The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (11 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—¡Abre las piernas, cerda!

Fueron tres los que la violaron, abriendo y destrozando sus tiernas carnes y derramando un poco de su sangre. La violaron una primera vez, cuando estaba tendida boca arriba; después le dieron la vuelta, le hundieron la cara en la tierra y la penetraron de nuevo, aquella vez forzando los riñones.

Y, aunque hasta entonces había podido oponer una barrera mental a las llamadas de pánico de su cuerpo, al final cedió ante el dolor y se desmayó.

También Gil fue violado. Dos de los agresores se tumbaron sucesivamente sobre él, mientras le aferraban el pelo. Le tiraron la cabeza hacia atrás para despejar la garganta, contra la que colocaron una navaja.

Sammy fue el único al que no tocaron. Se contentaron con registrarlo y cogerle los cuatro dólares con cincuenta que llevaba encima. Ni siquiera le pegaron. Permaneció inmóvil durante toda la escena, vencido por la sensación de su responsabilidad, y con las manos en la nuca y sus grandes ojos negros desorbitados.

En realidad, todo ocurrió muy deprisa. Desde la primera cuchillada que recibió Guthrie Col hasta la violación de Gil y de Liza, sólo transcurrieron unos minutos y el final del ataque sobrevino tan súbitamente como había comenzado. El alto mulato que mandaba la jauría dio una orden. Él mismo soltó a Gil, al que pegó suavemente en la nuca, con un gesto que era casi una caricia. Veinte segundos después, la banda había desaparecido, tragada por la sombra.

Sammy se dejó caer de rodillas.

«Ha sido culpa mía.»

Cualquier otro chiquillo del mundo, un chiquillo corriente, habría llorado.

Él no lloró.
«Vuelve a levantarte, no pierdas tiempo. Ocúpate de ellos. Vuelve a levantarte».

Se irguió. Se dirigió primero hasta Liza, consiguió hacerla rodar sobre un hombro, pero seguía inconsciente.
«Necesitas ayuda. Gil y Guthrie Cole parecen ser los más malheridos».
Fue a inclinarse sobre Guthrie Cole, que tenía sus pálidos ojos desorbitados.

—Nada de llamar a la policía —dijo Guthrie Cole con un susurro—. Volver al hotel para que no nos descubran.

Sammy asintió.

—Ya lo sé.

Se desplazó unos metros, al advertir el movimiento de Lee, que estaba irguiéndose, a su vez.

—¿Gil?

Lee se reunió con Sammy. Se arrodillaron los dos, temblando con la misma furia asesina, pero con sus cerebros igualmente gélidos.

—Gil…

Con una suavidad infinita, le dieron la vuelta para dejarlo boca arriba. El endeble adolescente oriundo de Nuevo México seguía consciente. Su mirada ardía con una rabia aterradora.

—Primero volvamos al hotel —dijo Gil.

No podía caminar, como tampoco Guthrie Cole y Liza. Wes recuperó el conocimiento y también Hari, este último sangrando como un cerdo degollado. Los cuatro transportaron a los heridos hasta la furgoneta. Wes se puso al volante.

Los Siete no cambiaron palabra. En adelante ya no necesitarían hablarse para entenderse.

Salieron de Central Park y llegaron hasta las cercanías del Waldorf.

Como era negro y podía pasar más fácilmente por empleado del hotel, Hari cogió el bidón de gasolina y entró el primero en el edificio, por la entrada de servicio.

Reapareció seis minutos después, justo antes de que sonara la alarma.

Acecharon el momento propicio y se colaron por aquella entrada de servicio al amparo de la agitación provocada por el conato de incendio: cada cual a su habitación.

Entonces y sólo entonces, Wes, sin decir su nombre, pidió socorro, médicos.

Ninguno de los Siete hablaría de Central Park, de su salida en común, de su agrupación.

Preparados todos para afirmar no conocer a los otros seis y no haberse reunido con ellos, aparte de la ceremonia oficial, víctimas de una agresión cometida, inexplicablemente, dentro del propio hotel, del que no habían salido.

6

Estaba tendido en su cama del Waldorf y pensaba:
«Voy a matarlos a todos».

De los Siete, él era el que abrigaba desde siempre un odio frenético al mundo entero.
«Me gustaría matarlos a todos».
Había rumiado aquel
leitmotiv
todos los días durante diez años.

Las visitas anuales de Jimbo Farrar, el Hombre-montaña y la esperanza que habían infundido aquellas visitas y también su ineptitud física (la ineptitud de aquel cuerpo que era el suyo) habían impedido que aquel odio se expresara en acciones.

El milagro de la reunión de los Siete, aquella felicidad enloquecedora, pudo reprimir por un instante aquel odio y seguramente calmarlo por siempre jamás.

Pero el milagro sólo había durado unas horas. La agresión de Central Park lo había destruido todo, sin la menor esperanza de recuperación.

«Voy a matarlos a todos.»

Sabía que tenía los medios para matar y hacerlo en gran escala. Su odio en modo alguno era caótico, sino que, al contrario, estaba purificado por un cerebro potente y frío.

Y no era eso lo peor.

