
Siguieron bajando.
En la planta baja, y juntos, estaban Lee y Sammy. Ya eran siete y, por primera vez en su vida, estaban juntos y solos.
—Pero es imposible quedarse aquí —resumió Sammy, el único de los Siete que conocía Nueva York—. ¿Las habitaciones? Cualquiera tiene acceso a ellas: los padres o incluso esa Oesterlé. Nos sorprenderían en ellas. Tengo otra idea.
Se rió, loco de gozo. Era un pequeño judío, con ojos inmensos y negros y alegría comunicativa, vivo como una ardilla. Agitaba las manos al hablar. Movía la cabeza mientras contemplaba a los otros, como si no lograra creerse aún aquella milagrosa reunión.
—Incluso tengo un coche y he encontrado un sitio genial.
Volvió a reírse, les rozó los dedos. Precisó:
—El lugar más peligroso y más tranquilo de Manhattan en plena noche.
En Columbus Avenue, en el cruce de la Calle 106, la pareja salió de un bar con un rótulo rojo intermitente. Eran las nueve. La calle parecía ya desierta. Las tiendas tenían las cortinas echadas y las puertas atrancadas con cerrojos. El alto portorriqueño de dieciocho años que mandaba la batida alzó, indolente, la mano derecha. Señaló con el índice sin decir palabra: «Ése».
El hombre y la prostituta estaban hablando. Se separaron una primera vez. La mujer volvió a la carga, seguramente para rebajar la tarifa. El hombre movió la cabeza. Titubeaba ligeramente. Acabó alejándose por Columbus Avenue y en dirección a Saint-John-the-Divine. La mujer se encogió de hombros y después volvió a entrar en el bar.
Nueva señal muda: «Vamos».
Los cinco adolescentes se desplegaron, caminando en absoluto silencio con sus zapatillas de tenis y ocultándose instantáneamente en el quicio de una puerta cuando pasaba un coche. Ganaron rápidamente terreno hacia su presa.
Pasó un minuto, durante el cual se desarrolló la batida. El hombre no oyó a sus perseguidores, pero los sintió detrás de él, más o menos como se adivina una presencia en una habitación a obscuras. Se volvió de repente y vio a dos muchachos en la acera de la derecha y a otros tres en la de la izquierda. Reaccionó instantáneamente: echó a correr hacia el Este y bajando por la Calle 106 hacia Central Park West. Corrió cien metros…
… y fue atrapado.
Justo después de haber cruzado la Manhattan Avenue. Un primer navajazo hendió su chaquetón, su camisa y su camiseta y cortó la piel del homóplato hasta el hueso. Se revolvió, se sacó frenéticamente el cinturón y fustigó el aire, valiéndose de su pesada hebilla como de un arma.
—Hijoputas, ¡daros el piro!
Era de piernas cortas, macizo, cuadrado, y no tenía miedo. Pese al alcohol que había bebido… o tal vez gracias a él. El portorriqueño alto le sonrió:
—La pasta y salvas la vida.
Los otros tres lobos de la jauría estaban llegando, a su vez, para esbozar un cerco.
—Va a haber que sangrarte.
Volvió a azotar el aire, pero recibió un navajazo que esa vez le rajó el brazo izquierdo y la carne del abdomen. Intentó escaparse, desembocó en
Central Park West
, pero no tuvo tiempo siquiera de pegarse a una pared: una navaja le entró limpiamente por la cintura.
En aquel momento, resonó la sirena de un coche de policía. En el segundo que siguió, la jauría desapareció. Los dos policías se habían apeado y habían desenfundado. Sólo uno de ellos disparó, pero erró el tiro. Los cinco navajeros se habían lanzado a la calzada. La cruzaron. Se lanzaron a la Entrada del Extranjero, la Gran Colina a la izquierda, el Blockhaus y el terraplén que tenían delante.
Desaparecieron en la inquietante noche de Central Park. Los dos policías aparentaron perseguirlos, pero se detuvieron en los accesos a la espesura de la Gran Colina.
No estaban locos.
Silencio, silencio y más silencio. Ann acabó preguntando:
—¿Qué te parece mi vestido?
—Normal —respondió Jimbo.
Era un vestido rojo. Artn estaba dentro de él. Ann, su vestido y Jimbo estaban cenando en un restaurante chino de la Segunda Avenida, más allá de la Calle 96.
—Jimbo, son un poco mas de las nueve y tengo hambre, dicho sea de paso, y tú llevas horas pensando sólo en los Genios. No hacemos otra cosa que observarlos, escucharlos o mirar a quienes se ocupan de ellos. Jimbo, yo soy tranquila, soy naturalmente pacífica, equilibrada y apacible. Con mi humildad de ser inferior, agradezco a Dios todos los segundos de todos los minutos de todos los días de mi vida que me obsequiara con un marido tan maravilloso como Jimbo Farrar. Una de cada dos mañanas, lloro de alegría y no quepo en mí de agradecimiento, yo que sólo tengo una inteligencia corriente. Muy bien.
—Voy a recibir una regañina —dijo Jimbo—. Lo intuyo.
—Me temo que sí y te la habrás merecido.
—Eso seguro.
Apareció el camarero, que blandía unas cartas tan grandes como los mapas de carreteras de Texas.
—No es necesario —dijo Ann—. Queremos pato lacado, cerdo agridulce, esas cositas con tallos de bambú, pichones, arroz cantonés y arroz blanco, pollo con almendras, gambas rebozadas y dorada imperial. Nada más, gracias. Vuelva a vernos cuando pueda. Hasta pronto. Espere: y vino tinto.
El
maître
miró a Jimbo con mirada extraviada.
—Así mismo —dijo Jimbo—. Una orden es una orden.
El
maître
tomó nota frenéticamente y después se alejó, con la expresión de abatimiento de un misionero rechazado hasta el mar por los canacos a los que se disponía a evangelizar.