Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
Llevaba también unos vaqueros muy ajustados.
—Un poco más arriba, Jimbo, ya casi has llegado, esfuérzate un poquito más… Le importa un comino el programa, pero, como a su abuelo le interesaba mucho, a ella también. Dentro de poco, tres o cuatro años, mandará a su padre a las Bahamas o a un crucero por los mares del Sur y ocupará su lugar. Eso, así, ya casi estás… Melanie es la única persona capaz de reducir al silencio a Martha Oesterlé, que sólo piensa en una cosa: en acabar con «Cazador de Genios». De no ser por Melanie, Oesterlé conseguiría convencer a los demás administradores de que tu superordenador…
—Fozzy.
—… de que Fozzy debe abandonar a los genios y dedicarse a cosas serias.
—Puede hacerlo todo y al mismo tiempo.
—Por el amor de Dios, Jimbo, ¡me trae pero que totalmente sin cuidado, vamos! Lo importante es que lo que ocurrió anoche podría ayudar a Melanie a derrotar definitivamente a Oesterlé y a imponer «Cazador de Genios» hasta el final y tú lo has echado todo a perder. ¿Qué les has dicho?
Simplemente, que había querido gastar una broma a Ann, que se lo había inventado todo.
Silencio.
—¡Serás imbécil!
—Pues sí —dijo Jimbo.
Ella sonrió, contra su voluntad. Bajó la cabeza y se echó a reír. Después volvió a ponerse seria.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Te quiero.
Colocó la mano en la nuca de Jimbo y, tirando suavemente, lo obligó a bajarla y lo besó en los labios.
Vio en los ojos de él lo que iba a ocurrir, pero aquella vez no tuvo tiempo de dar un gran salto hacia atrás, tres o cuatro metros al menos. Fue como una casa cuidadosamente cerrada y calentita, apacible, en la que, al abrir de repente la puerta, el huracán se precipita dentro y lo trastoca todo.
AI cabo de un tiempo indeterminado, dijo, sin aliento:
—¡Resulta increíble lo que llegas a hacer tan sólo con dos manos!
—Pues sí.
Ella se volvió a vestir.
—Sátiro.
Una pausa.
—Pero, de todos modos, vas a partir.
Él no respondió.
—Te has inventado esos siete chavales que envían mensajes absurdos, te los has inventado precisamente para gastarme una broma, pero, de todos modos, vas a recorrer los Estados Unidos para ir a ver qué pinta tienen.
Él siguió sin responder.
—De acuerdo, Jimbo. ¿Y supongo que, por mi parte, yo debería intentar convencer a Melanie de que ha de hacer todo lo posible para proteger «Cazador de Genios»? ¿Diga lo que diga la Oesterlé esa?
Él se encogió de hombros:
—Pues no sería mala idea.
—Vete a ver a esos siete niños que no existen, Jimbo. Ve y después vuelve.
Por favor.
Porque a tu regreso podríamos hacer algunas cositas juntos: casarnos, por ejemplo, y fabricar unos niños comunes y corrientes. Y, ahora que pienso, Melanie y yo hemos charlado un buen rato. Me ha contado que
Killian Incorporated
iba a crear una nueva sociedad especializada en informática. ¡Qué coincidencia! ¿Eh? No tengo ni idea para qué puede servir y Melanie tampoco sabe más que yo, pero parece que van a necesitar a un informático superferolítico con un sueldo de campeonato y muy bien podría ser que pensaran en ti para ese puesto, en vista de que Sonnerfeld cree que eres un genio.
Jimbo parecía ausente, pero, de todos modos, preguntó:
—¿Quién es Sonnerfeld?
—El experto que acompañaba a Martha Oesterlé ayer.
Silencio.
—Tengo ganas de llorar, te aviso —dijo Ann.
Él le sonrió y alargó la mano para acariciarle la mejilla. Ella se le acercó y pegó su frente al pecho de él.
—Me he metido donde no me llamaban, ¿eh?
Silencio.
—¿De verdad eres un genio, Jimbo?
—Eso se sabría —dijo Jimbo.
La besó con una ternura infinita y añadió tristemente:
—Espero que tendré un despacho lo bastante grande para instalar mi tren eléctrico.
Partió de Colorado Springs el 20 de junio, último día de primavera, pero fue una simple coincidencia. Y así vio a los Siete por primera vez.
Cinco años y unos meses.
Como los otros seis, tenía toda la apariencia de un chaval común y corriente. Nadie había advertido nada.
Pero, atención.
¡ATENCIÓN!
Su caso era diferente. De los Siete, era el que más sufría por ser lo que era. Seguramente había sido el primero en descubrir la singularidad de su condición, el único que había sentido tamaña desesperación, y no sólo eso: rabia, una rabia increíble que databa del preciso instante en el que había tenido la revelación de aquel cuerpo sin fuerzas, sin defensas, sin posibilidades, en el que estaba preso. Y tener que someterse siempre: «Sí, papá», «sí, mamá», «sí, señor», «sí, señora», y «apaga esa televisión», «vete a la cama», «no, no puedes bajar solo», y «pero, ¿dónde te habías metido? Hemos tenido que pedir a la policía que te buscara», y «anda, vete a jugar con ese encanto de Polly y con Norma Jean»…
… Lo peor era aquella inverosímil y odiosa mediocridad de sus inteligencias y sus ambiciones.