Lo peor era que los otros seis sentían al unísono lo mismo.

«Sé que piensan todos como yo.»

Lo que había ocurrido en Central Park había sellado la unión de los Siete.

La fraternidad del odio.

7

El
maître
se acercó a la mesa. Tenía miedo de Ann, era evidente. Dio un gran rodeo y acabó susurrando al oído de Jimbo:

—¿Es usted el señor James David Farrar?

—El mismo.

—Un Sr. Fitzroy Jenkins pregunta por usted al teléfono.

—¡Que lo zurzan! —dijo Ann, ya piripi.

—Corro a proponérselo —afirmó Jimbo.

En el teléfono, oyó la voz de Fitzroy Jenkins:

—Me ha costado mucho encontrarlo, señor Farrar. Debe usted venir inmediatamente al Waldorf. Reviste la máxima urgencia. La Srta. Oesterlé…

—Mañana —dijo Jimbo.

Se dispuso a colgar, pero Jenkins tuvo la suerte o la genialidad involuntaria de decir lo único que de verdad podía tener importancia.

—Se trata de los chicos, señor Farrar, de los Jóvenes Genios. Ha ocurrido algo muy grave.

—Lo que ha ocurrido es dramático —dijo Martha Oesterlé— y pone en entredicho todo el programa previsto o en parte. Puede ser un golpe terrible para toda la operación que
Killian Incorporated
ha imaginado y financiado, tanto más cuanto que nos encontramos expuestos a los focos de la actualidad. Harán responsable a Killian y…

—¡Martha!

Melanie Killian.

—Ante todo, hay que tapar el asunto —prosiguió Oesterlé—. Podemos hacerlo: los médicos callarán. Pagaremos. El escándalo…

—¡Martha!

La voz de Melanie era perentoria.

—¿Sí, señorita Killian?

—Calle la boca, por favor.

Sólo Melanie estaba sentada, vestida con una bata. En torno a ella, además de Ousterlé, estaban Dough Mackenzie, Fitzroy Jenkins y otro hombre llamado Andy Barkoff, miembro del estado mayor de Killian. Ann y Jimbo Farrar acababan de llegar en aquel preciso instante. Ni siquiera habían tenido tiempo de entrar en el salón. Estaban de pie codo con codo.

Los ojos de Melanie se cruzaron con los de Jimbo y se quedaron fijos en ellos y, mientras miraba a Jimbo, fue cuando Melanie preguntó:

—Jenkins, ¿cuál es el programa previsto para los Jóvenes Genios? En pocas palabras.

Jenkins recitó:

—Salida de Nueva York, llegada a Washington, recepción en la Casa Blanca a la una y media, almuerzo, presentación oficial de los Jóvenes Genios en el Symphony Hall del Centro John Kennedy a las tres cincuenta, corta visita a la capital, cena y a dormir en el hotel Madison.

—¿El día siguiente?

—Salida de Washington, llegada a Filadelfia, cuna de la nación, visita de la ciudad, recepción a las dos treinta en el Congres Hall y, por último, regreso de los Jóvenes Genios a sus respectivos domicilios, hasta el comienzo de curso en septiembre.

Una pausa. Melanie seguía mirando fijamente a Jimbo. Dijo:

—Esta mañana, a la salida, no serán treinta, sino veintiséis. Cuatro de ellos han sido víctimas de una intoxicación alimentaria. Habrán tomado demasiado helado. Ocúpese de ellos, Andy. Ahora, tengan la bondad de salir todos, excepto el señor y la señora Farrar.

Mackenzie se marchó y después Barkoff y Fitzroy Jenkins. Oesterlé, con las cejas fruncidas, no.

—¡Martha!

Martha Oesterlé abandonó la habitación.

Melanie se apoyó en los brazos de su sillón, se levantó y se puso a caminar: como si la pareja Farrar no estuviera presente. Sesenta, ochenta, cien segundos. Melanie habló:

—Jimbo, tres chicos y una chica. Sobrevivirán, incluido el que ha recibido una cuchillada. En esta mesa se encuentra el informe de los médicos, con sus nombres y los detalles de sus heridas.

Jimbo no se movió. Seguía de pie, en silencio. Melanie prosiguió:

—Todos dicen lo mismo: han sido atacados cuando se encontraban cada cual en su habitación. No se conocen, salvo por haberse visto en el estrado durante la presentación. Su descripción de los agresores es imprecisa, pero concuerda: cinco jóvenes con cazadoras, a los que nadie ha visto, salvo ellos. Un detalle importante: hacia las diez quince, ha habido dos conatos de incendio en dos sitios diferentes. Según Oesterlé y Barkoff, y yo comparto su opinión, se han provocado esos incendios para desviar la atención de una entrada de servicio, por la que se ha podido entrar y salir sin ser visto. Nada más. Naturalmente, Oesterlé tiene una explicación, ella siempre tiene explicaciones para todo; según ella, se trata de izquierdistas enfurecidos por nuestra operación Jóvenes Genios o de una maquinación de la competencia, envidiosa de la gloria de
Killian Incorporated
: cualquier cosa.