Me gustaría matarlos a todos.
Entre los Siete había uno —al menos uno— que era como una serpiente dormida y que seguramente no atacaría, si no lo atacaban.
Éste
, no.
Éste atacaría, de todos modos, en cuanto tuviera la posibilidad de hacerlo o, si no, haría falta un milagro. Abrigaba ya demasiado odio y aquella infinita desesperación de creerse solo en el mundo.
Jimbo Farrar partió de Colorado Springs a primera hora de la tarde del 20 de junio de 1971 y no llegó a Taos el mismo día. Tuvo que dormir por el camino en un lugar llamado Questa. Viajó en autostop desde Pueblo a Colorado, primero con una pareja que iba a Salt Lake City y después con un agente comercial que se dirigía a Santa Fe y Albuquerque.
Llegó a Taos el 21. Las seis reuniones siguientes iban a desarrollarse del mismo modo.
Al principio, dijo la verdad o casi. Se reunió con la maestra Linda Jones, que, en sus ratos perdidos, regentaba, junto con su hermana, una tiendecita de arte indio en Ledoux Street, junto a la Harwood Library. Linda Jones había acompañado personalmente a los niños en autocar hasta Santa Fe (el experimento se había llevado a cabo en el terminal de ordenador de una empresa minera). Tenía cincuenta años. Miró fijamente a Jimbo como si éste tuviera cinco años:
—¿Y dice usted que mis nenes han hecho cosas extraordinarias con ese ordenador?
Jimbo se rió:
—Extraordinarias, no, en absoluto. Simplemente, hay cuatro o cinco que, a fuerza de toquetear el teclado, han acabado produciendo algunas cosillas y ése era precisamente el objetivo de la operación: ver si unos chavales de cinco años colocados delante de un ordenador podían hacer algo, fuera lo que fuese.
—¿Y ha venido usted de Denver sólo para eso?
—No, no —respondió Jimbo—, pero Taos queda, más o menos, de camino por la carretera de Colorado Springs a Alburquerque.
Y él tenía un tío en Albuquerque e iba a pasar unos días con él y le había parecido que sería divertido dar un rodeo por Taos simplemente para ver a aquellos chiquillos. Nada más. De lo contrario, no se habría desplazado, ¡qué ocurrencia!
—Pero, ¿no han hecho nada extraordinario?
—En absoluto…
Jimbo citó cinco nombres de niños.
Entre ellos figuraba, evidentemente, el de Gil Yepes.
—Gil Yepes y Larry Menéndez, Rosie Martínez, Jimmy Lee Gaines y Mo Watson…
La maestra alzaba las cejas al repetir los cinco nombres. Era evidente que estaba intentando recordar qué tenía de particular uno de los cinco niños. Dijo:
—La verdad es que no tienen nada de particular.
—¿Ninguno de ellos?
Después de las cejas, alzó los hombros.
—Son chiquillos como los demás.
Si le hubieran pedido a ella, la maestra, que designara a los más despiertos de la clase B, habría citado otros nombres.
Si acaso, Jimmy Lee. Jimmy Lee era despierto; el pequeño Gil, también, según los días: cuando no estaba demasiado en la Luna, pero, desde luego, no eran ningunos genios. No le cabía la menor duda.
—Lo acompaño —dijo—. Sus padres podrían darle con la puerta en las narices.
Escrutó a Jimbo y añadió con voz severa:
—Aunque me extrañaría. Es usted simpático. Reconozco que inspira usted simpatía y confianza irremediablemente.
—Lo siento —dijo humildemente Jimbo.
—Y no se haga el imbécil, encima —dijo, severa, la maestra.
Se encontraron en el pueblo indio, dentro de un edificio que tenía, al parecer, ochocientos años y ante un anciano con trenzas y el pelo sujeto con una cinta.
—Yo, abuelo Gil. Yo, nieto Gerónimo. ¿Rostro Pálido conocer Gerónimo?
Jimbo miró a Linda Jones, que no rechistó.
—Cinco dólares —dijo el anciano—. Tú pagar cinco dólares por foto yo. Yo, nieto Gerónimo.
—Y Kit Larson era mi tía abuela —dijo Jimbo—. ¿Y si dejara usted de hacer el payaso y hablase como todo el mundo?
El anciano soltó una carcajada y respondió:
—Por lo demás, no lleva usted máquina de fotos, ahora que pienso. Entonces, ¿qué clase de turista es usted?
Sólo entonces intervino Linda Jones. Habló unos momentos en español y se interrumpió sólo para decir: «El pequeño Gil está en el cuarto de al lado, dormido, puede usted entrar», y después siguió hablando muy animadamente, de nuevo en español, con todas las apariencias de que la traían sin cuidado Jimbo y lo que había ido a hacer allí.