Jimbo seguía sin moverse, con el rostro cada vez más pálido. Fue Ann la que se acercó a la mesa, cogió las hojas del informe y las leyó en silencio. Le temblaba un poco la mano.

—Elizabeth Rainier, Guthrie Cole Mitchell, Gil Yepes, Hari Williams.

Ann repitió los nombres, aquella vez en voz baja.

Jimbo no reaccionó en modo alguno.

Melanie movió la cabeza.

—Como usted quiera, Jimbo —dijo.

En cuanto volvieron a su habitación Ann y él, se tumbó en la cama. Estaba blanco como la cal y la transpiración le corría por las mejillas.

—Jimbo…

—Ahora, no.
Te lo ruego, Ann
, no me pidas nada.

Ella lo desvistió, lo obligó a meterse bajo las sábanas, se desnudó y se acostó junto a él, pero sin tocarlo. Él acabó cerrando los ojos y su respiración, hasta entonces acelerada, casi jadeante, se volvió más regular. Ella creyó que se había quedado dormido.

Ella se durmió, a su vez, pero con un sueño ligero, como una madre que vela a su hijo enfermo.

Se despertó al oír el primer ruido que hizo él, medio hora después.

Se lo encontró tendido en el suelo del baño, vomitando, blanco como una sábana y sacudido por espasmos. Cuando le habló, él no pareció oírla siquiera, Presa del pánico, llamó a un médico, que le puso dos inyecciones calmantes y le preguntó si padecía con frecuencia esa clase de ataques.

Ella vaciló sólo un segundo y mintió, al decir que no era la primera vez.

8

Wagenknecht y Sonnerfeld eran informáticos de primera y ayudaban a Jimbo Farrar en la programación del ordenador Killian en Colorado Springs.

Aquella noche de septiembre, unos cuatro meses después de la presentación de los Jóvenes Genios en el Waldorf Astoria, se marcharon los últimos y dejaron solo a Jimbo.

Le habían propuesto ir a tomar una copa para celebrar su regreso del curso que había seguido en Florida, pero se había negado.

Jimbo bloqueó la puerta después de que se marcharan y volvió al centro de la gran sala insonorizada.

—¿Fozzy?

—Sí, chaval.

—Me alegro de volver a verte.

—Lo mismo digo, chaval. Es una gozada.

—Te he echado de menos.

Una pausa.

—Y te voy a echar de menos aún más. Pregúntame por qué.

—¿Por qué me vas a echar de menos aún más?

—Nos vamos a ir a vivir a Harvard, Ann, los niños y yo. Con «los niños», me refiero a los mios: Cindy y Ritchie.

Jimbo bostezó y se estiró.

—Voy a Boston, Fozzy.

—Boston (Massachussets). Superficie del Estado: 21.387 kilómetros cuadrados. Población: 5.732.811 habitantes. Entrada en la Unión…


STOP!

—… en 1788. Sexto Estado fundador.

—¡Calla la boca!

—¡Si no vamos a poder bromear más…! —dijo Fozzy con la voz de Gary Cooper en
El tren pitará tres veces
.

Jimbo sonrió.

—No ha sido fácil convencer a Ann, Fozzy. Fíjate que lo que le daba dentera no era ir a vivir en el Este. Sólo, que en Harvard están los Siete, Fozzy, y ella lo sabe.

Una pausa. Jimbo reanudó la marcha entre las consolas, las pantallas múltiples, las plaquetas de entrada gráfica, que acarició con la mano al pasar. Llegó a la zona de sombra al fondo de la larga sala. Se internó en dicha sombra y desapareció.

—¿Me escuchas, Fozzy?

—Afirmativo, chaval.

—Los que fueron heridos en Nueva York se han recuperado. Asunto concluido. No ha quedado ni rastro, al menos en apariencia: como para pensar que nada hubiera ocurrido, Fozzy.

—Pero algo ocurrió.

Silencio.

—Ella se llama Liza. La verdad es que es… bellísima, Fozzy. Fue violada y salvajemente. Fozzy, estoy seguro de que salieron del hotel por la noche, pero no sé adónde fueron. Se reunieron en alguna parte y en aquel momento ocurrió: precisamente cuando estaban experimentando la felicidad de estar juntos.

Una pausa.

—Yo soy responsable de ellos, Fozzy, y me siento culpable. Habría dado mis dos brazos para impedirlo…

Largo silencio.

Interrumpido por un instante por el crepitar de una impresora de Fozzy, que estaba ejecutando otro programa.

—Ann afirma que yo me parezco a ellos, Fozzy…

—Formula la pregunta, chaval.

—Me parezco a ellos. Ann suele tener razón.

Una pausa.

—Tenemos aspectos en común, ellos y yo, y no pocos.

—Superhombres —dijo Fozzy con la voz de Spencer Tracy en
Edison
.

—Yo no he dicho eso.

—¡Cuéntaselo a tu abuela, chaval!

La sombra en la que se había refugiado Jimbo era espesa. Se distinguía apenas su silueta, sus largas piernas y sus largos brazos, enredados, pues estaba sentado en el suelo y pegado a la pared.

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