Jimbo entró en el cuarto contiguo. Descubrió una habitación sin ventana. En el techo había una trampilla de la que bajaba una escala. A través de la luz incierta, Jimbo distinguió grandes tambores indios, un largo tocado de ceremonia siux, lanzas, una pila de mantas en un altillo de arcilla y paja. Aparte de eso, nada ni nadie. En el cuarto contiguo, Linda Jones y el viejo indio seguían hablando en español. Jimbo alzó la vista hacia la trampilla…
El niño estaba en el cuarto de arriba. Tendido en un altillo idéntico al primero, estaba vuelto hacia la pared. Era en verdad un crío muy débil y su respiración, muy perceptible, era un poco más rápida de lo normal. Jimbo se sentó en el suelo de arcilla seca.
—No estás dormido.
Una vacilación casi imperceptible en la respiración del chiquillo.
—No disimules —continuó Jimbo—. Hace unos segundos estabas abajo y lo has oído todo. Entiendes el español y sabes por qué he venido.
El niño no se movió.
—O crees saberlo. En realidad, no sabes nada. Apenas lo sé yo mismo, conque date cuenta.
Jimbo se rascó la cabeza.
—Tengo dos motivos, Gil. Primero, decirte una frase, una sola, que me ha obligado a pensar mucho. Sólo una frase. Vuélvete.
No hubo reacción. Jimbo se instaló más cómodamente y alargó las piernas.
—Pero, antes de decirte esa dichosa frase, me gustaría comprobar una cosa. Vamos a hacer una prueba, tú y yo. Imaginemos que tengo razón. Imaginemos que seas tal como yo creo que eres. En ese caso, debes de sentirte solo y desesperado y, desde que descubriste que estabas vivo, todos aquellos a los que has conocido te han parecido de una estupidez como para echarse a llorar. ¿Estoy en lo cierto, Gil?
«Estás como una cabra, Jimbo. Te diriges a un chavalín de cinco años, al que tal vez cueste entender el inglés…»
Prosiguió en voz alta:
—Supongamos que tengo razón, Gil. Bien. Te he dicho que quería comprobar una cosa, antes de pronunciar la frase. Gil, quiero cerciorarme simplemente de que no me he equivocado al venir a verte.
Una pausa.
—¿Qué tal si te planteo un problema?
Una pausa.
—Es un problema que tiene dos mil años, Gil. Hace dos mil años, tipos de otro país llamado China ya encontraron la solución. ¿Puedes encontrarla tú?
El niño se volvió y miró a Jimbo.
—Vamos a hacerlo con tinajas. Justo antes de entrar aquí he visto algunas. Hay tres clases de tinajas. Cada una de ellas es de un peso diferente del de las otras, que se expresa en una unidad de medida, da igual cuál sea: libra o kilo, como quieras. ¿De acuerdo?
Los ojos negros lo miraban fijamente, vacíos de expresión alguna.
«Jimbo, ¡estás loco!».
—Ahora, Gil, aquí tienes los datos del problema: los pesos de las dos tinajas de la primera clase, de tres tinajas de la segunda clase, de cuatro tinajas de la tercera clase, son todos superiores a la unidad de medida. Ése es el primer dato. Aquí tienes el segundo: dos tinajas número uno equivalen a una tinaja número dos más la unidad; tres tinajas número dos equivalen a una tinaja número tres más la unidad; cuatro tinajas número tres equivalen a una tinaja número uno más la unidad. Y ahora la pregunta, Gil: ¿cuál es el peso de una tinaja de cada una de esas clases?
Silencio.
—¿Quieres que te lo repita, Gil?
Una pausa que pareció interminable. Después el niño movió la cabeza: no. El corazón de Jimbo dio un brinco fantástico.
«¡Dios santo!»
El niño puso los pies en el suelo. Seguía mirando fijamente a Jimbo. Alargó una mano a su derecha, cogió un jarro, vertió con él agua en la arcilla seca del suelo, que se humedeció. Se deslizó del altillo y se puso en cuclillas. Su minúsculo índice trazó signos en la fina capa de barro que se había formado.
Trazó una cruz, un cuadrado y un triángulo. Jimbo comprendió al instante:
—Las tinajas de la primera, de la segunda y de la tercera clase. ¿Es eso, Gil?
El niño asintió. Volvió a dibujar. Jimbo leyó:
2 cruces = 1 + cuadrado
3 cuadrados = 1 + triángulo
4 triángulos = 1 + cruz
—Buen comienzo —dijo Jimbo, con el corazón en la boca y chorreando, literalmente, de transpiración.
El niño volvió a verter agua y siguió dibujando, expresando los mismos conceptos de otra forma:
2 cruces – cuadrado = 1
3 cuadrados – triángulo = 1
4 triángulos – cruz = 1
—Continúa —dijo Jimbo con voz sorda.
Sentía deseos de llorar.
El niño se quedó pensando y manteniendo casi todo el tiempo los ojos clavados en los de Jimbo y su rostro no tenía otra expresión que la de una indiferencia soñadora. Dibujó rápidamente una cuadrícula en la que había cuatro casillas horizontales y tres verticales.
La primera hilera horizontal representaba las cruces.